Puesto que la mayoría de los cineastas realizan sus principales contribuciones entre los 30 y los 60 años de edad, y que el cine implica disposiciones de recepción muy cambiantes, el centenario de nacimiento de un artista cinematográfico suele referirse a hechos ya lejanos: el que influyó sobre Fulano, que a su vez fue uno de los referentes de Mengano; el cineasta preferido de aquel crítico viejito, que escribía en aquel diario que cerró cuando acabó la dictadura.

Tengo 57 años, y la persona que me introdujo al cine de Ingmar Bergman fue mi abuelo. Pero más allá de lo inherente al paso del tiempo, en este caso se da la sensación de estar lidiando con algo un poco distinto de “el cine de hace medio siglo”: se trata del gusto de hace medio siglo, no totalmente acoplado a la actualidad. Abordar las películas de Bergman hoy por hoy tiene poco de ese jolgorio franco con que uno puede encarar a Alfred Hitchcock, Orson Welles, Yasujirō Ozu, Buster Keaton, John Ford, Jean Renoir, Carl Theodor Dreyer, Federico Fellini y muchísimos más. Hay algo medio desajustado con la contemporaneidad en ese escandinavo acomodado que, resueltos los problemas que pudieran afectarlo directamente, se entretiene sufriendo, en monólogos teatralizados, por la ausencia de Dios, la inevitabilidad de la muerte, la incomunicabilidad (paradójicamente comunicada en diálogos de 40 minutos de largo), el cinismo de la sociedad moderna o los meros revoloteos de sus almas hipersusceptibles que las hacen interrumpir sus acciones para abatirse paralizadas por angustias inasibles, todo eso sin una pizca de humor (o peor, con algunos destellos de pésimo humor). Hace algunas décadas, una nota sobre Bergman podría llegar a versar sobre un miembro del panteón de los más grandes cineastas de todos los tiempos; mientras que hoy versa sobre alguien que llamó la atención algún día, ejerció su papel, y capaz que por buenos motivos.

Vida

Nació en Uppsala, Suecia, el 14 de julio de 1918. Murió pocos días después de cumplir 89 años, en 2007, en la isla de Fårö, donde vivía. Dirigió 45 películas entre 1946 y 2003. Fue el guionista de todas menos seis, y además escribió los guiones de 11 películas dirigidas por otros. Es una buena producción, máxime si tenemos en consideración la cantidad de clásicos incluidos en esa filmografía. Pero fue aun mayor su actividad teatral: hizo unas 170 puestas (para las tablas, y también algo de radioteatro). Fue especialmente notorio por sus versiones de Henrik Ibsen y August Strindberg (los pilares de la dramaturgia escandinava), así como de Shakespeare y Molière, pero además fue el autor de nueve piezas. No estoy capacitado para escribir sobre esa faceta artística suya, pero repercute en su cine de distintas maneras: gracias a sus primeras obras teatrales fue convocado a escribir para cine, y del teatro trajo a todos sus actores-fetiche de distintas etapas (Erland Josephson, Harriet Andersson, Bibi Andersson, Ingrid Thulin, Max von Sydow). Supone que fue en las tablas donde desarrolló su sobresaliente habilidad como director de actores y su peculiar ingenio en la puesta en escena y la iluminación, y para él el teatro sería un recurrente símbolo para la expresión artística dentro de sus películas (personajes que son actores de teatro o que asisten a determinada representación teatral). Cuando dirigió su primera película, a los 27 años (Crisis, 1946), ya tenía renombre en el teatro y se dice que era el más joven gerente de un teatro mayor en toda Europa (estaba a la cabeza del Teatro Municipal de Helsingborg). El hecho de que la temporada teatral fuerte sea en los meses templados y fríos ayuda a explicar por qué sus películas –hechas en las “horas libres”– solían tener ambientación veraniega. Sin haber visto nunca una de sus producciones teatrales, nos podemos hacer una buena idea de su talento viendo la versión filmada de la ópera La flauta mágica (1975), una de las más encantadoras y armoniosas versiones de cualquier ópera que haya visto jamás, y en la que Bergman, tan sin gracia para sus propios (escasos) chistes, se muestra perfecto para volcar el humor de Emanuel Schikaneder y Mozart en esa pieza del siglo XVIII.

