Memorias del calabozo (Mauricio Rosencof, 1987) es uno de los libros fundamentales sobre los que se construyó el costado más mitológico de la historia reciente. Los testimonios de José Mujica, Mauricio Rosencof y Eleuterio Fernández Huidobro, lejos de lo meramente descriptivo, tuvieron siempre una cuota de poesía que quedaba bien en el papel pero que, trasladada a material cinematográfico, corría el riesgo de no funcionar tanto. A este reto se enfrentó Álvaro Brechner y logró bordear esa poética sin perder el pulso en La noche de 12 años, una película de la que, sin embargo, resalta el costado más universal y existencial.

La noche de 12 años me provocó la sensación de tener que pensar todo el tiempo cómo la recibiría un uruguayo y cómo lo haría un extranjero, cuya identidad nacional no estaría tan marcada por la historia que se cuenta.

Hay una parte que tiene que ver con lo cultural y que es completamente normal; el hecho de que cada uno ve las cosas desde su construcción individual, cultural, social, colectiva. Pero en este caso queríamos llegar a ciertos arquetipos que funcionaran independientemente de eso. Cuanto más te alejás de las influencias ajenas, de toda esa carga, más podés ver las cosas por lo que son. La verdad es que hice esta película desde el estómago, y es posible que haya un filtro en el cerebro de todo lo que uno carga de años de experiencia y de acercamiento al dirigir, pero primó mucho la intuición. Me cuesta ponerme en el sitio de cómo lo vería alguien de acá o de allá.

Aun así, es difícil escapar al hecho de que la película está sostenida sobre uno de los grandes hitos narrativos de la izquierda.

Esa discusión gira en torno a etiquetar y definir a la gente por esencias, y en esta película no hay esencias, hay existencias. Es el eje de la filosofía existencialista: la existencia precede a la esencia. El ser humano es una cosa que está siendo constantemente etiquetada, hasta que se convierte en su esencia. Es una historia de gente que fue de la esencia, de vuelta a la existencia. Cuando vos tenés que sobrevivir a la carencia de estímulos que sufrieron Mujica [en la película, interpretado por Antonio de la Torre], Huidobro [a cargo de Alfonso Tort] y Rosencof [por Chino Darín], con esas limitaciones que de golpe van acotando todo lo que implica la condición humana, en una celda de unos pocos metros cuadrados en la que no podés ver el horizonte o saber si es de día o de noche, el hoy se confunde con el ayer, el sueño se confunde con estar despierto. Si uno va de la existencia a la esencia, y la esencia, todo aquello que nos convierte en personas, desaparece o se anula, no tenés capacidad de poner en orden; el tiempo comienza a volverse cíclico. Me cuesta escuchar que esta película es sobre la dictadura. Hay un marco, cierto, sobre unos años de este país en que hubo una dictadura, pero salvo el hecho de saber que los militares están en el poder, y verlos, la película maneja más bien un marco kafkiano para posibilitar un debate absolutamente existencial sobre tres tipos que, reducidos al mínimo, empujados a ese viaje a las tinieblas, son sometidos a sus límites hasta ver la cara de la Gorgona, el acantilado de las profundidades de la locura. Y cómo hacen para encontrar un sentido para mantenerse vivos. Es esa frase de Sartre, “cada hombre es lo que hace con lo que han hecho de él”. Es una frase esencial, para mí, porque toca el tema del determinismo y la libertad, y me parece que esta película habla sobre eso: cómo aun cuando te quitan todo tenés la capacidad de decidir cómo mantenés el espíritu. Y lo particular, creo, es que esta no es una película carcelaria. Si te fijás bien, toda película carcelaria tiene dos elementos: un intento de fuga y la creación de una microsociedad dentro de un universo. En esta película no hay nada de socialización, y ahí cambia todo.

¿Cómo fue la dinámica de encuentros con Mujica, Rosencof y Huidobro?

