Los libros de entrevistas a escritores conforman un género en sí mismo, diría un reseñista cualunque en la página cultural de algún diario. En la entrevista, por fuera del hilo argumental de un ensayo, un artículo o una autobiografía, en el intercambio frente a frente con el otro que pregunta, el escritor cuenta su verdad, hunde o elogia a sus pares, aporta detalles de la cocina de su escritura o lanza opiniones de las que luego se arrepiente, por no disponer de la posibilidad de reescribir o corregir lo que ya fue impreso en letra de molde.

Hay volúmenes de entrevistas a escritores publicados póstumamente, que agrupan conversaciones de forma cronológica y que permiten advertir, en la recurrencia a ciertos temas y preocupaciones del genio creador, la conformación y consolidación de un estilo, que es, en definitiva, su modo de posicionarse ante el arte y el mundo. Allí están, por ejemplo, Una poesía del futuro. Conversaciones con Juan L. Ortiz (2008), un volumen de entrevistas con el poeta entrerriano durante sus años finales; o Una forma más real que la del mundo (2016), que compila reportajes con el escritor Juan José Saer, desde su irrupción en el panorama literario argentino en la década del 60 hasta 2005, el año de su muerte.

Pero también están los libros de entrevistas que ven la luz bajo el estricto control de los propios autores, como apéndices destacados de su obra o como parte de la obra en sí, a secas. Ejemplos hay a patadas, pero puestos a ejemplificar con un par de casos, podemos mencionar Viaje al centro de la fábula (1981), del escritor hondureño nacionalizado guatemalteco Augusto Monterroso (que afirmaba que “la entrevista es el único género literario que nuestra época ha inventado”) o uno de los puntos más altos en la materia, el ineludible Opiniones contundentes (1973), del maestro ruso Vladimir Nabokov, en el que empieza afirmando: “Pienso como un genio, escribo como un autor distinguido y hablo como un niño”. Llega el rey cuando quiere. Conversaciones sobre literatura, del escritor francés Pierre Michon (1945), se inscribe en esta última categoría de libro de entrevistas.

Principio de duda

Celebrado y tardío autor (publicó su primer libro, Vidas minúsculas, a los 39 años, en 1984), Pierre Michon contempla el oficio con calma y no se deja engañar por los cantos de sirenas en las atiborradas aguas del mar editorial. “Cuando no estoy escribiendo (que es la mayor parte del tiempo) dudo de cualquier literatura, y de la mía en particular. De esa hoguera que creí encendida mientras escribía sólo quedan cenizas, un objeto venido a menos que hay que situar dentro de la relatividad social”, dice nuestro escritor. Así de relativo y distante, de apocado y bajo perfil, se posiciona Michon ante el oficio de la escritura y los resultados que terminan viendo la luz.

Lo que en una rápida lectura puede parecer mera pose, balandronada de autor superado, parrafada de falsa modestia para engatusar ingenuos y venderles gato por liebre, se vuelve en este libro, entrevista tras entrevista, solvente credo estético y hasta metafísico. Michon escribe de espaldas a su contemporaneidad, lo que no le impide ser un autor leído y respetado, del que siempre se están aguardando más libros, que cuestiona con su particular orfebrería el encasillamiento de los géneros y que dinamita –de la mano de Roland Barthes– el concepto de “lo novelesco”, ese movimiento al relato estándar enquistado en el sistema escritural del mundo moderno y que, en realidad, es más viejo que el agujero del mate (la metáfora localista no es de Michon).

Otro elemento a destacar en el entramado de materiales que el escritor francés coloca sobre la mesa de trabajo es su recurrencia a las imágenes; en sus libros, pinturas, fotos, grabados y demás soportes icónicos les dan a las obras –Señores y sirvientes (1990), Rimbaud el hijo (1991), Tres autores (1997)– un particular sustento plástico y visual que se integra a pleno en la materia densa de la escritura. “Escribo rodeado de imágenes. Soy un iconólatra, tengo el ‘culto de las imágenes’, como decía Baudelaire. Todo ello entra dentro de mi estrategia de la aparición, de lo escrito que conduce a lo visible”, dice en una de las entrevistas.

Y Faulkner, claro

Buscar relaciones entre autores a partir de lealtades y apropiaciones, de guiños y formas compartidas de entender la creación, es una tarea que apasiona a los exégetas. Para ellos, en estas conversaciones Michon desliza el nombre de William Faulkner, un autor en principio bastante alejado del universo creativo del francés. Pero como lo obvio no está en la bitácora de Michon, aunque su recurrencia a Gustave Flaubert es un subrayado recurrente, en varias de las entrevistas vuelve sobre los pasos que lo llevan al autor de ¡Absalón, Absalón! En Faulkner, Michon ve el origen campesino compartido, la bruma dual del alcohol y, sobre todo, el impulso hacia la escritura sin mediación de escrúpulos de ningún tipo, pues “se halla dentro del cupo de esos escritores muy creídos, con mucha cara dura, que me permitieron quitarme de encima unas cuantas inhibiciones”.

Por último, pero no menos importante, en todas las piezas que componen Llega el rey cuando quiere sobrevuela la idea de la fugacidad de cualquier existencia y de lo poco que importa la posteridad para el que se fue, al margen del libro, la pintura o el arte que sea que haya dejado tras de sí. Escribir ahora, en el presente, sí, dotando de significado la propia existencia porque, al final, señala Michon, todo quedará reducido a un par de fechas grabadas sobre el mármol de la losa sepulcral y la duración de todo el asunto no es más, en definitiva, que un mero relámpago.

Llega el rey cuando quiere. Conversaciones sobre literatura. Pierre Michon. Barcelona, WunderKammer, 2018. 158 páginas.