La noción de imperialismo: vigencia y debates

El concepto de imperialismo es central para los principios, valores y definiciones de la izquierda. Movimientos y partidos de izquierda en distintas partes del mundo, entre ellos el Frente Amplio, se definen como “antiimperialistas”. ¿Cuál es la vigencia y pertinencia de esta definición? ¿Qué aspectos del concepto se mantienen y cuáles han cambiado en las últimas décadas? Esta será la discusión de Dínamo este mes.

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Para muchos teóricos sociales, es usual caracterizar a la teoría de la dependencia como la contracara periférica de la teoría del imperialismo que cultivaron Nikolái Bujarin, Lenin, Rosa Luxemburgo y León Trotsky –incluso es planteado así por uno de los principales referentes dependentistas, Theotônio dos Santos–. No obstante, esta lectura niega la proliferación de debates que tuvieron lugar en nuestro continente entre las décadas de 1960 y 1970, que no pueden inferirse leyendo la obra de los grandes revolucionarios y teóricos marxistas de principios del siglo XX. Sobre estas discusiones y sus repercusiones en la actualidad trata el presente artículo.

La teoría de la dependencia: entre la reforma y la revolución

Nacidos para cuestionar las ortodoxias, podríamos identificar dos grandes bloques dependentistas. En primer lugar, el bloque “reformista” surgió del corazón cepalino pero cuestionando su economicismo. Fernando Henrique Cardoso y Enzo Falletto se constituyeron en sus principales referentes. Su aporte más relevante consistió en destacar que ninguna región puede dominarse por “control remoto”. O sea, es necesaria la existencia de un grupo local, con capacidad de construir eficacia y consenso a la interna, y al que la dominación externa le es “funcional”. De esta forma, la dependencia, más que una “falta de desarrollo”, constituía un “modo de ser”. Su superación exigía la construcción de un nuevo “pacto dominante” que trascendiera el estilo “oligárquico” de desarrollo, en pos de uno que permitiera mayores grados de autonomía en la toma de decisiones.

El segundo bloque, catalogado como “radical”, veía casi como una condición necesaria la ruptura con el sistema capitalista global y la transición hacia el socialismo como la forma más eficaz de superar la dependencia. Sus autores más conocidos fueron Dos Santos, André Gunder Frank, Ruy Mauro Marini y Vânia Vambirra. En nuestro país, los dos textos más importantes asociados a esta corriente de pensamiento fueron El proceso económico del Uruguay, elaborado por el Instituto de Economía (Facultad de Ciencias Económicas y de Administración, Universidad de la República) –tal vez el texto más sofisticado que conoció la teoría marxista de la dependencia– y Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano.

Estos cuadros intelectuales estuvieron mayoritariamente vinculados a la “nueva izquierda” latinoamericana, y sus planteos chocaron con buena parte de la izquierda “ortodoxa” que, de alguna forma, creía en un avance hacia el socialismo “en etapas” (primero era necesaria una revolución democrático-burguesa, para posteriormente transitar hacia el socialismo).

Influenciados por los teóricos del “capital monopolista” (no sólo Lenin, también Paul Baran y Paul Sweezy), asumieron que, tanto en la esfera comercial como en la productiva y en la financiera, las relaciones económicas que se establecían con los países dominantes, más que insertarnos en el mundo, garantizaban “el desarrollo del subdesarrollo”, algo así como una mezcla entre “insuficiencias” y “deformaciones” respecto del “capitalismo puro”: el intercambio desigual, la transferencia de excedentes, la dependencia tecnológica, la subyugación militar e incluso los aspectos ideológicos y culturales fueron tratados y analizados por esta corriente. El problema de la dependencia era mucho más que un problema tecnológico-productivo.

De la corriente radical, mientras que Bambirra hizo el mejor análisis concreto de las diferencias entre las distintas regiones de América Latina, el autor con mayor desarrollo en cuanto a la formulación teórica fue Marini. Brasileño radicado en Chile primero y en México después, en su famoso texto La dialéctica de la dependencia elaboró un marco conceptual para comprender la dependencia latinoamericana utilizando las categorías marxistas de forma creativa. Desde el punto de vista histórico, su argumento central era que la inserción de América Latina en el mundo permitió abaratar los salarios de los obreros industriales (básicamente porque vendíamos alimentos más baratos), así como las materias primas (minería y, posteriormente, hidrocarburos), lo que facilitó el desarrollo industrial en los países centrales.