Bibi Andersson y Liv Ullman en Persona (1966)

Bibi Andersson y Liv Ullman en Persona (1966)

Fue el director más emblemático durante la importante oleada de críticos y teóricos vinculados a la llamada “teoría de autor” que floreció en la década del 50, sobre todo alrededor de la revista francesa Cahiers du Cinéma. Aparte de su talento, del encanto de sus películas y del interés que suscitaban cuando fueron producidas, hubo otros elementos que sumaron a la mística: el hecho de que solía ser su propio guionista, la reiteración de determinados temas, motivos y rasgos de estilo (debidamente acompasada con momentos de renovación que permitían a los escribas una confortable segmentación de su filmografía en etapas, incluida alguna trilogía, como la trilogía del Silencio de Dios –no sé por qué hay tantos críticos de cine que tienen orgasmos cuando ubican “trilogías” en la filmografía de un autor, particularmente cuando logran ponerle un nombre–), el que dichos temas solieran ser “existenciales” y, sobre todo, el aspecto confesional que pronto se fue evidenciando en su producción: el mundo peculiar de sus películas derivaba, en forma relativamente clara, de su vida privada, sus recuerdos, sus sueños, sus amores, sus fobias, sus traumas.

Erik Bergman, el padre de Ingmar, fue un pastor luterano severo, distante, autoritario y castigador. Ingmar evaluó que ya había perdido cualquier cosa parecida a la fe religiosa cuando tenía ocho años, pero sólo se atrevió a reconocerlo cabalmente cuando tenía 45. A los nueve se hizo de una linterna mágica (un dispositivo de proyección protocinematográfico) con la que se entretenía armando, para sí mismo, representaciones con sombras y muñequitos de obras de Strindberg en que hacía las voces de los distintos personajes. Sus años en el colegio fueron infelices, y se convirtieron en el asunto de su primer guion (El sádico, 1944, dirigida por Alf Sjöberg). De adolescente, de vacaciones por Alemania, se fascinó por Hitler y el nazismo. Los horrores de la guerra lo hicieron renegar de esa adhesión y se hizo socialdemócrata, pero nunca se sintió cómodo con los asuntos políticos, más allá de algunas manifestaciones de pacifismo, de compasión por la pobreza y aversión por el autoritarismo. En 1937, mientras hacía cursos de arte y literatura en la Universidad de Estocolmo, su pasión por el teatro lo llevó a su primer puesto como asistente de dirección, mientras se convirtió en un fanático del cine. En 1942 la obra teatral La muerte de Kasper, de su autoría, convenció a los productores de Svensk Filmindustri (SF) de contratarlo como guionista, dando inicio a su carrera cinematográfica.

Desarrollo

En la primera etapa del cine de Bergman (1946 a 1952) predominan los jóvenes amantes de clase trabajadora de Estocolmo. Esa etapa comprende Juventud divino tesoro (Sommarlek, 1951), su décima realización, pero la primera que consideró realmente suya. Un verano con Mónica (1952) fue su mayor éxito hasta entonces, gracias, en buena medida, a su componente erótico (Suecia tenía una censura más tenue que la mayoría de los países, y era famosa por una considerable liberalidad en cuanto a relaciones extraconyugales). Ya entonces, los personajes femeninos son más maduros y tienen una sexualidad más liberada que sus torpes y reprimidas contrapartidas masculinas. El ámbito social, la narrativa episódica y algunos tiempos muertos parecen derivar del neorrealismo italiano, pero el estilo visual es una versión refinada de la modalidad más moderna del Hollywood de entonces (la cámara baja, los volúmenes desplazándose y, junto a los fluidos movimientos de cámara, revelando, rearticulando y resignificando constantemente el espacio, con profundidad de campo y de foco, en planos relativamente extensos), a lo Orson Welles y William Wyler.

De 1952 a 1955 Bergman se fija mayormente en parejas burguesas de la actualidad o del pasado, abordadas con elementos de comedia e ironía. Sonrisas de una noche de verano (1955) fue un gran éxito y consolidó su nombre.

Fanny y Alexander (1982)

Fanny y Alexander (1982)

Entre 1956 y 1964 están las películas metafísicas centradas en personajes masculinos. Incluye dos de sus obras más conocidas, El séptimo sello y Cuando huye el día (Smultronstället), lanzadas ambas el mismo año (1957). El prodigioso Sven Nykvist, que ya había trabajado esporádicamente con Bergman, se instala en 1961 como el fotógrafo de casi todas sus películas hasta Fanny y Alexander (1982).

La secuencia del sueño de Noche de circo (1953) introdujo en el cine de Bergman un elemento modernista, que volvería a manifestarse en otras escenas de sueño (la más célebre debe ser la de Cuando huye el día, de 1957). Esa disposición modernista se apodera de sus películas entre 1966 y 1972: la narrativa se fractura, el espectador no puede estar seguro de si está viendo una supuesta realidad, un sueño, una alegoría o un recuerdo. En esta etapa están las dos películas que Bergman consideraba más importantes: Persona (1966) y Gritos y susurros (1972), y estoy muy de acuerdo con esa valoración. Aquí entra en escena la gran actriz Liv Ullman, a la larga la figura más fuertemente asociada a Bergman.

