En estos días se cierra una etapa de discusión sobre la última Rendición de Cuentas del presente período de gobierno. En un contexto en el que la educación ocupa un lugar central en la retórica de los distintos actores políticos, este proceso legislativo se caracterizó por su carencia de intercambios sustantivos sobre el futuro de la educación pública. Como en una mala obra, todos los actores parlamentarios conocen el final y el camino se llena de intrascendentes gestos rituales, en un intento por contener el malhumor de quienes no pierden la esperanza de lograr cambios en el desenlace.

Sí, es innegable que desde 2005 se instrumentó un incremento sustancial en el gasto educativo, que pasó de aproximadamente 3,3% a 4,5% del Producto Interno Bruto (PIB), con algunas diferencias en las estimaciones según los rubros que se incorporan en el cálculo. Pero el argumento esbozado no informa sobre un problema endémico del gasto público uruguayo, cuyos orígenes se remontan a la caída abrupta del gasto educativo que comienza antes del golpe de Estado, se consolida en la dictadura y muestra dificultades para recuperarse luego de la apertura democrática. En 2005, el gasto público en educación se encontraba en niveles paupérrimos, como lo pone en evidencia cualquier comparación internacional. El quiebre de esta tendencia es remarcable, pero no justifica la inacción presente y la ausencia de respuestas presupuestales sólidas.

Uruguay sigue mostrando una inversión deprimida cuando se lo compara con países con un nivel de desarrollo similar o algo menor. Muy lejos del 6,5% que en promedio invierten países como Argentina, Brasil, Colombia, Chile y México; o del 7,5% de la modélica y tantas veces citada Finlandia. Es claro que el país tiene resultados educativos no deseables en muchas pero no en todas sus dimensiones. También es claro que parte del problema sigue siendo su dotación presupuestal. Negar este aspecto es imponer una exigencia sobre el sistema educativo desmedida dados los recursos con que cuenta.

Ante un contexto que cambia a velocidades aceleradas y estudiantes cuyos requerimientos e intereses no son inmutables en el tiempo, las instituciones educativas tienen que generar estrategias de transformación, y está muy bien que la sociedad uruguaya le exija al sistema educativo.

Sucede que el último quinquenio, además de los magros incrementos presupuestales, trajo consigo otra “innovación” en la técnica presupuestal, que atenta contra cualquier proceso endógeno de transformación: un presupuesto quinquenal definido sólo para dos años (2016 y 2017) y una insulsa promesa de “veremos” para los siguientes tres años. Las instituciones de educación pública se vieron sometidas a niveles de incertidumbre de corto plazo, inconsistentes con implementar programas innovadores de largo plazo. Sus horizontes se acotaron: más que pensar en el quinquenio, fue necesario pensar en cuál sería el presupuesto del año entrante.

Quizás diseñado como instrumento que permitiera licuar las tensiones internas al gobierno durante la Ley de Presupuesto, terminó cercenando cualquier capacidad de planificar mínimamente procesos de cambio e innovación en el ámbito educativo. La generación y transmisión de conocimiento, sustrato básico de la educación y en particular de la educación superior, exige planificar en horizontes largos. No hay resultados inmediatos, las decisiones de hoy deben madurar para transformarse en logros. O, incluso, en fracasos. Al final del día la innovación implica asumir riesgos, y un resultado posible es no alcanzar los objetivos trazados.

En el caso de la Universidad de la República (Udelar), como sospecho que sucede también en el resto del sistema, los montos y la asignación de créditos presupuestales por dos años es un desincentivo expreso para asignar los recursos a políticas con gran retorno social pero que requieren inversiones sostenidas, aunque no necesariamente cuantiosas, en el tiempo. ¿Cómo apostar a financiar nuevas carreras si no existe la certeza de contar con los recursos para sostener sus últimos semestres? ¿Cómo aventurarse a crear nuevos equipos de investigación de calidad en el interior del país si no se puede prometer inversiones incrementales que aseguren su funcionamiento, en la medida en que los docentes toman costosas decisiones de radicación? ¿Cómo diseñar nuevos dispositivos de atención a los estudiantes para reducir el abandono cuando no es posible saber si al cabo de dos años será viable escalarlos?

Ante la ausencia de certezas sobre la disponibilidad de recursos, es razonable que las instituciones opten por atender objetivos de corto plazo, aunque su impacto en el funcionamiento global resulte menos prometedor. Es empezar lo que se sabe que será posible culminar, eliminando del conjunto de opciones las más riesgosas, que exigen mayores esfuerzos sostenidos, pero que potencialmente también son las que más frutos pueden dar.

