No es cielo ni es azul | José Arenas

Cuando era niño estudié, durante varios años, dibujo y pintura, y debo decir que, según mis profesores y los adultos del grupo, yo era muy bueno. Esto, en realidad, es un mito, ya que no conservo absolutamente nada de lo producido, salvo las charlas que se daban en el taller. Lo que sí recuerdo fue el día en que el profesor nos presentó una serie de cuadros que me hicieron volar la cabeza, bajo el mote de “arte abstracto”; entonces mi forma de ver lo que dibujaba cambió absolutamente. ¿Para qué hacer un retrato de mi abuela si allí estaba mi abuela sentada en el patio de su casa? Empecé entonces a chapucear en lo que consideraba mi propia producción de arte abstracto: formas irreales, humanos de colores, cielos violetas, juegos geométricos, formas inverosímiles del retrato; esas cosas que me permitían los límites que tenía mi técnica a los 12 años.

Una cosa que sí recuerdo claramente sobre mi naíf metida de cuchara en el arte plástico era la siguiente fórmula: yo hacía una copia a lápiz de una foto –podía ser de una persona o de un paisaje– y los comentarios eran siempre elogiosos: “es igualito”, “qué habilidad”, “qué lindo está quedando”, etcétera. Ahora bien, cuando me proponía incursionar en alguna abstracción o en alguna mezcla experimental, lo que recibía era: “¿qué es eso?”, “no se entiende”, “¿qué quisiste hacer?”, “¿qué significa?”. Entonces, de alguna manera, pensaba que aquellos que observaban lo que pintaba estaban mucho más cómodos con “lo real”, con la imitación. Reconocerse en el referente real del arte sin tener que poner de sí mismos les daba seguridad. “No entender” qué pasa en esa pintura es moverme las inseguridades: ¿eso es feo?, ¿es lindo?, ¿no lo entiendo porque soy burro o burra?, ¿hay algo que entender?, ¿de qué me estoy perdiendo? El espectador promedio, utilizando una categoría que seguramente sea injusta, no quiere quedarse por fuera del fenómeno, pero al mismo tiempo da la impresión de no querer poner nada de sí para que el hecho artístico suceda.

Algo similar parece estar pasando con la literatura. Desde 2011 tengo, por aquí y por allá, algunos talleres literarios, y siempre me encontré, más allá de las edades y, en general, entre un público de talleristas con cierto bagaje e interés cultural, algo parecido a lo que me había sucedido antes con la pintura. Cuando se presenta un texto que tiende al realismo (más allá de sus variantes), todos contentos. Pero cuando eso no ocurre aparecen ciertas disconformidades que a veces llevan horas de discusión. Siempre lo tomé como una falla personal que no había podido superar. Sin embargo, hace unos meses, en un almuerzo organizado por la gente del FILBA (Festival Internacional de Literatura de Buenos Aires), me encontré charlando con un escritor que tiene mucho más conocimiento de literatura y de talleres que yo y, de la nada, me manifestó exactamente la misma inquietud: ante un autor clásico, realista, ante la crónica, ante las escrituras del yo, ante la autoficción hay una aceptación general. Sin embargo –coincidíamos– ante textos de Felipe Polleri, Mariana Enríquez, Mario Levrero aparece la incomodidad. Parece que la gente esperara de la literatura (y quizá del arte) algo que el arte está muy lejos de verse obligado a dar: confort.

¿Por qué el auge de esas novelitas de realismo plano? ¿Por qué tanta autoficción? ¿Por qué una historia corriente, sin vericuetos lingüísticos, tiene tanto éxito? ¿Por qué la novela histórica? ¿Por qué el testimonio?

Está claro que hay un montón de teorías que podrían cruzarse, pero son dignas de una investigación bastante más extensa y compleja que este artículo en el que, en realidad, me propongo preguntarme, más que contestar. De todos modos, hay un aspecto que siempre me llamó la atención. ¿Por qué habría yo de buscar tanto la “identificación” en una obra literaria? En un pasado no demasiado lejano la literatura era habitada por seres nobles, míticos, fantásticos, que proponían la idea de un mundo –vamos a decirlo así– más copado que este. Sin embargo, hoy el auge de lo literario parece estar en obras que nos muestran que el mundo es el mismo para todos. Creo que hay dos elementos claves, propios de la era en la que vivimos: la soledad y el patetismo. Y juro que uso ambos términos sin la menor carga peyorativa.