A partir de Escenas de la vida conyugal (1973), ese afán modernista se desvanece y las películas vuelven a ser conceptuales. Esa etapa sufre una fractura cuando, acusado de retacear impuestos, Bergman fue buscado por la Policía para declarar. Todo se aclaró casi de inmediato y el director fue considerado inocente, pero lo hospitalizaron por una crisis nerviosa, entró en estado depresivo y prometió que nunca más volvería a trabajar en Suecia (ese tipo de episodios ayuda a explicar la disposición a los berrinches que tenían sus personajes). Se autoexilió en Alemania por cinco años; hizo tres películas muy diversas que reflejan distintas condiciones de producción: El huevo de la serpiente (1977, rodada en Alemania, producida por Hollywood y hablada en inglés), Sonata otoñal (1978, rodada en Noruega con capital alemán, y hablada en sueco) y De la vida de las marionetas (1980, alemana y en alemán).

Finalmente, perdonó a su país y regresó a filmar su “última película”, Fanny y Alexander (1982), con tremenda repercusión internacional. Luego hubo cuatro otras “últimas películas”, destinadas prioritariamente a la televisión. La última-última fue Sarabanda (2003).

Legado

Con Juventud divino tesoro, los ejecutivos de SF se percataron de que tenían en manos a un artista valioso y tomaron la sabia decisión de manejar su carrera con parsimonia. Expresamente, se privaron de incluirla en el Festival de Venecia para tratar de cocinar la marca Bergman a fuego lento, en ámbitos chicos, antes de gastarla en terrenos más competitivos. La película se exhibió en el Segundo Festival de Punta del Este (1952), dando origen a la historia de que Bergman fue descubierto en Uruguay por primera vez fuera de su país natal. Más tarde, el prestigioso crítico uruguayo Homero Alsina Thevenet se atribuyó el principal mérito en tal descubrimiento. En verdad, los periodistas que estuvieron en dicho festival, como es natural, escribieron alguna cosa sobre la película: Alsina lo hizo en la revista Film, Emir Rodríguez Monegal en Marcha y el argentino Alejandro Saderman en la publicación porteña Gente de Cine. Este último parece haber sido el comentario más extenso y efusivo en sus elogios. No tengo acceso a una cronología estricta, pero asumo que esos artículos se publicaron con pocos días de diferencia uno de otro. Ignoro si hubo periodistas de otros países en el festival y que puedan haberlo comentado también. No encuentro referencias a que Juventud divino tesoro se haya exhibido en otro festival internacional, pero podría ser (casi no hay referencias, tampoco, de que se haya exhibido en Punta del Este, excepto como parte de la reiteración de los mitos del descubrimiento uruguayo y, en forma más cauta y modesta, del posible descubrimiento argentino por Saderman; la historiadora del cine Mariana Amieva hizo una extensa investigación al respecto, y esperamos que un día la publique en forma sistemática).

De todos modos, para desestimar la cuestión, mucho antes de Juventud divino tesoro, Barco para la India, el tercer film de Bergman que no fue producido por SF, integró en 1947 la competición principal del Festival de Cannes, nada menos. No ganó premios (en Punta del Este tampoco), pero me resulta imposible pensar que no se haya publicado comentario periodístico alguno.

En un terreno más concreto y menos chovinista, luego de la repercusión de Un verano con Mónica y Sonrisas de una noche de verano, Bergman fue cuidadosamente comercializado en América y Europa con todo un aparataje mercantil que incluyó llamar la atención sobre sus características temáticas. Bergman terminó siendo el principal factor, luego del neorrealismo y Akira Kurosawa, para el establecimiento del cine arte, que se convirtió en un modo de producción, de consumo y de funcionamiento cinematográfico alternativo al de la narrativa conocida como clásica. El modo de producción del cine arte se estableció junto a un nuevo enfoque de crítica periodística y de un circuito de distribución y exhibición alternativo (lanzamiento en festivales y luego comercialización en salas especializadas). Ese circuito manejaba mucho menos plata que el cine clásico (“comercial”), pero se caracterizaba por una asistencia que, aunque concentrada y chica, era fanática, persistente y confiable, para películas que tenían un costo bajo (piénsese que la exitosa Escenas de la vida conyugal, en valores ajustados por la inflación, costó lo equivalente a poco más de un millón de dólares).

