Leonardo Haberkorn aborda en este libro una zona de la historia uruguaya reciente que ha sido poco frecuentada, pese a su importancia para comprender aspectos claves de la salida de la última dictadura. Desde la segunda mitad de los años 70 del siglo XX, un creciente número de jóvenes participó, de muchos modos y con gran potencia, en novedosas actividades sociales, culturales y políticas de resistencia y construcción democrática, que determinaron cambios sustanciales para el conjunto de la sociedad. Sin embargo, el protagonismo de los nuevos actores se desvaneció en las últimas y decisivas etapas de la negociación con los militares y aquellos jóvenes tuvieron escasa o nula presencia en los elencos de conducción posteriores a las elecciones de 1984.

Los hechos públicos principales son conocidos, pero los detalles del proceso fueron intrincados y reconstruirlos resulta difícil, porque involucraron a miles de personas en ámbitos muy distintos y –por obvios motivos– muy a menudo no quedaron documentados, de modo que es preciso apelar a recuerdos personales, a veces contradictorios entre sí y en los cuales hay, probablemente, diversos grados de distorsión, involuntaria o no. Además, la interpretación de lo que ocurrió es problemática y persisten profundas discrepancias al respecto. Consciente de todo eso, Haberkorn aclara desde el primer párrafo que La muy fiel y reconquistadora. Memorias de la generación que no perdió la democracia, pero luchó por recuperarla “no pretende ser la historia de la dictadura ni de la transición hacia la democracia”, sino “apenas un libro de memorias entrelazadas, testimonio de una generación que padeció la dictadura y siempre buscó los caminos para salir de ella”.

La intención del autor es prudente, porque, si bien La muy fiel y reconquistadora (título que es un gran acierto) recoge bastante más de medio centenar de voces, registradas para este libro o tomadas de distintos medios, quizá habría sido necesario el triple de trabajo y de páginas para intentar una aproximación integral a la historia. Haberkorn aclara también que buscó testimonios “intentando cubrir un aspecto plural y lo más representativo posible”. Es evidente que lo hizo, aunque quienes algo tuvimos que ver con lo que se cuenta podemos echar de menos a tal o cual persona, episodio o proceso que nos parece relevante. En todo caso, no es razonable pedirle al libro resultados ajenos a sus objetivos y que difícilmente habrían sido satisfactorios para todas las partes involucradas. Lo mucho que abarca y rescata contribuye, sin duda, a cubrir un hueco en nuestra historiografía y a contrapesar otros relatos excesiva o exclusivamente centrados en el papel desempeñado por los dirigentes políticos.

Sin embargo, puede ser útil señalar algunas cuestiones que esta obra puede oscurecer más que aclarar.

Piezas que faltan

En la etapa de la dictadura que Luis Eduardo González catalogó como un “ensayo fundacional”, parte de los usurpadores del gobierno confiaron en que su proyecto de sociedad sería apoyado por las nuevas generaciones, a las que ellos mismos habían tratado de mantener libres de influencias “subversivas”, y en que esos jóvenes reemplazarían con ventaja a los viejos líderes partidarios y sociales. Como Haberkorn destaca, fracasaron (por lo menos parcialmente). Pero aquel objetivo general incluía uno más específico y tampoco alcanzado: la erradicación del Frente Amplio (FA). Los jóvenes de la salida impulsaron la movilización y la organización con criterios muy amplios y pluralistas, pero es indudable que estaban muy mayoritariamente identificados con el frenteamplismo. Esto, sin embargo, queda bastante desdibujado en el libro, a tal punto que, por ejemplo, se recuerda la movilización por el voto en blanco en las elecciones internas de 1982 sin mencionar el papel que tuvo en ella, desde la cárcel, el general Liber Seregni; o se soslaya que Felipe Michelini y Hoenir Sarthou eran hijos de notorias figuras del FA, criados, como muchos otros jóvenes militantes de aquella época, en familias que les transmitieron criterios para interpretar el mundo y tratar de transformarlo.

Haberkorn dice que “la generación anterior” (así, en bloque) estaba “pagando un alto costo por su derrota política, por haberse lanzado a una batalla siguiendo planes febriles y cálculos errados”. Poco antes de que termine el último capítulo, afirma que la lucha de los jóvenes a la salida de la dictadura fue “para recuperar la democracia y, una vez restablecida, para darle su real valor, para que no vuelva a ser sacrificada en el altar del mesianismo o en el canto de sirena de algunos iluminados”. La mayor parte de los testimonios escogidos y la voz del autor plantean, en forma más o menos explícita, que a partir de 1984 aquella generación derrotada volvió a predominar, reinstaló viejos vicios y les quitó dinamismo y atractivo a las antes pujantes organizaciones sociales.

Esa fuerza regresiva, además, queda asociada con los partidos: lo que leemos es que, a medida que estos recuperaron peso en la sociedad, los viejos les pisaron la cabeza a muchachos que eran mucho mejores que ellos. Sólo algún comentario lateral y breve sugiere que tal vez, desde 1984, muchos de aquellos jóvenes (no todos) tuvieron dificultades importantes para comprender el estado de ánimo de las mayorías nacionales y, en definitiva, mostraron que no habían aprendido a hacer política mejor que sus mayores.

El énfasis en trazar una línea divisoria entre unos y otros termina dando incluso la impresión de que la idea de aprovechar y ampliar espacios de actuación legal para combatir a la dictadura fue una genialidad súbita de jóvenes militantes, en un país hasta entonces “dominado en forma total por el régimen”. Sin embargo, esa idea la venían aplicando muchos, un poco mayores o decididamente adultos, por lo menos desde 1977, en la música popular y el teatro, en actividades amparadas por organizaciones religiosas (que no sólo prestaron locales para proyectos ajenos), en hitos como la revista El Dedo y en otros terrenos muy diversos.

Hubo gente que realizaba sólo actividades clandestinas o sólo actividades legales, pero lo realmente interesante y decisivo fueron las opciones acerca del modo de combinarlas, y la enorme mayoría de los dirigentes andaba (como dice en el libro Jorge Rodríguez, entonces presidente de la Asociación Social y Cultural de Estudiantes de la Enseñanza Pública) “en el borde de la legalidad siempre, un pie adentro y otro afuera”. En cualquier organización social masiva existen corrientes de opinión que elaboran colectivamente sus posturas (algo que debía llevarse a cabo en la clandestinidad), y esto no es necesariamente contrario a la amplia participación democrática en las decisiones, salvo para algunas formas del pensamiento anarquista o para quienes son individualistas en extremo. Además, por supuesto, había diferencias en materia de ideas y propuestas que no se reducían a las preferencias por lo legal o lo clandestino, ni derivaban de estas (por ejemplo, nada menos que las referidas a la opción entre aceptar el acuerdo del Club Naval o persistir en la movilización para lograr una salida mejor).

En la medida en que estos aspectos quedan bastante de lado en el libro, quien lo lea sin información adicional puede llegar a la perturbadora conclusión de que, quizá, los jóvenes que rechazaron el proyecto fundacional de la dictadura habrían hecho mejor en asumirlo.

La muy fiel y reconquistadora. Memorias de la generación que no perdió la democracia, pero luchó por recuperarla, de Leonardo Haberkorn. Sudamericana, 2018. 317 páginas.