Hace unos días salió por fin de la sombra la propuesta de enajenar un tramo de la rambla Sur –los padrones 6.177 y 7.751– a efectos de habilitar el proyecto de la empresa Buquebus, que incluye una nueva terminal portuaria, un hotel de lujo, un centro comercial y estacionamientos subterráneos. La iniciativa intentó colarse en la última Rendición de Cuentas y, frustrado el intento, en diciembre de 2017 fue aprobada de modo unánime por el Senado. Ahora tiene el aval de la Comisión de Transporte de la cámara baja –con el solo rechazo de un diputado colorado– y en setiembre será tratada –para su definitiva sanción– por el plenario de esta cámara.

Tras este periplo invisible o soterrado, el tema ha disparado el debate comunitario: a las voces inquietas de la academia se suman el reclamo coral de muchos montevideanos y el anuncio de algunos legisladores renuentes a levantar la mano. Así están las cosas. El aire destila tristeza y alarma. En especial, por la inaudita intención de privatizar un segmento de la faja costera, lo que marca el costado más irritante del asunto.

Pero el problema es complejo: lo que hay aquí es una trama enredada. Un paquete cerrado y lacrado que incluye –al menos– tres piezas encadenadas: la enajenación de la tierra, el programa previsto y su correlato edilicio. Parece oportuno, entonces, desatar este nudo y abordar cada uno de los hilos involucrados.

Propiedad: vender la tierra

El paso de los citados terrenos al dominio privado es el aspecto más álgido y cuestionable de la operación, dado que implica la pérdida del control estatal sobre ese enclave costero y sienta un nefasto precedente: la enajenación puntual excita y promueve futuras operaciones análogas, sella el principio del fin de ese espacio público –y de otros tantos bordes costeros–. No es un hecho aislado sino el primer paso de un proceso de privatización que ya puede ser vislumbrado.

Para peor, se trata de la rambla: el balcón de granito, el cielo infinito, esa hermosa cinta impulsada con empuje moderno hace casi 100 años. Un espacio integrador que se vuelve precioso en una ciudad cada vez más fracturada. Un bien patrimonial –así declarado en 1986– cuyo valor se funda en su calidad material y espacial pero también –y sobre todo– en su arraigo social como espacio de todos.

La propuesta traiciona todas estas premisas. Contraviene e ignora los planes y las directrices que la ciudad y el territorio se han dado. Cabe entonces preguntarse por sus fundamentos: una transgresión como esta debería invocar muy buenas razones, dado su carácter anómalo y sus graves efectos. ¿Por qué se descarta aquí el mecanismo de la concesión, previsto en estos casos? ¿Por qué se ignora la opción de otorgar la tierra en usufructo por un período acotado? Todo lo que hay es silencio. O el espurio argumento de que la venta es central en la ecuación económica del proyecto. Sin palabras.

Programa: el uso previsto

Impugnada la opción de la venta, puede admitirse la hipótesis del usufructo. Pero el debate no está terminado: aún debe discutirse si el programa previsto –terminal, hotel de lujo, centro comercial y estacionamientos– es adecuado para instalarse en ese contexto. Y surgen nuevas inquietudes, como el impacto socioambiental de los contenidos propuestos. José Enrique Rodó alude a las “ciudades con alma”. Aquí bien puede invocarse “el alma de la ciudad”, que nos interpela: ¿necesita Montevideo un hotel de lujo y un shopping center en ese enclave de la rambla? ¿Es eso lo que el punto admite o reclama? ¿Es esta la única –o la mejor– respuesta posible al presunto “deterioro” urbano?

En este marco la iniciativa revela su condición arbitraria: exhibe su marca de origen, el limitado reducto en que se fragua. Porque su oferta no surge del debate sobre los destinos urbanos sino de una urgencia específica: la del privado. No tiene sustento social, ambiental ni paisajístico. No tiene base disciplinar, proviene de otro lado. A la venta de la tierra se adhiere sin más el programa, y todo queda envuelto en un mismo velo opaco. Se impone así –casi sin aviso– un conglomerado que parece ajeno e insensible al talante inclusivo y sosegado de ese espacio, y que puede –entre otras cosas– ocasionar un proceso de recambio social indeseado.

Proyecto: el objeto edilicio

Pero hay más. El resultado visible de todo esto es la respuesta arquitectónica. Y aquí no hay mayores datos: apenas se sabe que el mentado proyecto incluye una pirámide de vidrio, entre otros portentos. De hecho, la torpe imagen que ha circulado en estos días da cuenta de esta invención maravillosa.

En este punto el asunto se vuelve ridículo. Dado que “la zona está deprimida” –según el dudoso diagnóstico esbozado–, se apuesta a inyectarle formas exóticas y deslumbrantes, destellos de algo que al parecer le falta. Y la delicadeza del paisaje se somete a una vejación mayúscula. Todo esto en nombre del progreso. O bajo el manido argumento asociado a la generación de trabajo: una razón demagógica y de corto vuelo que invoca urgencias actuales para hipotecar de modo irrevocable el futuro.

Salvar el alma

Parece claro que el camino debe hacerse en sentido inverso. La ciudad tiene algunos rumbos trazados: hay planes y ordenanzas que la regulan y amparan. No debe dibujarse a los golpes, de acuerdo a las exigencias ocasionales que se le impongan. En este caso, es imperioso atender la vocación de un lugar singular y discutir sus posibles destinos, para luego tomar decisiones acordes a ello. No se trata de aceptar a ciegas un paquete cerrado y oscuro, se trata de orientar la ciudad en función de acuerdos sensatos y colectivos. Montevideo tiene un alma, un cielo distintivo. No debe traicionarse ni ser traicionada. Debe transformarse como y cuando así lo defina. Debe ser fiel a sí misma.

Laura Alemán es arquitecta.