Bergman durante el rodaje de Fresas salvajes (1957)

Bergman durante el rodaje de Fresas salvajes (1957)

Por dos años consecutivos (1960 y 1961) el Oscar para películas no habladas en inglés fue ganado por obras de Bergman (La fuente de la doncella y Detrás de un vidrio oscuro). Esa consagración originó una curiosidad generalizada por otros cineastas del mismo país. Esa atención sobre el cine sueco duró lo que suele durar (unos diez años) y proyectó internacionalmente a Vilgot Sjöman, Bo Widerberg y Jan Troell.

En forma más general y más importante, el terreno de cine arte sembrado por Bergman terminó acomodando la recepción de Fellini, Michelangelo Antonioni, la nouvelle vague, Alain Resnais, Andrzej Wajda, Luis Buñuel, el cinema novo; reajustó, incluso, la carrera de quienes lo habían precedido y preparado el camino, como los ex neorrealistas y Kurosawa.

El cuerpo

Supongo que el tono de algunos pasajes de este texto dejan traslucir mi respeto muy limitado por el ámbito conceptual y el modo de ficcionalizar del cine de Bergman. Su cine tiene, sin embargo, una serie de aspectos fascinantes con respecto a lo no conceptual y lo corpóreo. Las expresiones faciales de sus actores, las miradas, las bocas, la ternura en la yuxtaposición (o superposición) de rostros, los detalles de sus cuerpos y de las manos que los acarician (con erotismo o con contención protectora), el desgarro y el dolor (la vagina herida con un vidrio punzante en Gritos y susurros). Esa corporeidad podía ser incluso contada en palabras: el monólogo de Persona en que Alma relata la orgía en la playa es una maravillosa pieza de pornografía verbal (en el sentido más elevado que se le pueda dar a esa palabra). La dimensión de una percepción no verbal se traduce también en la fascinación inocente con los espectáculos de realización artesanal (números de magia, linterna mágica, juguetes mecánicos) o de ámbitos populares (matiné de cine de barrio, circo), con miedos arquetípicos (figuras diabólicas o cadavéricas), y algunas de las mejores y más inquietantes pesadillas que se hayan filmado.

A veces la fascinación se transfiere a la imagen misma: el regodeo con los reflejos en el agua, con la vegetación, la textura de las rocas, la sensualidad escultural de sus juegos de luces, de esos planos con elaborada coreografía de los personajes, que la cámara acompaña y reconfigura con sus movimientos. Así como su tratamiento de los cuerpos humanos incluye la caricia aterciopelada y el desgarro, esa suavidad danzante del lente de Bergman a veces es interpelada con provocativas miradas a la cámara (a partir del plano extraordinario de Un verano con Mónica) y puede llegar a despedazarse, por ejemplo, en Persona, cuando se genera la idea de que la película se rompió (es decir, que se rompió físicamente el celuloide; se quemó).

Y también hay sensualidad sonora: Bergman fue uno de los primeros cineastas, si no el primero, en involucrar al oyente en un rico mundo de sonoridades que están ahí por su belleza, su expresividad tímbrica y simbólica: el tictac de un reloj, un goteo, los pasos sobre el suelo pedregoso, los bocinazos lejanos de una embarcación, las campanas de una iglesia. Es capaz de incluir, en un plano de establecimiento, a un extra barriendo la calle, tan sólo para que luego, en el plano cercano de los personajes que dialogan, quede el ritmo raspado de la escoba como ambientación de fondo (Sånt händer inte här; “No está ocurriendo aquí”, 1950). Las voces de las actrices son siempre tomadas de cerca, valorizando el sexy crepitar de las consonantes del idioma sueco, sobre todo cuando susurran.

Las principales influencias de Bergman vienen, probablemente, del teatro (Strindberg, Anton Chéjov, Luigi Pirandello y muchos autores más, y vaya uno a saber cuántos directores teatrales pueden haber dejado impresiones que se traspasaron a su cine). En cuanto a cineastas, fue tan personal que, aun cuando quiso imitar concretamente a otro, lo hizo muy distinto. Se consideraba tributario de Hitchcock –esto sólo se distingue fácilmente en Sånt händer inte här– y de Jean Cocteau –las pesadillas–. La fuente de la doncella fue su intento explícito de actuar en el ámbito de Kurosawa, y quizá El toque (1971) fue su intento de volcar, con algún retraso, cierta modernidad sesentista a la manera de Blow Up (1966, Antonioni) o de las películas en colores de Jean-Luc Godard.

Woody Allen debe ser quien más veces hizo citas o imitaciones directas más o menos explícitas del cine de Bergman. Pero también se puede distinguir una fuerte influencia en el cine de Andrey Tarkovsky, Walter Hugo Khoury, David Lynch, Robert Altman, Michael Haneke, por no hablar de la admiración profesada por nombres como Stanley Kubrick o Godard.

Así que sí, hay buenos motivos para soplar estas 100 velitas por un maestro del cine.