Algunos políticos, militares e intelectuales de América Latina han enfatizado frecuentemente en la ausencia de desafíos estratégicos para los países de su región, ausencia que, sin embargo, esconde una ventaja geopolítica para el desarrollo de dichos países y los pone a cubierto de las grandes crisis internacionales. Muchos consideran que la Crisis de los Misiles en Cuba, en 1962, fue el único caso de relevancia mundial en materia de política de seguridad en la región. Hasta qué punto esta cómoda posición se debe a la hegemonía de Estados Unidos y su coraza de seguridad sobre el hemisferio occidental es uno de los temas más discutidos de las relaciones internacionales en América Latina. Sin embargo, dados los cambios de poder provocados por el proceso de globalización, la política y la ciencia en la región, ahora se está poniendo seriamente en duda que esta postura estratégica continúe. Se trata, por cierto, no sólo de la ostensible pérdida de hegemonía de Estados Unidos en América Latina, sino también del debate mundial sobre cómo podría o debería ser un orden internacional posliberal y cuáles serían los costos.

Aunque a América Latina le gusta verse a sí misma como una entidad regional, sólo los vínculos históricos y culturales son verdaderamente influyentes: las prioridades económicas y políticas suelen cambiar rápidamente al cambiar los presidentes. Por lo tanto, América Latina no es un actor político en el sistema internacional. Esto afecta también la capacidad de cooperar y tejer alianzas de la mayoría de los estados, tal como lo demuestran los poco exitosos procesos de integración en la región. La mayoría de los gobiernos reaccionan ante los cambios extrarregionales, y hasta ahora no han logrado, en relación con la soberanía que tanto valoran, crear una asociación de países por la seguridad, o siquiera desarrollar una estrategia de seguridad común. La cooperación en materia de seguridad requiere un nivel relativamente alto de confianza que rara vez se encuentra entre los estados de la región. Cada gobierno insiste en su autonomía, especialmente en todas las cuestiones de política de seguridad. En América Latina, rara vez se usa la violencia contra un “enemigo” externo, sino casi siempre contra uno interno. Sólo de esa manera puede explicarse la cantidad de víctimas, similar a la de una guerra civil, que sufre la región año tras año. A América Latina le corresponde 32% de la tasa mundial de homicidios, a pesar de que la región posee apenas 8% de la población mundial.

La imagen del enemigo interno está sujeta a cambios muy frecuentes. Durante la Guerra Fría, quienes recibieron esa denominación fueron principalmente los comunistas o los grupos guerrilleros, luego fue el turno de los narcotraficantes o los terroristas. Hoy en día, el enemigo interno es, sobre todo, el creciente crimen organizado, pero a menudo lo son también los activistas de protestas sociales.

Por lo tanto, el concepto de seguridad en América Latina es casi exclusivamente interno. Incluso cuando se habla de defensa se suele aludir sólo a la defensa del gobierno respectivo. La estabilidad sistémica es una prioridad fundamental tanto en los gobiernos democráticos de la región como en los autoritarios, y moldea los conceptos de seguridad política y militar en cada uno de los países.

Con la ampliación del concepto de seguridad tras el final de la Guerra Fría, los políticos y los líderes militares enfrentan el desafío constante de mejorar la seguridad pública. La racionalización del Estado y la creciente presencia de actores no estatales de relevancia para la seguridad han agravado esta problemática. Desde que en 2003 la mismísima Organización de los Estados Americanos reconoció el carácter multidimensional de la seguridad, las más variadas implicancias violentas del tráfico de drogas, armas y personas, la problemática de la migración y los refugiados, así como los delitos ambientales (extracción ilegal de recursos naturales y deforestaciones), han pasado a ser los problemas de seguridad cruciales de la región. En los últimos años han sido la verdadera razón del lamentable colapso de la seguridad pública en la mayoría de los países, con las correspondientes repercusiones graves en la estabilidad económica y política. Esto ha suscitado intentos de reforma muy diferentes, pero sin éxito hasta ahora en la mayoría de los casos, que apuntaron a encomendar a los militares también tareas de seguridad pública. Pero como estos no fueron preparados para tales tareas ni en lo que tiene que ver con capacitación ni en lo referente a equipamiento, su injerencia ha provocado no sólo una escalada general de la violencia, sino también una represión generalizada, violaciones de los derechos humanos y un número cada vez mayor de víctimas, especialmente en México y Brasil.