A esta característica estructural se agregaría un problema de carácter dinámico: el intercambio desigual. Salteando algunas precisiones técnicas, la idea del intercambio desigual quiere decir que la canasta de exportaciones de bienes latinoamericanos (commodities) disminuye respecto de la canasta de importaciones. Este mecanismo perpetúa y amplifica el “subdesarrollo” o lo que Marini llama “la reproducción ampliada de la dependencia”. El mecanismo opera de la siguiente manera: los países periféricos se especializan en pocos bienes, mientras que los países dominantes gozan de altos niveles de productividad en distintos tipos de mercancías. En el marco de la división internacional del trabajo, estos últimos tienen el “monopolio” de la producción industrial, lo que les permite eludir “la ley de valor” y cobrar más caros sus productos a los países dependientes, generando una transferencia de excedentes desde el sur al norte.

Esa transferencia requiere, según Marini, el desarrollo de mecanismos de compensación para viabilizar la acumulación de capital. Al no poder generar saltos tecnológicos que aumenten la capacidad productiva del trabajo, las formas de compensar esa pérdida radican en aumentar la explotación a la fuerza de trabajo. Como la intensificación de la jornada o su prolongación encuentran límites físicos claros, el mecanismo que opera como forma específica de los países dependientes es la “superexplotación de la fuerza de trabajo” (o sea, pagar el salario por debajo de su valor). Esto explicaría la fuerte desigualdad que caracteriza a nuestro continente, donde conviven “ricos europeos” con “pobres africanos”.

Más allá del fuerte impacto que tuvo entre los 60 y 70 en sus diversas variantes, la “primavera dependentista” duró poco. Gunder Frank ya no se reconocía como tal en 1972. Entre los “reformistas” vale recordar que Cardoso fue presidente durante la ola neoliberal en Brasil. Y el resto de sus referentes, si bien siguieron produciendo, perdieron paulatinamente su peso académico y político. Marini afirma que así como el golpe de Estado en Brasil de 1964 se sintetizó como el fracaso del desarrollismo, el golpe al gobierno de Unidad Popular en Chile en 1973 hizo lo propio con la teoría dependentista.

No obstante, es posible rastrear su incidencia más acá en el tiempo y más allá de América Latina. Recientemente, Daniel Olesker mencionaba los aportes de Samir Amin para el caso africano (aunque cabe reconocerles que tienen su propia tradición desde Frantz Fanon). A esto deberían agregarse los “estudios subalternos” en India, e incluso es posible rastrear desarrollos hasta en el sureste asiático: Elpidio Santa Romana y sus análisis sobre la dependencia surcoreana, que desarrolla fuerzas productivas a costa de excluir política y socialmente a la inmensa mayoría de la población, es un ejemplo entre tantos.

¿Y ahora quién podrá defendernos?

Si bien los enfoques críticos sobre la economía mundial no abundan en nuestra América Latina, hay razones más que suficientes para reinvindicarlos. La principal consiste en que el “desarrollo desigual” de la economía mundial, lejos de ser una problemática de los 60, tiene plena vigencia. Veamos dos ejemplos más que elocuentes.

En 2009, los investigadores Roberto Korzeniewicz y Timothy Moran se hicieron la siguiente pregunta: ¿cómo se ubicaría el Producto Interno Bruto de los perros de Estados Unidos si constituyeran una nación independiente? Usando los gastos asociados a la tenencia de perros de los hogares estadounidenses, una hipotética Dogolandia se ubicaría como un país de ingresos medios en el ordenamiento mundial, con un ingreso por canino superior a 40% del ingreso per cápita de la población mundial. Por si esto fuera poco, analizaron los gastos en salud de los perros de Dogolandia y encontraron que superan los gastos en salud del 80% de la población mundial.