El ser del siglo XXI, con todas las complejidades que trae la comunicación en los últimos años, está rodeado de soledades, además de solo. El “sujeto editado” que aparece en las redes no es más que una creación de sí mismo para evitar la soledad y el fracaso. De ahí a las historias que proponen libros con protagonistas caídos en desgracia como best sellers hay un paso: necesito que me cuenten que alguien está tan solo como yo. Y estas desgracias ni siquiera serán trascendentes; serán desgracias domésticas, banales: tengo un trabajo de mierda, la chica no me da bola, nadie me escribe, gano un sueldo pedorro.

Zygmunt Bauman dijo (o se olvidó de decir, como diría Alejandro Dolina) que el patetismo –aunque él no lo llamaba así– también requería admiradores para soliviantar el ego caído de estos seres líquidos. Así, entonces, el programa de Marcelo Tinelli tiene gran audiencia entre gente que lo mira para ver que no solamente su hija es una tarada, entre hombres que ven a bailarines hiperdotados ser engañados por sus esposas, y a personajes que al mostrar sus miserias permiten al espectador descansar un poco al saber que, al menos, tiene una vida “cómoda”.

Así, entonces, la literatura tiene que satisfacer unas cuantas exigencias y matar varios pájaros de un tiro: el del tiempo, el de la soledad. Se le exige un valor terapéutico, se le reclama entretenimiento a secas, sin un más allá. Se vuelve un espejo al que se le permiten levísimas distorsiones.

Encuentro extraño eso de querer que la literatura nos cuente que el cielo es celeste, cuando para saber eso no hace falta más que asomarse a la ventana.

Otras voces, otros ámbitos | Soledad Platero

En cuanto José Arenas nos hizo llegar el texto que está arriba se nos ocurrió extender la inquietud a otros talleristas. Queríamos saber cómo veían ellos esta inclinación que Arenas observa entre los aspirantes a escritores (y aun entre los lectores). Saber si coincidían en la desconsolada percepción de que los que empiezan a escribir prefieren lo confortable, lo tranquilizador, antes que lo inquietante o lo complejo. Y las respuestas, en su mayoría, fueron negativas ante la pregunta lanzada así, directamente y sin mayores explicaciones. Sin embargo, el asunto no es tan monolítico. Apenas la conversación avanza, aparecen las peculiaridades y los matices. Se aclara que hay mucha diversidad y que los intereses de los que hacen el taller tienen mucho que ver con la propuesta del que los conduce.

Roberto Appratto, que tiene taller desde hace muchos años, dice que los talleristas “se nutren de lo que yo les muestro, y como lo que yo les muestro no es plano, entonces les interesan otras cosas, más complicadas, más reflexivas”. Muchos, aclara, quieren hacer poesía. Pero entre los que se inclinan por la narrativa aparece la inquietud por “meter desviaciones de la línea principal, reflexiones del protagonista, cambiar la persona, cambiar el tiempo; cantidad de experimentaciones que no siempre les salen bien”, pero que hablan de la preocupación por no caer en textos planos o previsibles. “Prefieren ficciones imaginativas, y más tendiendo a lo poético dentro de la narrativa”. En cuanto al pozo surgente, Appratto admite que “se apoyan en la experiencia personal”, pero destaca que “a partir de ahí, empiezan a volar”.

