Hace unos años, la poeta y traductora Teresa Amy (1950-2017) publicó un libro de ensayos que, salvo por contadas excepciones, pasó desapercibido. Ese volumen, Un huésped en casa (2013), que se autodefinía desde el subtítulo como “memorias de una traducción” y venía acompañado de una antología del poeta checo Jan Skácel, realizada por Amy y Alfredo Infanzón, a pesar de su casi invisibilidad, sigue siendo una de las publicaciones de más grata lectura de los últimos tiempos en nuestro país y, junto con La casa de polvo sumeria (2011), de Circe Maia, una de las reflexiones más conmovedoras sobre el trabajo del traductor, que para Amy parece ser un modo concentrado y finísimo de la lectura.

Por ese motivo, en esas “memorias” el encuentro de una antología en francés, el difícil aprendizaje de una lengua nueva y el viaje a la tierra del poeta pueden verse como un solo gesto que hace al camino del conocimiento algo así como una cacería: la persecución, guiada por el deseo, de lo otro. Lectura-viaje-traducción-escritura conformarían entonces una suerte de unidad que, en sus libros de poemas, se encuentra en el origen de las preocupaciones formales y las búsquedas expresivas. Por eso, su poesía, como la de tantos otros poetas-traductores, está atravesada de una manera evidente por esta tarea, a la que se dedicó desde el lugar más pleno de la creación, borrando por momentos los límites entre las obras “originales” y su pasaje de una lengua a otra (tanto es así que en su libro Cortejo mínimo, de 2005, se incluye una traducción de “Salón de la luna”, del macedonio Vlada Urošević).

El corazón disuelto de la selva, poemario póstumo editado en Buenos Aires, no es la excepción. Hay en él, como en Jade (por citar apenas uno de sus mejores libros, de 2011), una intensidad siempre controlada por el sabio manejo de los ritmos (en general marcados a través del uso de barras o cortes del verso aparentemente arbitrarios que les dan una cadencia particular, una música única) y una relación tensa entre el mundo que se describe y el poema, que termina por escapar de toda simplificación en torno al “referente” y da vida, con su uso hábil y delicado de las palabras, en un tono entre elevado e íntimo, a un espacio que sólo existe en el acto mismo de su enunciación.

En ese proceso de composición, al igual que Cuaderno de las islas (2003), este libro puede pensarse (de hecho en un primer momento se llamó Cuaderno del sudeste) como un diario de viaje, esta vez por Vietnam y Camboya y, en consecuencia, puede verse signado por la reflexión sobre la memoria y el concepto mismo de traslado, sobre la distancia, la historia y lo sagrado y, por eso, ahistórico.

“Tengo recuerdos extraños”

La selva asiática, que da el título definitivo (tomado de un verso del argentino Jorge Boccanera), se nos aparece por medio del cine y de la literatura cargada de sentidos que anteceden a la lectura de estos poemas, impregnada ya de las asociaciones que el lector puede o no hacer al leer los nombres de Angkor Thom, Hội An, Ta Prohm o Phnom Penh, que en seguida desprenden por sí solos una serie de conexiones sinuosas como las letras del alfabeto camboyano. Sin embargo, a pesar de esa primera impresión, lo que produce la lectura de Amy es que esas palabras, exóticas casi hasta lo mágico, enrarecen a las otras, en castellano, y al final hacen evidente lo que todo traductor sabe o intuye: que la lengua, aún la propia, es siempre extraña.

Si en ese sentido hay una vinculación sutil entre este libro y el magnífico Night Sky with Exit Wounds, del estadounidense de ascendencia vietnamita Ocean Vuong, desde lo temático se puede pensar la obra de Amy en relación con un área de la poesía de Diana Bellessi, también, por otra parte, traductora apasionada y viajera. En efecto, en su poema “Si así fuera” la argentina se detiene en una imagen recurrente, la del delta (en su caso refiere al del río Paraná), para escribir algo así como un arte poética, que se sirve de la idea del discurso como río, en el que el poema parece perderse. De manera similar, Amy se asienta en el terreno siempre inestable del delta, esta vez del río Mekong (“¿qué sería furia / atormentada el círculo / en el Delta / bajo el cielo mirando / cegando infinito / en la mañana como eco / como encanto de nuestros / ojos como luz hiriente / de una música solar que / no supe aceptar?”), y construye una poética desgarrada de amor y muerte, de soledad e introspección, en la que la concreta amenaza del tigre, el aromático consuelo de las flores, la luz y las sombras de Asia se revelan como imágenes poderosas, turbulentas, limitadas por la ruptura de esas islas que derivan la corriente a nuevas proliferaciones, aperturas de sentido, y van creando en su tránsito una suerte de mapa de uno mismo.

Para eso, Amy incorpora de manera cuidada y jamás burda (lo que hace difícil establecer equivalencias simples) elementos del entorno para crear ese paisaje interior y en el vaivén entre lo torrencial y lo medido es donde se juega lo mejor de su poesía. Así, sus pasajes más perfectos (que se encuentran sobre todo en los últimos cuatro poemas de la primera parte del libro) reservan cierto recodo hermético, es decir el centro mismo del yo lírico, que se resiste a ser apresado y persiste como lo innombrable o, para seguir la idea del principio, lo intraducible, y llama de esa forma la atención sobre sí mismo en tanto lenguaje y procedimiento. Consecuentemente, también en poemas como “Frente a las montañas de Siam” (que empieza con los hermosos versos “se fundía en lo oscuro / como una perla en vino tinto”) o “Ex voto en Banteay Srei” Amy parece escuchar hablar al entorno y, al final, la disolución del título no es otra que la de esa individualidad sufriente y huidiza, que termina por desvanecerse en el aire de Oriente o por aniquilarse en el agua caudalosa del poema.

El corazón disuelto de la selva, de Teresa Amy. Lisboa, Buenos Aires, 2018. 60 páginas.