Fueron muy sociales, de charlas en sus casas, en sus despachos, que a veces eran de hora y media y a veces de cinco. Había un relato, de alguna forma, literal, de intentar narrar sucesos, pero también había cosas difíciles de incorporar a esa literalidad. Por ejemplo, Mujica cuenta pocas cosas de esos 12 años, que tienen que ver más con una capacidad filosófica, de cómo esos 12 años influyeron en su forma de pensar. Rosencof es un hombre de letras, tiene algo más narrativo. Mujica centraba su narración mucho más en el pensamiento. Y Huidobro tenía una capacidad poética brutal. Él me dijo una cosa que me dejó en shock: que a veces extrañaba el calabozo. Le pregunté cómo podía ser eso y me respondió: “Es que nunca tuve tanto tiempo para ser yo”. Y es que el hombre se descubre en soledad. Me di cuenta de que esta experiencia fue hasta reveladora para ellos. Con un trajinar dramático tremendo pero revelador, casi en el límite de la iluminación. Esas circunstancias a las que fueron lanzados los obligaron a sacar lo mejor de ellos de forma espiritual, interna, porque no tenían otra salida. Hay algo súper importante en esto: los tres siempre manifestaron absoluta libertad. Ellos me decían: “Esta película no es sobre nosotros, nosotros te vamos a contar lo que vivimos y vos hacé lo que te inspire”. Por supuesto, es un material muy sensible, uno siente ese testimonio y quiere llegar lo más profundo que pueda, para estar a la altura de ese testimonio tan extremo que te fue entregado. Pero nosotros nunca quisimos recrearlos a ellos. Es cierto que sobre Mujica había un montón de condicionantes, en tanto es una persona pública tan globalizada, pero este terreno también fue muy amplio.

Es interesante cómo De la Torre, sin parecerse tanto físicamente a Mujica, logra, con algunos detallecitos, ir convirtiéndose en él de forma paulatina. Y es apenas una Gestalt de tres o cuatro detalles en la forma de caminar, los hombros y la boca.

De la Torre es un actor de raza. Creo que es uno de los mejores actores de España, un personaje que ya es historia viva del cine europeo. Hizo un trabajo profundísimo. Yo siempre hacía hincapié en que todo el tiempo debemos hablar sobre nosotros. Con el “if” mágico, el “qué pasaría si”, pero nunca pensar cómo reaccionarían ellos. Lo que vehiculiza cada una de las escenas es qué le pasa a un individuo cuando no puede hablar con nadie y, de golpe, descubre que hay alguien que da un golpecito en la pared. Un golpe que va dirigido a él. Imaginate si estuvieras dos años en el espacio y de golpe descubrís que hay alguien del otro lado. Un pequeño anzuelo del cual agarrarse y empezar a aferrar tu condición humana.

El otro día, en una entrevista con Adrián Garza Biniez, decía que Alfonso Tort era un actor que merecía más protagónicos, y justo este año se destapó con dos películas: Las olas y esta.

Él había trabajado en un papel chico en Mal día para pescar (2009), y enseguida te das cuenta de que es un actor con el que te encantaría trabajar. A mí me encanta su forma de abordar el trabajo y su capacidad creativa, su instinto. Toda esta película toca lo humano; esa cosa de Pascal de “al hombre lo que le importa es el hombre”, y Alfonso es brutal para eso. Es un tipo que tiene la altura, el poder de actor en escena. Nosotros nos lanzamos todo el tiempo a este ensayo de los límites de la condición humana, y no había casi reglas. Por ejemplo, Antonio [De la Torre] cuenta en Venecia que en el guion había una frase que decía “Mujica empieza a escuchar voces”; una escena que no era ni un octavo de guion, porque era sólo una frase. Para esa mínima frase yo dije “acción” y corté a los 38 minutos. Era cámara en mano, todo improvisación, ir buscando con la cámara, cambiar los textos, las circunstancias, y que eso nos fuese llevando. A veces estábamos todos preparados y arrancaba yo de otra forma, a veces hasta participando en la escena. O, de golpe, los actores no tenían ni idea de qué iba a pasar. Por ejemplo, vos estás –imaginate– atado, vendado y sentado, listo para que te digan “acción”. Yo daba “acción” y le decía al soldado: “Llevátelo afuera, dale unas vueltas y te lo volvés a traer en un minuto y medio”. De golpe el actor comienza a sentir miedo, porque esa tontería te saca completamente de lo que tenías preparado. De golpe sucede algo distinto; sabés lo que tenés que hacer, pero es un terreno súper inesperado y ya no hay una regla que seguir: partís de una base completamente nueva. En eso Alfonso Tort fue magnífico, porque tiene esa capacidad de improvisar e integrarlo todo dentro de esa exploración sobre los límites de la condición humana.

