La historia, a fuerza de repeticiones, es muy conocida: el sultán Shahryar, despechado por la infidelidad de su esposa, decide dormir cada noche con una mujer distinta (siempre hijas de funcionarios de su corte) y mandarla matar a la mañana siguiente... hasta que le toca el turno a Sherezade. La joven, que tiene de astuta lo que tiene de bella, decide contarle un cuento a su amante que no vea el fin con el sol del amanecer, para engancharlo y poder vivir un día más. De ese modo, entre “abrazos amorosos” y relatos, pasan las noches, y al tiempo, ya con hijos en común, la pareja se casa.

Esa es, en todo caso, una de las historias de Las mil y una noches, porque hay otra, al menos, que es la que narra el descubrimiento del libro, escrito en árabe (que tendría su origen en un texto persa), por el arqueólogo Antoine Galland, que lo traduce y lo publica, con agregados de su cosecha (informados, se estima, por su asesor, de nombre Hanna), entre 1704 y 1717, cambiando la historia europea para siempre. Tanto es así, que el argentino Daniel Guebel atribuye a su lectura la decisión de Napoleón de invadir Egipto cuando se terminaba el siglo XVIII.

La suposición está en el último libro de relatos de Guebel, Tres visiones de Las mil y una noches, publicado el año pasado en Argentina por la editorial Eterna Cadencia, que en 2008 ya había publicado el volumen Los padres de Sherezade. Narraciones breves o ensayos, estos textos giran en torno al gran compendio medieval que irrumpió en Occidente cuando ya se vislumbraba el período que se llamaría Ilustración y, según Jorge Luis Borges, precipitó el romanticismo. En una conferencia sobre el libro reunida en Siete noches (1980), efectivamente, Borges, que es algo así como la referencia no nombrada, la presencia fantasmática que recorre la obra de Guebel, evoca una anécdota de la que este se sirve para soñar.

Hablando de las relaciones estrechas entre Oriente y Occidente, Borges (que desconfía un poco de esas categorías) evoca a Alejandro Magno, figura clave de ese traspaso cultural, y sobre él dice que fue, según cuenta el barón Joseph von Hammer-Purgstall (a quien citan Edward Lane y Richard Burton, ambos traductores de Las mil y una noches al inglés), el primero en oír recitar cuentos de lo que el orientalista alemán nombra como “confulatores nocturni”, convocados para distraer el insomnio del macedonio.

En otra parte de esa conferencia, había dicho: “En el siglo XV se recogen en Alejandría, la ciudad de Alejandro Bicorne, una serie de fábulas. Esas fábulas tienen una historia extraña, según se supone. Fueron habladas al principio en la India, luego en Persia, luego en el Asia Menor y, finalmente, ya escritas en árabe, se compilan en El Cairo. Es el Libro de Las mil y una noches”. De ahí sólo falta un paso, apenas sugerido, que da Guebel al proponer que esas historias, contadas por los fabuladores nocturnos al emperador para pasar la noche son, escritas, las que luego conformarían el libro que Galland traduciría y que tanto fascinaron a Napoleón, que veía en Alejandro un modelo.

Fábulas

Pero esa es apenas una de las seductoras tesis que presenta este libro, lleno de ideas. En efecto, en una pregunta que se hace en “Las noches de Shahryar” –“¿Qué se esconde en una mujer que escapa a la mirada del hombre?”– se introduce una serie de temas que sobrevuelan todas las narraciones: la relación, sobre todo sexual, entre hombres y mujeres, el lugar de la mujer como sujeto de enunciación, el espacio posible de la rebeldía femenina y las consecuencias del vaciamiento que parece suponer su emancipación, pero también en las relaciones estrechas del amor y de la creación literaria.

En esa búsqueda, en el intento de recuperación de lo perdido, que es del sultán a nivel argumental y del escritor en el trabajo con las palabras, Guebel encuentra, más allá de sus –por momentos convincentes– intuiciones (como la referida al origen del psicoanálisis), una prosa trabajada y densa, de gran concentración y poder expresivo. Y es que, efectivamente, si al principio el libro ofrece una escritura como de traducción (la habitual cuando se trata de temas que tienen, como estos, una impronta ya libresca), pronto esa “neutralidad” artificial desaparece, borroneada por el uso inteligente del anacronismo (un poco en el sentido en el que lo piensa Georges Didi-Huberman), no sólo de un modo convencional, colocando elementos ajenos al tiempo en el que se supone que transcurre la acción, sino también mediante un uso libérrimo del lenguaje, que pasa de esa cualidad pretendidamente oriental, o de cuento de hadas estándar, a utilizar el voseo, palabras del argot (“descajetándolas”), científicas (“neutrones” y “protones”) y, sobre todo, efectivos neologismos como “femicidio” (¿por primera vez en un contexto literario así?) junto a cultismos, arcaísmos y extranjerismos, como en los maravillosos pasajes que refieren a los banquetes de Shahryar y su amigo.

Así, estas tres visiones se revelan como investigaciones de los límites del amor, del erotismo y del sexo, de la oralidad y la escritura, de la postulación de “lo otro”, a la vez que reflexiones sobre el exotismo y el artificio literario (en un momento, por ejemplo, un personaje habla de “esta Arabia de leyenda”) y las cambiantes y a la vez persistentes formas de la fábula. En esa ambición, en ese desborde a veces felizmente imperfecto está la mayor fuerza de este libro que, en sus 96 páginas, sabe deslumbrar.

Tres visiones de Las mil y una noches | Daniel Guebel. Buenos Aires. Eterna Cadencia, 2017. 96 páginas.