Las tareas de los militares

Los militares realizan cuatro tareas muy diferentes en la región: la tarea tradicional, en la defensa de la soberanía territorial; las tareas de desarrollo, en casos de catástrofes y operaciones de infraestructura; las tareas globales, cuando participan en las misiones internacionales de la Organización de las Naciones Unidas para el sostenimiento de la paz; y las tareas de “política interna”, en el mantenimiento de la seguridad pública. Sin embargo, dado que los desafíos que plantea la seguridad en América Latina están precisamente dentro de la esfera de la seguridad pública y Estados Unidos ha promovido desde principios de siglo el papel de los militares latinoamericanos como “combatientes contra el crimen”, no se puede descartar que al menos algunos países de la región adapten sus conceptos a las necesidades actuales.

De todos modos, Estados Unidos ya ha comenzado a brindar la correspondiente ayuda en capacitación y equipamiento. Es así que las bases militares planeadas por Washington en la costa norte de Brasil y en Tierra del Fuego se clasifican ahora como estaciones de observación y capacitación. Brasil ha realizado las primeras maniobras conjuntas con Estados Unidos en la región del Amazonas, considerada un área militar restringida durante décadas. Esto ya es casi una rutina en Chile y Argentina.

Sin embargo, los problemas de las reformas del sector de la seguridad iniciadas en diferentes países radican en los desafíos regionales para la política de seguridad. Enfocarse en los riesgos para la seguridad interna, en particular, reduce la mirada a los escenarios de amenazas regionales y transnacionales. Hace años que Venezuela ocupa aquí el primer lugar como “Estado fallido” sin que se haya llegado a un consenso regional sobre sanciones diplomáticas o incluso económicas. Esto también puede deberse a la resiliencia del gobierno de Nicolás Maduro, que ha logrado en varias ocasiones una internacionalización de sus conflictos de vecindad inusual para la región, mediante el apoyo de potencias extrarregionales como China, Rusia, Irán e incluso Turquía.

Pero con los dramáticos cambios en Brasil bajo la presidencia de Jair Bolsonaro, a quien puede clasificarse como más bien militarista, la disposición regional puede cambiar. En cualquier caso, este “Trump tropical” aspira a lograr una alianza amplia con Estados Unidos en la mayor cantidad de niveles posible. Si lo logra, es probable que la posición estratégica de América Latina cambie significativamente, con graves consecuencias geopolíticas en la región y también en el contexto global. Bolsonaro ya ha declarado que Brasil no quiere ser “absorbido” por China, y el presidente argentino Mauricio Macri canceló las centrales nucleares planeadas con China y Rusia. Sin embargo, en qué medida Estados Unidos logrará reducir la fuerte influencia económica y financiera china en la región es algo que dependerá más del desarrollo de las complejas relaciones bilaterales de las dos superpotencias que de las decisiones sobre comercio e inversión de los distintos países latinoamericanos.

Acostumbrarse al nuevo estilo político de Estados Unidos no es difícil para muchos latinoamericanos, porque conocen de sobra a los “caudillos”. Estas experiencias históricas han moldeado la cultura política y han contribuido también a la destacada importancia de los militares en la política interna. Su influencia se puede ver más claramente en el carácter de la relación entre civiles y militares que en las partidas presupuestarias, que son más un reflejo de la reducción de la capacidad militar y, sobre todo, del bajo desarrollo tecnológico de las Fuerzas Armadas. Además, existen considerables diferencias regionales en el nivel de capacitación y disponibilidad operacional. Únicamente Chile y Colombia, junto con Brasil, tienen Fuerzas Armadas modernas y bien equipadas.

Hasta ahora, la participación de los militares latinoamericanos en el mantenimiento de la paz regional se ha reducido a Haití. La disposición para actuar en cuestiones de seguridad a escala global pero no regional exhibe simultáneamente las fortalezas y las flaquezas de la política de seguridad latinoamericana. Las fortalezas pueden interpretarse como un respeto a una cultura política ampliamente compartida en el manejo de los peligros para la seguridad de estados relativamente frágiles. Las flaquezas quedan expuestas en el hecho de que siempre hay otras potencias que determinan –al menos por un tiempo– la agenda política de la región en materia de seguridad. La cooperación regional en el campo de la seguridad parece inalcanzable debido a la falta de confianza en el propio vecindario.

Wolf Grabendorff es politólogo alemán, consultor en relaciones internacionales y seguridad en América Latina. Esta columna fue publicada en la revista Nueva Sociedad, con traducción de Carlos Díaz Rocca.