Más allá de tu visión artística, ¿sentís que la película, por el tema y por su peso histórico, te deja en un lugar vulnerable?

Yo creo que no se le puede pedir a una película algo que un país no ha podido resolver. El cine no es un ajuste de cuentas de nada. Lo que nos puede proponer el cine es un viaje a partir de un punto de vista, y vivir una serie de eventos. Igual, hay cosas que uno experimenta y son reveladoras desde su perspectiva. Una película habla de muchísimos lados que son incontrolables. Una película dice 18 cosas distintas según quién la vea. Creo, sí, que el cine nos ayuda, en la medida en que por un rato podemos lograr que el concepto de la otredad no nos sea ajeno. Esto vale para cualquier película. Desde ese lugar el cine tiene que actuar. Te podría contar lo que me gustaría que pasara, pero no lo voy a decir porque creo que los espectadores, o la sociedad, son lo suficientemente maduros para enfrentarse a este material por sí mismos.

Hay algo que manejás en todas tus películas pero que en esta, por su tema, parece más inesperado: el uso de un humor que raya lo absurdo, por ejemplo, en los problemas burocráticos de los militares para habilitarle a Huidobro el uso del baño.

El humor es un mecanismo de defensa que utilizamos muchas veces. Reírnos de las situaciones nos hace perder el miedo, es una pequeña arma rebelde e intelectual. Por eso es que lo primero que hacen las dictaduras, o cualquier régimen absolutista, es atacar al humor. Yo creo que gran parte de eso tiene que ver con el conflicto humano entre la búsqueda de sentido y el silencio absoluto del mundo para darnos una respuesta. De ahí viene un poco el humor absurdo. Una vez nos juntamos con Mujica, Rosencof y Huidobro en la Torre Ejecutiva; estaban los tres allí, y en muchísimos momentos, entre las anécdotas, se mataban de la risa. Te contaban algo súper dramático, que desde afuera escuchabas con la tensión y la solemnidad que requiere un dolor tremendo, pero ellos podían reírse. Cuando les pregunté por eso me dijeron: “Mirá que si nosotros sobrevivimos es por nuestra capacidad de reírnos de nosotros mismos”.

¿Qué sentís que aprendiste desde Mr. Kaplan (2014) hasta esta película?

Para mí cada película tiene que agarrar vida propia. La clave es no estar pensando en uno mismo, tratar de evitar que el yo y el ego se manifiesten. A mí no me interesa eso de que con un plano se reconozca al autor. Yo no voy por planos, a mí lo que me importa es la película. Hay que evitar que se manifiesten tu ego y tu necesidad imperiosa de estar allí. Dejá que el barco llegue, hacete cargo. Tu personalidad se manifiesta de una forma sola si conseguís pensar cuál es la especificidad de esta película. Tiene algo único que es inevitable. Era algo que decía Onetti: “Busquen ser ustedes, no busquen ser originales”. No te pongas tan presente. Por eso, no te podría decir cuánto cambié. Lo que sí sé es que me ha dado un buen meneo, me ha sacudido de aquí para allá. Fue una película que exigió tanto tiempo de investigación, ocho meses de posproducción, encerrado en esas cloacas; hay un lado que se te va pegando.