Al taller Adastra, comandado por Carlos María Domínguez y Rosario Peyrou, asiste “gente muy diversa, tanto en edades como en intereses”. En un rápido repaso de lo que han publicado autores que pasaron por el taller, Peyrou observa que “Martín Lasalt y Pedro Giudice, por ejemplo, no se parecen nada entre ellos”. El secreto, dice, es no tratar de ejercer una influencia estética, sino ayudar a que “cada uno lleve adelante su propio proyecto de la mejor manera”. Hay quienes hacen cosas muy realistas, pero también hay algunos que buscan hacer cosas más próximas al registro fantástico. En cuanto a la relación entre la edad y las preferencias de tema o estructura narrativa, Peyrou admite que “en general, la gente más joven es más experimentadora y más abierta a cosas distintas”. Los mayores, por su parte, muchas veces buscan sobre todo “una devolución sobre cosas que están haciendo hace tiempo”. De todos modos, insiste en que no puede decir que haya una tendencia: “Hay diferencias de estéticas, pero son personales”, explica. Y sí, entre las personas mayores hay más inclinación a escribir la propia historia, “pero entre la gente más joven hay de todo un poco”. Peyrou celebra como un avance el aumento tanto de talleres como de aspirantes a talleristas. “Durante mucho tiempo se vio con gran naturalidad que un pintor asistiera a un taller, pero había un prejuicio con los talleres literarios”. Es una práctica que era completamente normal en Estados Unidos, por ejemplo (“Carver iba a un taller”, observa), pero acá no estaba bien visto hasta hace relativamente poco. Y de eso, tal vez, uno de los responsables haya sido Mario Levrero. “Creo que debe haber ayudado, porque su taller fue de los más exitosos”, dice Peyrou. “Y supongo que en un taller como el de Levrero la gente que iba era afín a lo que Levrero hacía”, completa.

Gabriela Onetto, que tuvo a Levrero como maestro primero y como amigo después, y que incluso fue su socia en los talleres virtuales durante los últimos años de vida del escritor, dice que quienes se acercan hoy a su propuesta suelen llegar porque conocen ese vínculo y porque encontraron en la escritura de Levrero “algo que no habían encontrado en otra parte”. Y claro, “el llamado de Levrero nunca es desde el confort: el tipo ya les está adelantando que les pateará el tablero, les hará cuestionar sus vínculos, su trabajo, su sentido existencial, no porque sea un kamikaze del crecimiento personal ajeno sino porque es nítido, transparente y honesto en cuanto a los procesos propios”. En suma, quien se acerca por esa vía a su taller “ya sabe que lo último que recibirá es comodidad o líneas para sonar culto en una charla social sobre literatura”. Pero además, el trabajo que Onetto hace con sus oficiantes incluye “trabajo con sueños, mitos y leyendas, indagación autobiográfica, experiencias en vivo con los sentidos de la percepción, cruce de artes y puntuales prácticas analógicas de escritura (cartas por correo postal, diarios manuscritos, etcétera)”, lo que supone, a la larga o a la corta, alguna conmoción, un tembladeral que el iniciado aceptará atravesar o se retirará. “Lejos de buscar las comodidades conocidas de su identidad social o de la estantería que nada ni nadie sacude, los que se acercan aquí saben que algo les está faltando, y a veces han encontrado en la lectura ese chispazo, y muchos otros lo han sentido al escribir, pero cuesta mantener la fe y el rumbo en una actividad tan solitaria (no sólo en el hacer, sino en los lugares internos a los que se puede llegar). Son escritores ‘por’ y no ‘para’, como decía Levrero”.

Así y todo, Onetto dice reconocer “esa exigencia del común de la gente sobre la literatura y el arte en cuanto a dar confort” o, más precisamente, “a dar entretenimiento, lo que sería una forma específica del confort”. Lo atribuye a la aspiración de las industrias culturales de vender cada vez más. “Ya hasta el cine requiere un esfuerzo comparado con los 40 minutos de un capítulo de serie, y siempre será mejor bienvenida para leer en una hamaca una historia con estereotipos maniqueos y final esperanzador que un texto que requiera incluso formación previa”. Sin embargo, rescata, “hay fenómenos inesperados en el ‘público en general’, como el éxito de Roma, de Alfonso Cuarón, o de La novela luminosa, de Levrero, ambos en países distantes de su lugar de creación y escenario. Creo que hay gente que busca, que quiere otra cosa; algunos todavía no lo saben, pero cuando lo encuentran reaccionan”.

Por último, Fabián Severo dice que sus talleristas, en general, son muy buenos lectores. “Los veo con libros de Cortázar, Borges, Pessoa, Lispector, Circe... Y en el taller leemos ficción”. En su caso, la tendencia observada por Arenas no se verifica. “La literatura es el arte de la palabra”, así que en el taller buscan leer a escritores que trabajen el lenguaje.

“A veces, alguno puede parecer complejo, pero leído entre todos pierde la complejidad, o la aparente complejidad, y aparece lo poético. La Poesía es la patria de la literatura”, concluye.

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