El panorama es todavía más oscuro, porque se avecina el año electoral y el cambio de autoridades. A los cinco años que culminan en 2020, debe agregarse dos de incertidumbre adicional. 2020, con cambio de gobierno, será un año de discusión de la nueva ley presupuestal, cuyos efectos podrán reflejarse recién en 2021. Son prácticamente siete años sin horizontes presupuestales, con dotaciones acotadas y, además, anuales. Difícil que cualquier cambio educativo logre penetrar esta telaraña de desincentivos y errores de diseño.

En el camino, no sólo se sacrifican nuevas políticas, sino que se arriesga con desandar otras. En programas incipientes y con bajo grado de consolidación institucional, el estancamiento implica retrocesos. Permítanme citar dos ejemplos para ilustrar.

El esfuerzo de la descentralización universitaria, programa que obtuvo un financiamiento importante en los quinquenios anteriores, presenta hoy varios y tangibles resultados. La distribución geográfica del conocimiento ha cambiado, con núcleos de docentes de alta dedicación distribuidos en el país. Entre 2010 y 2016, las inscripciones de estudiantes a los servicios universitarios se incrementaron 40.6% (17.687 en 2010, 24.876 en 2016), mientras que el aumento en el interior superó el 170%. La Udelar no sólo da cuenta de la mayor parte de los estudiantes de educación terciaria y superior en el interior, sino que también es el principal motor de la expansión de la oferta educativa. Según los anuarios estadísticos del Ministerio de Educación y Cultura (MEC), en 2016, un total de 4.892 estudiantes comenzaron estudios universitarios en el interior, 4.350 de los cuales lo hicieron en la Udelar. En 2011, el total de estudiantes universitarios de ingreso fuera de Montevideo era sólo 2.177, y 1.795 lo hicieron en la Udelar. La expansión de la oferta educativa universitaria en el país es fruto, esencialmente, de las políticas de la Udelar. Es una realidad tangible pero frágil. Sin recursos adicionales que permitan seguir construyendo una malla institucional y académica sólida, el riesgo de retrocesos es también tangible. El incremento de la matrícula en el interior debe estar acompañado por un incremento de la cantidad de docentes y funcionarios no docentes. Si no logra sostenerse el ritmo en esta materia, pueden revertirse logros importantes para el país. Es también un problema para los servicios en la capital, en años caracterizados por un deseable y sostenido aumento de los estudiantes que ingresan a la institución.

Durante los últimos años se logró revertir la tendencia a que los jóvenes académicos no vieran como opción de vida el trabajo creativo en Uruguay. Mucho de esto tiene que ver con mejoras en el nivel de las remuneraciones, pero también con la posibilidad efectiva de acceder a cargos de alta dedicación y a programas de promoción académica. El régimen de Dedicación Total de la Udelar ha hecho un aporte relevante en esta materia. Hoy es una política desfinanciada, con decenas de docentes, la mayoría jóvenes y cuyas postulaciones han sido aprobadas académicamente, esperando con lógica ansiedad ante la ausencia de perspectivas presupuestales. Por supuesto, Uruguay necesita crear oportunidades de desarrollos laborales creativos en ámbitos que no sean universitarios – otro desafío para las políticas públicas–, pero el horizonte de un régimen de dedicación exclusiva parado en los próximos años tiene costos de largo plazo: algunas cohortes de investigadores, formados dentro y fuera de fronteras, que no verán en el país un lugar donde desarrollar su potencial. Dar señales claras a quienes ya tienen fundadas expectativas de acceder a esta posibilidad y fomentar que en los próximos años se continúe haciendo es, también, una necesidad para que la propia Udelar renueve sus cuadros docentes.

Esta Rendición de Cuentas no se limita a un problema de atender malos humores. Es un problema de emitir señales claras y consistentes. Son decisiones complejas, en contextos de enlentecimiento económico, que implican realizar efectivamente un proceso de priorización para que las instituciones educativas –la Udelar entre ellas– puedan avanzar en su desarrollo y transformación. Para que, en base a compromisos presupuestales largos, quienes asuman responsabilidades de conducción educativa rindan cuentas efectivamente a la sociedad de lo que hicieron y de lo que no hicieron, en base a los recursos invertidos en el funcionamiento de la educación pública.

Rodrigo Arim es economista y fue decano de la Facultad de Ciencias Económicas y de Administración.