“Se sienta en el borde, deja colgar las piernas y da un salto hacia una boca de la que nada se intuye, ni siquiera el final. Pronto toca fondo. El espacio es mínimo y apenas le permite, a tientas, acomodarse en cuatro patas. Lo hace; mira hacia adelante: hay un túnel cargado de un aire gomoso como un buche de petróleo. Mide dieciocho metros, es estrecho y termina en una cloaca, pero no le importa. La Negra desaparece con el hambre de una comadreja”. Y le siguen 37 mujeres más.

Eludiendo la apabullante nada del encierro, la madrugada del 30 de julio de 1971 se fugaron 38 presas políticas de la cárcel de Cabildo. Se llamó La Operación Estrella y se convirtió en la mayor fuga organizada de una cárcel de mujeres, aunque, con el paso del tiempo, el relato de esta historia fue eclipsado por otro escape: dos meses después, se fugaron 111 reclusos del penal de Punta Carretas. “De todos los pormenores que hacen a la huida, hay uno que me conmovió en especial”, dice la periodista argentina Josefina Licitra en 38 estrellas. La mayor fuga de una cárcel de mujeres de la historia (Seix Barral), y se refiere a los metros de hilos y bordados que usaron las presas para calcular dónde hacer el boquete. “Una banda de presas políticas vaciando la cárcel de Cabildo es, además de una gesta, una brutal provocación al gobierno de Jorge Pacheco Areco”, y si bien sobre la fuga de Punta Carretas se publicaron libros, artículos, entrevistas y documentales, “sobre La Estrella no habrá, en comparación, casi nada”. Esto se convirtió en uno de los disparadores de este sentido trabajo: en 2011 Licitra, que es editora de la revista Orsai y que, entre varios libros, publicó el logradísimo Los otros. Una historia del conurbano bonaerense (2011), hizo un perfil de José Mujica, y, en una charla con Lucía Topolansky, descubrió esta hazaña.

En 38 estrellas el lector atraviesa distintos estados de reflexión, empatía, furia y conmoción, a partir de escenas memorables y mínimas que estremecen, y una historia coral escrita con un admirable despliegue de talento y potencia narrativa, que rescata intimidades destinadas a extraviarse. Si para Borges “Nosotros estamos hechos, / en buena parte, de nuestra memoria” y “Esta memoria está hecha, / en buena parte, de olvido”, 38 estrellas apuesta a la revisión histórica y a las variantes que conforman la recuperación de la memoria, en una inagotable búsqueda de sentido que explora las medidas del tiempo, los cuerpos violentados, la transformación de la historia. Y, a la vez, explora sucesos centrales de la década: los cañeros y su trabajo esclavo, la consolidación del Movimiento de Liberación Nacional, los patrones de la militancia urbana y rural, el conflicto entre el modelo chino y soviético, los operativos, los embarazos perdidos, la sexualidad y los tabúes de la época. Para Yessi Macchi, se trató de que ellos “eran los rehenes y nosotras las de la rotación, las de la ronda, bailando unos boleros...”.

“Tupamaros fue una cantera importante de épica y hazaña, sobre todo frente a otros movimientos latinoamericanos de izquierda que fueron más sangrientos”, plantea Licitra, que estuvo de paso por Montevideo para presentar el libro. En este caso, dice, “más allá de que hubo episodios cuestionables sobre los que hay una mirada autocrítica –al menos por parte de las entrevistadas–, fue un movimiento con una ética bastante limpia y fácil de acompañar, al menos por mí”.

¿Cómo viviste el proceso desde que viniste a entrevistar a Mujica y la edición del libro?

Hubo un cambio. Cuando vine a entrevistar a Mujica y escribí ese perfil tenía una mirada bastante más idealizada de lo que fue la gesta tupamara. Sigo estando de acuerdo con muchísimas de las causas que abrazaban, creo que eran nobles, y si uno se pone en situación de época, era lógico que un movimiento de izquierda las asumiera. Hubo episodios que no puedo acompañar, y si bien no los señalo moralmente, no puedo no mencionarlos. Ese fue el cambio personal que viví entre el perfil de Pepe y este libro, que tiene que ver con poner en escena episodios cuestionables que antes no estaban. Las estrellas tampoco son unas superchicas, sino presas políticas que se fugaron.

¿Te planteó otros desafíos el hecho de que fuera una historia que se apartaba del mito, del relato oficial?

Ahora, con las devoluciones de lectura, lo vas viendo. Una de las fugadas lo leyó y se sorprendió de que María Elia [hermana de Lucía Topolansky] tuviera tanta importancia dentro del texto cuando fue una disidente dentro del movimiento. Aún hoy no hay una gran tolerancia a las voces disidentes. Y eso no fue una crítica, pero fue un reparo sobre el espacio que le di a María Elia, alguien con un posicionamiento político interesantísimo y una mirada muy abierta. En el libro me servía para articular la tensión de la fuga porque es una mujer que se abre del MLN, estando en la cárcel se entera de que hay una fuga, y les dice que quiere ser parte. Era la que la tenía más clara que todas ahí adentro [se había encargado de mapear las cloacas de la cuidad], pero ya no era parte del MLN, y quería ser tenida en cuenta al momento de fugarse. Narrativamente era fuerte, y no porque se tratara de la hermana de Lucía Topolanski. Y sí, este no fue un relato oficial: de hecho, esta fue la primera vez que muchas contaron –frente a un extraño- la historia de esta fuga. Y no tengo la sensación de que la hayan contado muchas veces. El relato era muy fresco y muy imperfecto, y para mí esa imperfección era un capital a favor, porque es una señal de no impostación. Creo que el libro tiene algo de eso.

¿Te esperabas la autocrítica de las protagonistas?

