Sobre el final de esta legislatura se presentó ante la Comisión de Educación y Cultura de la Cámara de Representantes un proyecto de ley que regula la educación sexual que se brinda en las instituciones educativas dependientes de la Administración Nacional de Educación Pública, impulsado por la Red de Padres Responsable y con la firma de los diputados nacionalistas Rodrigo Goñi y Daniel Peña y de la diputada colorada Valentina Rapela. El proyecto, en síntesis, pretende establecer un mecanismo en virtud del cual las instituciones educativas deberán obtener un consentimiento informado de padres, madres o tutores legales para poder llevar adelante actividades de educación sexual, pudiendo estos decidir que sus hijas e hijos no asistan a tales actividades, o a parte de ellas, si así lo entienden conveniente. Se trata de una propuesta reaccionaria y peligrosa; más todavía: estas características pueden incluso pasarse por alto en virtud del barniz de sentido común del que están convenientemente revestidas. ¿Esta afirmación es una mera manifestación de rechazo o, por el contrario, una descripción verosímil?

En principio, el calificativo reaccionario sólo adquiere un carácter peyorativo cuando se asume que los cambios en contra de los cuales se reacciona son cambios positivos. Sin ánimo de eximir al lector de una indagación más profunda, baste una muestra de las ideas que exhiben los integrantes de la Red que patrocinan este proyecto: la identidad sexual es un fenómeno estrictamente biológico, que responde al carácter binario de los cromosomas sexuales; la sexualidad está indefectiblemente asociada a la reproducción, en el marco del matrimonio heterosexual como modelo de familia; la educación sexual ha operado como una suerte de caballo de Troya: los troyanos representan la intimidad de niñas y niños, y los aqueos –como no podía ser de otra manera–, la manida “ideología de género”.1

El carácter peligroso de la propuesta es ligeramente más sutil: en el afán de proteger a niñas y niños de una educación sexual que se presume perniciosa, se los sustrae de la influencia sistemática y deliberada de la sociedad –representada, no sin distorsiones, en el Estado– y se deja en manos de los progenitores o los tutores legales tal educación, incluso en los casos en que esta pudiera resultar objetivamente más dañina que aquella. Este punto es especialmente delicado.

Todo el planteo está construido sobre la base de una célebre premisa del liberalismo político que es recogida a texto expreso en la fundamentación de motivos del proyecto, y que tiene sólidos fundamentos constitucionales:2 en cuestiones “valorativas o de creencias” que se sustenten en determinadas concepciones “antropológicas, filosóficas o éticas”, la educación es potestad exclusiva de padres, madres o tutores, y estos pueden inculcar cualesquiera concepciones en sus hijas e hijos, siempre y cuando estas ideas no impliquen la “violación de un derecho fundamental de terceros, o afectación al orden público”. Como casi todos los preceptos constitucionales que involucran derechos, el texto exhibe una deliberada ambigüedad que posibilita la revisión constante de las interpretaciones vigentes. Dicho en otros términos: no puede dejarse librada a la mera intuición la tarea de establecer con claridad si niñas y niños son o no, a estos efectos, un “tercero”, en qué consiste exactamente una “violación de un derecho fundamental”, y a qué nos referimos con “orden público”.

Asumamos que todos los individuos somos objeto de educación sexual, tanto en la escuela como en los hogares, y que el más absoluto silencio sobre la sexualidad es también cierto tipo de educación sexual. ¿Puede existir un tipo de educación sexual que –manteniendo todas las demás variables constantes– contribuya a aumentar las probabilidades de que un varón se transforme en un femicida, o a que una mujer naturalice ser objeto de una violencia que no debería aceptar? Si así fuera, ¿no estarían siendo sometidos a una violación de sus derechos (y los de la sociedad toda) las niñas y niños cuya sexualidad fuera formada en el marco de tal educación? ¿No constituye un interés legítimo de la sociedad evitar que los individuos sean sometidos, desde tan temprana edad, a una influencia que puede demostrarse objetivamente dañina?

Desde luego, sería materialmente imposible la fiscalización absoluta de todo acto de educación sexual que tuviera lugar en cada hogar, máxime cuando la sexualidad constituye una dimensión tan omnipresente en la vida humana. No obstante, puede entenderse que la educación sexual que se imparte en las instituciones educativas hace las veces de un mecanismo de salvaguarda que, en el peor de los casos, puede servir para compensar estas influencias. Después de todo, niñas y niños no vivirán eternamente en la reclusión de sus hogares, sino que compartirán con las demás personas la vida en sociedad, de lo que se desprende una legítima preocupación social por la educación de las nuevas generaciones.

Se dirá que la educación sexual atañe a las convicciones morales o religiosas de las personas, pero este mismo argumento podría esgrimirse para cualquier otro conocimiento.

¿Qué clase de educación sexual recibió un sujeto capaz de violar y asesinar a una niña o a un niño como forma de satisfacer su deseo? ¿Qué educación sexual brindó a sus hijas e hijos antes de ser objeto de un procedimiento penal? ¿Sería sensato permitir que un individuo capaz de tales atrocidades se negara a que sus hijas e hijos reciban educación sexual en su escuela, bajo el argumento de que él es quien detenta el “derecho natural” a educarlos en el ámbito de la sexualidad?

Este debate, como inteligentemente se ha señalado, podría fácilmente derramar hacia otras áreas del conocimiento. ¿Tienen todas las familias las herramientas como para juzgar crítica y racionalmente si la educación sexual que reciben sus hijas e hijos se ajusta a los consensos científicos a los que han llegado quienes se dedican al análisis de estos temas? ¿Sería sensato que lo hicieran en otros campos disciplinares, como la química, la matemática o la biología? Se dirá que la educación sexual atañe a las convicciones morales o religiosas de las personas, pero este mismo argumento podría esgrimirse para cualquier otro conocimiento, baste para ello que la familia entienda que sus convicciones coliden con el contenido curricular. Algunas familias podrían emular el ejemplo estadounidense y exigir que no se trate la teoría de la evolución en el aula, ya que su religión postula el creacionismo; otras podrán impugnar los programas de química argumentando que su religión acepta la transformación del agua en vino; el límite es el de la imaginación.

El derecho de padres y madres a inculcar ideas religiosas en sus hijas e hijos, aludido tangencialmente en estas líneas, pero transversal al espíritu del proyecto de ley en cuestión, abre otro debate por demás interesante: ¿acaso no constituye un daño irreparable hacerle creer a una niña o a un niño pequeños que existe un señor invisible en el cielo, omnisciente y omnipotente, muy estricto en cuanto al cumplimiento de ciertas reglas, y muy proclive a la aplicación de castigos que se prolongan por toda la eternidad?

Lamentablemente, no parece ser esta una discusión muy oportuna, al menos no en el marco de la coreografía electoral.


  1. Este –llamémosle– “concepto” es problemático al menos en tres aspectos: en primer lugar, asume que la ideología es, necesaria y únicamente, una visión deformada de la realidad; en segundo lugar, atribuye este carácter ideológico al cuestionamiento de ciertas ideas, pero exonera de tal cargo a las ideas que están siendo cuestionadas; por último, se trata de un concepto que, al parecer, carece de sustancia teórica (no refiere a nada) en el ámbito académico de quienes se dedican a estudiar estos asuntos. 

  2. Esto no constituye, en sí mismo, un argumento que permita profundizar el debate: es contradictorio postular la infalibilidad de la Constitución, y al mismo tiempo la falibilidad de las leyes.