Los desafíos para la cultura en estas elecciones son varios, graves y profundos, pero no necesariamente fáciles de ver. La oposición ha prometido casi lo mismo que el candidato del gobierno: no perder lo bueno y hacer mejor lo que se estaba haciendo. Parecería una simpleza sin fundamento decir que una fórmula desandará el camino seguido en los últimos 15 años mientras que la otra seguirá avanzando.

Lo primero que hay que reconocer es que la cultura no aparece en los documentos de campaña electoral porque no parece haber un problema con ella. No hay demandas de la oposición de cambios radicales o de puesta en marcha de nuevos programas o caminos.

Miles de trabajadores, artistas y públicos se reunieron el fin de semana en 40 ciudades del país en un movimiento llamado “La ola cultural”, en apoyo a la candidatura de Daniel Martínez y Graciela Villar. Como en otras esferas de actividad, quienes participaron en la movida superaron diferencias estéticas, disciplinares y de diálogo, en el entendido de que lo que se juega el domingo 24 puede ser decisivo. Sin embargo, las razones de la preocupación ante una victoria de la oposición no fueron explícitas.

Los programas originales de los partidos de oposición proponían frases generales sobre la cultura, y la mayoría de las ideas ya habían sido llevadas a la práctica en los últimos 15 años. En esos casos se usaban los verbos “fortalecer”, “reforzar” y “mejorar” respecto de las cosas que los gobiernos de Frente Amplio (FA) han implementado. Los puntos de acuerdo dados a conocer por la coalición multicolor dedican una línea de cuatro palabras al tema. “Desarrollar la diplomacia cultural”, dicen los partidos hoy opositores. Sin desconocer la importancia que la cancillería, por intermedio de su Dirección de Asuntos Culturales y de Uruguay XXI da desde hace años a la promoción de las creaciones uruguayas o los esfuerzos que se hacen por intermedio de la Secretaría General Iberoamericana y sus programas de cultura (que incluyen la famosa diplomacia cultural), la cultura parece ser más que eso.

Tantos sentidos tiene el concepto que conviene definir cuáles son los riesgos imaginables que más preocupan a quienes estamos vinculados a la cultura.

Hay algunos que escapan al ámbito nacional y son propios de la civilización occidental, como la mercantilización extrema, la homogenización de los productos culturales, el empobrecimiento de los lenguajes (recurso necesario para llegar al mercado más amplio posible), la concentración de los emisores principales y la asimétrica relación en que quedan los actores locales frente a los productos masivos.

Hay además una serie de riesgos en el ámbito local que, junto a aquellos más globales, corresponde enfrentar con políticas públicas apropiadas. El ecosistema cultural se compone de muchos elementos que están en equilibrio: creadores, enseñantes, aprendices, públicos, trabajadores de diversas disciplinas, redes de personas y grupos que trabajan juntos, circuitos de intercambio, comunidades de practicantes, fondos públicos y estímulos privados, que permiten innovar o producir, etcétera.

La línea de trabajo de los últimos 15 años en los sucesivos directores nacionales de Cultura ha permitido construir un ecosistema que no existía como tal, superando la fragmentación y la estructura aluvional de una serie de actores aislados.

Si la propuesta de la coalición multicolor acuerda apenas “desarrollar la diplomacia cultural”, para profundizar en el tema se puede recurrir al compromiso de campaña de Luis Lacalle (Lo que nos une, agosto de 2019), en el capítulo dedicado a la cultura. Las principales preocupaciones del candidato herrerista pasan por la reestructura funcional de la Dirección Nacional de Cultura (DNC), el buen manejo de los fondos, la buena gestión de museos, archivos y bibliotecas, una vaga expresión de fomento de la lectura, la famosa diplomacia cultural, protección para artistas y el vínculo entre cultura y actividad económica. Acerca de valores, se menciona únicamente la cultura como puente entre generaciones y “para la convivencia”.

Respecto del primer valor, el puente es concebido como un mecanismo por el que “se creará un registro de artistas de trayectoria que estén dispuestos a acompañar en calidad de mentores a artistas jóvenes que practiquen su misma disciplina”. El objetivo es que “se asegure la transmisión de técnicas, rutinas y tradiciones” entre los mayores y los menores. Se desconoce absolutamente los posibles aprendizajes de ida y vuelta entre artistas y se entiende el sentido de la historia como unidireccional: desde un pasado con tradiciones a un presente en el que los jóvenes deben incorporar aquellas tradiciones. En lo que tiene que ver con la convivencia, Lacalle propone “un plan que apunte a una mejor convivencia, promoviendo el respeto, la diversidad, la tolerancia, la amabilidad, y el cuidado de los lugares públicos”, lo que se parece demasiado a lo que han hecho los sucesivos gobiernos del FA.

El programa del candidato del Partido Nacional sigue confundiendo cultura con arte y entiende a este en estrecha sintonía con el mercado y la exportación. Se omite hablar sobre las comunidades de aprendices que han desarrollado los bachilleratos artísticos y se pierde la oportunidad de ver la cultura como un campo de puesta en práctica de valores humanos. Mucho menos se ve la cultura como la obra viva de diferentes comunidades.

Uno de los desafíos es mantener la ciudadanía cultural como espacio de realización de los seres humanos. La participación en el aprendizaje y en la producción de cultura (artística y general) y la descentralización de la gestión abren el camino de la integración a partir de la diversidad. Se aparta del modelo del ciudadano como consumidor o receptor y lo sustituye por el de ser humano completo.

En definitiva, lo que el programa cultural de la oposición olvida, desconoce o –peor aun– oculta es el poder interpretativo que brinda el ejercicio de la ciudadanía cultural. Cuando el sentido común para entender el mundo está en disputa, la práctica colectiva y autónoma (no regida por industrias como la de Hollywood o el oligopolio televisivo) es el camino que tenemos las personas para poner a prueba nuestras ideas y sensibilidades y aprender de las de otros. Cualquier programa que no se sincere sobre este tema está generando la ilusión de que la cultura se soluciona con una mejor gerencia y con una diplomacia cultural que nos permita vender mejor “nuestra cultura”, sea lo que sea que esto signifique.

Son las políticas llevadas adelante por el FA las que han posibilitado el ensanchamiento del campo de la cultura. La propuesta opositora parece más bien una simplificación o un botijeo.

Los ciudadanos decidirán entre ambos modelos el domingo, casi seguramente sin pensar en las políticas culturales. Pero estas serán una de las víctimas si gana la oposición.

Roberto Elissalde es vocero de la candidatura de Daniel Martínez en temas relacionados con la cultura.