No. Me sorprendió, me conmovió, me pareció una señal de honestidad importante. Y eso es algo que uno agradece. Sobre todo cuando lo comparo con el caso argentino, en el que no es nada fácil encontrar una mirada autocrítica.

Cuando leía el libro pensaba en La guerra no tiene rostro de mujer (Svetlana Alexievich, 1985), en el que el relato de las mujeres, y su recuerdo de la guerra, se distanciaba de la memoria heroica de los hombres.

Eso lo vi cuando hice el perfil de Pepe; salvo Lucía, los que hablaban eran todos hombres. Y era una mirada muy masculina, en el sentido de “mirá lo que hicimos...”, con una mirada heroica muy banana. El modo de relatar el pasado de las mujeres fue muy distinto. Por otro lado, y esto lo dice [Marcelo] Estefanell en el libro: un compañero habla y te cuenta todo, en cambio, a las mujeres hay que preguntarles, ir escarbando. Y a mí me gusta más que sea así, porque eso que sale puede llegar a ser más genuino.

Todo eso estuvo acompañado de lo que en la época se asociaba al género: hay una gran tensión entre el núcleo duro de la izquierda y la condición de mujer, guerrillera y militante.

Sí, totalmente. Había talleres –o sindicatos, como le llamaban– de autosustento, en los que hacían artesanías para que la familia vendiera, y por eso había material de costura, de tejido, de repujado; fue el material del que se valieron para tomar las medidas y ver dónde hacer el boquete. Esto tiene un peso poético que me gustó mucho, porque se resignificaron los elementos que hacían a la mujer de esos tiempos. Era una época en la que a la mujer se le asignaba un rol doméstico y la izquierda supuestamente no lo hacía, porque las incorporaba a las bases, pero siempre dentro de los signos de su época: cuando ves las actas tupamaras y el capítulo del rol de la mujer –aluciné cuando lo leí–, el concepto que manejan parece un texto de la revista Para ti, porque las frases eran algo así: “Una compañera tiene que cumplir con su rol, que es hacer una rica cena para los compañeros”, “sirven de cobertura porque nadie sospecha de una mujer”. Uno creía que estaban a la vanguardia de todo y eran frutos culturales propios de la época en que vivían.

¿Desde el principio lo pensaste como un relato policial?

Sí, lo que tenía que ver era cómo hacía, porque todos saben que la fuga se hizo y que fue exitosa, y no se puede mantener una tensión policial en torno a un hecho que ya sabés cómo termina. Y me preocupaba bastante eso. Pero una vez que sabés quiénes son las que se fugan, llegás al relato final con una sensación de inminencia y vértigo, similar a la que podrías tener si no supieras cómo termina. Porque al principio son unas desconocidas que se van, y al final, las fugadas son mujeres de las que sabés muchas cosas y por eso se da una empatía muy fuerte: sabes con qué tipo de subjetividades cargan. Esto genera que el final conmueva.

“Si se cae en las categorías del tiempo llega el miedo”, se dice en un momento, y uno se pregunta qué sucede con la noción del tiempo y la realidad en la clandestinidad o el encierro. Esto es algo que atraviesa el libro.

Sí. Creo que estaban en una burbuja de tiempo de la que recién fueron conscientes cuando se estaban yendo. Eso es algo que plantea María Elia cuando habla de la maternidad, porque muchas pasaron el mejor momento de su vida fértil entre rejas, y tener un hijo después era, por lo menos, más complicado. Ella dice que recién en los pasos previos a salir en libertad pensó en qué hacer con ella. Es como si ahí volvieran a ser atravesadas por la categorías convencionales del tiempo. Creo que dentro de la cárcel vivían una prototemporalidad muy extraña, y claramente hay una suspensión del tiempo tal como lo conocemos.

38 estrellas tiene una musicalidad y una cadencia muy precisa, y creo que, con el paso de los años, eso también se ha vuelto una marca personal de tus escritos.

Creo que el estilo personal surge después de escribir –durante años– como los autores que admirás, y de los que se te adhiere una cadencia. Con el paso del tiempo, y la depuración, esos plagios voluntarios e involuntarios derivan en una voz propia. Pero también es el resultado del cine que uno ve, de los consumos culturales. Hay una fotógrafa argentina que se llama Adriana Lestido y que es increíble. Y ella dice que la escritura es un trabajo de limpieza. Para ella la página en blanco no existe, porque dice que, en verdad, está llena de cosas, y por eso escribir es limpiar y dejar la esencia. Eso me encantó. También me interesó el proceso que sigue Picasso para dibujar un toro, en el que ves cómo hace para llegar a uno de siete líneas –su clásico dibujo minimalista–: te muestra que el primero casi se parece a una fotografía, pero a los demás les va limpiando trazos hasta dar con la esencia, con el mínimo exponente. Y aunque sean siete líneas te sugiere un toro y no otra cosa. Yo pienso en esto cuando escribo, e intento que, al leer, no se vea a alguien en situación de escritura. Esto es muy deliberado.

En Los otros se dice que “la periferia rara vez ha tenido quien la nombre”. ¿Dirías que la intención de este libro también fue nombrarla?

Sí, sin duda. Creo que el universo femenino en el MLN era periférico, y esta también es una historia que quedó bastante al margen. Traté, por lo menos en el libro, de ubicarla en un lugar central. Los otros también era una historia marginal, aunque en términos socioeconómicos y culturales. Este es un margen dentro de un movimiento que tiene el discurso propio de un movimiento central. La épica de tupamaros está consolidada y galvanizada, y no critico esa centralidad, pero quise contar mi versión de esto que convive al margen, siempre respetando lo que se tiene para decir, y sin dejarme tomar por la historia oficial.