Cuando el protagonista de El árbol de peras silvestre, del turco Nuri Bilge Ceylan, abre su ropero, en la parte interior de la puerta aparece la visión fugaz de un retrato de Emil Cioran clavado con una chincheta. Esto debería bastar para entenderlo todo. Es, en definitiva, del “inconveniente de haber nacido” que trata esta nueva obra del autor de Lejano (2002), quizás el principal cineasta turco de la actualidad.

Todas las notas al pie que se pueden abrir a esa afirmación del pesimista rumano aparecen en la película de Ceylan. La falta de horizontes (ese pueblo en que sólo se puede ser maestro o policía, y donde se sabe –sugiere uno de los personajes– que los maestros fracasados son los mejores antimotines). El encierro en una tradición asfixiante (la muchacha que dejará marchitar su belleza en un matrimonio arreglado con un joyero) y la evidencia de que escapar de esa tradición tampoco trae mejor suerte (la madre encerrada en un matrimonio con un hombre que eligió, pero que resulta ser un jugador compulsivo y deudor contumaz). El carácter inservible de la literatura (esas pilas de ejemplares de un libro que nadie ha comprado y que se pudren en la casa materna). El final, que no debe contarse.

No es diferente el tema de la otra gran película asiática que comparte cartelera con la de Ceylan en estos momentos en Cinemateca. Si la turca dura tres horas, la china Un elefante sentado y quieto, de Hu Bo, dura cuatro. Que nadie le reproche ni un segundo de metraje, porque no le sobra (es una gran película, precisamente, por su valentía al no temerle a la duración cuando esa duración es imprescindible), y porque el autor pagó con su vida por mantener cada plano. Esto último evidentemente no es cierto. No se puede endilgar a los productores, que querían reducirla a 120 minutos de duración, la culpa de que el cineasta de 29 años se ahorcara apenas terminado el film, pero “cierra” una poética.

La película de Hu Bo comparte con la de Ceylan la claustrofobia de ambientes provincianos opresivos, la descripción de relaciones familiares tóxicas, la incapacidad de los personajes para hacerse cargo de lo que generan sus acciones, la impunidad del mal. Ambos directores toman esa realidad y la hacen pasar por el tamiz de su mirada. No la edulcoran, pero la envuelven en una poesía visual que demuestra que la belleza también puede ser amarga. Salpican sus narraciones con un elemento que causa extrañeza y que es el “objeto” paradojal del título. Hilo conductor inverosímil que se vuelve la rebelión interior contra la realidad que está ahí afuera. Un peral que da frutos amargos con los que se pueden hacer los platos más sabrosos: es una forma de la redención con la que hasta el mismísimo Cioran podría transar. O al menos, aceptar tomar un ómnibus para ir al otro lado del mundo a ver la más absurda y poética de las atracciones de circo: un elefante que está todo el tiempo sentado y quieto.