Más recientemente, en el libro Global Inequality, Branko Milanović analiza la evolución de la desigualdad en el mundo y afirma que ha transitado un esquema “Marx-Fanon-Marx”. Esto es, hasta 1820, las desigualdades de clase explican las desigualdades entre los habitantes del mundo mejor que otras determinaciones. Este es el mundo tal y como lo explicó Marx, según Milanović.

No obstante, desde 1820 hasta nuestros días, son las desigualdades entre regiones las que explican en mayor medida la desigualdad mundial. Milanović encuentra que dos tercios de la desigualdad global se explican por “locación”, y el tercio restante por diferencias entre clases en cada lugar del mundo. Con datos recientes, muestra que tomando a un pobre congoleño como referencia (los más pobres del mundo), un pobre brasileño tiene un nivel de ingresos 900% superior, y un pobre sueco, 7.000% superior. Estas brechas superan, en términos generales, las distancias entre un pobre y un rico en esos países. Este es el mundo según Fanon, dirá Milanović.

De todas formas, a partir del despegue chino de los 70 y el posterior crecimiento de India, tuvo lugar un decrecimiento de la desigualdad entre regiones y un resurgimiento de la desigualdad entre clases tal y como la entendía Marx, vuelve a afirmar el autor.

Lo cierto es que su planteo, más bien empírico, nos deja abiertas las preguntas sobre los porqués. ¿Las asimetrías globales obedecen a la lógica imperialista que impulsa unas regiones subyugando a otras? ¿O es la mera territorialización desigual de cadenas globales de valor? ¿No será que es la “falta de capitalismo” en el mundo periférico la que explica dichas desigualdades? Hay ríos de tinta sobre explicaciones que se apoyan en alguna de las preguntas mencionadas, y en América Latina se están ensayando algunas desde el pensamiento crítico.

Por un lado, existe un conjunto de trabajos que analizan el extractivismo. Constituyen un cuadro variopinto de autores –en el que existen incluso planteos un tanto “místicos”, a mi entender– pero que en sus formulaciones más rigurosas encuentran que parte de nuestro “subdesarrollo” debe entenderse como un mecanismo de “intercambio desigual” en términos biofísicos. Esto es, nosotros exportamos mucho más agua, biodiversidad y recursos fosilizados no renovables que los que importamos. Allí opera una versión “nueva” del saqueo de siempre.

Por otro lado, hay un resurgimiento marxista que ancla sus explicaciones en el problema de la renta de la tierra (alimentos, minerales e hidrocarburos). Si bien los análisis sobre la “renta diferencial” en la dinámica capitalista en latinoamérica distan de ser novedosos (por ejemplo, Alberto Methol Ferré y Ernesto Laclau), existe una literatura reciente que, basada en la teoría de Marx, aporta evidencia empírica novedosa y permite calibrar con mayor rigor el poder explicativo de la renta de la tierra (agraria y minera) en la dinámica de los países latinoamericanos, cuyo autor más destacado es Juan Iñigo Carrera.

El argumento central de esta relectura marxista del proceso económico latinoamericano es que existe una suerte de “intercambio desigual al revés”. O sea, la tierra, por ser un bien no reproducible, permite por medio de la renta captar ingresos extraordinarios a América Latina y, gracias a estos, pueden subsistir capitales de poca escala y baja productividad en nuestro continente. Esta sería, a su vez, la causa explicativa de nuestra pobreza relativa y escaso dinamismo económico. Ni tan pobres para constituir “los talleres del mundo” ni capaces de liderar la innovación tecnológica, es la captación de excedentes vía renta de la tierra lo que nos condena a la vez que nos permite subsistir.

Si bien las conclusiones políticas de ambos enfoques son muy distintas (así como las formas organizativas que habitan), lo interesante es que, aunque sea en el margen y en resistencia, nuevamente empiezan a soplar vientos anticapitalistas en los estudios latinoamericanos. Fortalecerlos, criticarlos, superarlos y evitar errores del pasado deberá ser tarea colectiva o no será.

Pablo Messina es economista, integrante de Comuna.