Fue el fracaso más estrepitoso del año en la taquilla estadounidense. El jilguero fue lanzada con muchas expectativas, dado que es la adaptación de un best seller (The Goldfinch, de Donna Tartt, 2013) que ganó el premio Pulitzer. Está dirigida por el autor de la multipremiada Brooklyn (2015), con un reparto que incluye jóvenes actores que tuvieron mucho éxito en producciones recientes (Ansel Elgort de Baby Driver, Aneurin Barnard de Dunkirk, Finn Wolfhard de It, Oakes Fegley de Mi amigo el dragón) junto a rostros establecidos y prestigiosos (Nicole Kidman, Sarah Paulson, Jeffrey Wright, Luke Wilson). Quizá sencillamente la gente, en ocasión del lanzamiento, prefirió ver otras cosas, pero de inmediato se generó, en la crítica especializada, esa corriente perversa de insistir en qué tan intrínsecamente fracasado es el film, luego de lo cual no hubo forma de levantarlo.

Es injusto. Hay decenas y decenas de bagayos a los que les fue mucho mejor que a esta película bonita y entretenida. Lo que tiene de malo, en todo caso, deriva del libro mismo y es un elemento que suele tener su público, a saber, la actitud de “les estoy dando la oportunidad de mirar cómo es el ambiente de las personas refinadas y cultas”, acompañada de una vaga noción de que dichas personas asistirían a ver una película como esta, y de que verla te hace un poco más “refinado y culto”. Así, el atentado terrorista en que muere la madre del púber protagonista ocurre en un museo de arte, en el que la mujer estaba enseñándole al pibe a prestar atención a una hoja caída en una naturaleza muerta. La madre muere y el niño no, porque justo ella se fue a mirar un Rembrandt en la sala de al lado, mientras que el niño se quedó un rato a apreciar la belleza de una niña pelirroja (de carne y hueso, aunque parece una pintura de Renoir). Cuando, más adelante, charla con la niña, resulta ser una estudiante de piano, y hablan sobre Beethoven, Glenn Gould y Edgar Allan Poe. El padre de la niña, también fallecido en el atentado, era un anticuario, y Theo (el niño) se termina involucrando en el mundo de la restauración y venta de elegantes muebles antiguos. Mientras tanto, es adoptado por una educada familia neoyorquina, y su nueva madre está interpretada por Nicole Kidman (el rostro por excelencia del cine-arte estadounidense de las últimas décadas), quien, con su sonrisa etérea, bañada en los elegantes arpegios de piano en la música incidental, fascina al niño enseñándole que John Copley fue un gran retratista colonial. Buena parte de la trama gira alrededor de El jilguero, el cuadrito de Carel Fabritius que, en esta ficción, Theo rescató de los escombros y decidió esconder.

Más allá de esas afectaciones arty, la película tiene una estructura interesante. El prólogo nos dispara una serie de imágenes desconectadas y enigmáticas. Luego tenemos, esencialmente, cuatro grandes secciones. La primera y la tercera lidian con Theo a los 13 años, poco después del atentado. En la segunda y la cuarta él ya tiene 21. Cuando saltamos desde el pasado (Theo púber) al presente (Theo joven), tenemos una perspectiva del paso del tiempo que potencia la emoción de algunas reminiscencias o reencuentros. Y aunque reconocemos lo que está ocurriendo como un desenlace plausible de lo que ocurrió en el pasado, nos quedan montones de agujeros intrigantes respecto de cómo fue exactamente que se llegó de un punto al otro. Entonces hay una tensión constante, no sólo con respecto a qué es lo que va a ocurrir, sino también con respecto a qué fue lo que ocurrió mientras. La estructura es aun más compleja porque en cada una de las cuatro grandes etapas hay otros breves flashbacks. Parece complicado, pero está trabajado en forma fácil de seguir. Hay una serie de elementos dramáticos relevantes capaces de movilizar de manera satisfactoria nuestro gusto por la fabulación: desgracias, pérdidas, amor de infancia irresuelto, frustraciones, engaños, infidelidad amorosa, la amistad y complicidad entre dos niños que perdieron a sus respectivas madres y tienen padres abusadores, la separación de los dos amigos, la lealtad traicionada, el sentimiento de culpa, un chantajista malvado. En el cuarto tramo, de pronto, recuperamos y le damos sentido a las imágenes del prólogo, y la película roza el thriller, incluido un tiroteo con narcotraficantes. El film tiene un aspecto de cine-arte, pero sigue siendo Hollywood, así que todo se resuelve al final, sea con respecto a “qué va a pasar”, sea con respecto al estatuto moral de lo que ocurrió: los personajes importantes (con quienes nos identificamos) se redimen, y los malos secundarios son castigados o sus expectativas se frustran. Una vez establecido el glamour del entorno neoyorquino al que se apega Theo, la película entabla en forma muy eficaz el contraste deprimente con el entorno de un suburbio de clase media en Las Vegas, en que el desierto funciona como alegoría de ese ámbito intelectualmente yermo, con padre alcohólico y estafador y madrastra putona.

Como en varias películas de este tipo, la sensación de trascendencia está dada por ciertas conexiones cósmicas (coincidencias que parecen poéticamente significativas). La pintura El jilguero fue una de las pocas obras de Fabritius que sobrevivió a la explosión accidental que mató a su autor en 1654 (esto es un hecho histórico), y ahora (ficción) vuelve a sobrevivir a una explosión. Cuando Welty le da el anillo a Theo, parece estar, en buena medida, adivinando/pautando su destino. Una visita casual a un bar lleva a un reencuentro –una coincidencia muy improbable, pero a veces pasan cosas así– que va a conducir la acción a su clímax y a su resolución. Esas conexiones están simbolizadas visualmente: Theo mira la piscina, esta se fusiona con la reminiscencia del piso lleno de escombros luego del atentado, del que Theo se alza, cubierto de polvo, y esta imagen se conecta con el Theo adulto, que se levanta sobresaltado luego de una pesadilla (quizá estaba soñando con los eventos que acabamos de ver). La fotografía es del gran Roger Deakins, uno de los mejores camarógrafos vivos, así que la película es, además, una fiesta para los ojos.

El jilguero (The Goldfinch), dirigida por John Crowley. Con Oakes Fegley, Ansel Elgort, Jeffrey Wright. Estados Unidos, 2018. En varias salas.