[Esta es una de las notas más leídas de 2019]

El lunes fue un día triste. De derrota. De reminiscencia. Hace tiempo veníamos escuchando de una denuncia acá, de una situación violenta allá, de una propuesta de campaña regresiva, leyendo declaraciones reaccionarias y compartiendo videos viralizados. Pequeñas piezas de un puzle que el domingo, entre bombas y festejos del Partido Nacional (PN), parecieron ensamblarse. El domingo nos cayó la ficha. El lunes granizó. La composición del Parlamento y el altísimo porcentaje de apoyo que tuvo el proyecto de reforma constitucional impulsado por el senador Jorge Larrañaga nos cayeron como esas piedras heladas que tampoco esperábamos. Nos golpearon, nos duelen, y descubrimos lo que, al parecer, siempre estuvo frente a nuestras narices: el fascismo avanza también en Uruguay. La Suiza de América es más latinoamericana de lo que se quiere reconocer. Y Latinoamérica arde.

Unos días antes de las elecciones, circulaba un tuit: “Toda América cayendo a pedazos y el uruguayo toma mate, fuma un porro, mira Netflix, agita de lunes a lunes, come todo el día, viaja, curte arte, mete playa y llora a gritos por un cambio. Qué loco”. El domingo, escuchando el discurso triunfante de Guido Manini Ríos, nos empezó a hacer un poco más de ruido la ilusión de la excepcionalidad uruguaya. Después de las elecciones, leímos otras cosas en esas mismas redes sociales: “cómo me voy a reír de ustedes reclamando por sus derechos laborales”; “cuando pierdas todos tus derechos te vas a dar cuenta de que sos pobre y votaste a Luis Lacalle Pou”; “comían una vez al día en el 2000, gana el FA, ahorran, acceden a una vivienda, se compran un auto, ponen un negocio familiar y votan a la derecha porque el Frente Amplio [FA] te cobra muchos impuestos, dejame de joder”.

¿A quién se dirige ese discurso? ¿Quiénes son ellos? ¿Quiénes somos nosotros? ¿Los que sí entendemos cómo operan los enemigos del pueblo? ¿Los intelectuales de izquierda? ¿La vanguardia? ¿Los progresistas? ¿Los que no somos pobres? ¿Los que no vamos a perder nuestros privilegios? Difícil pensar que desde este lugar se pueda convencer a alguien de algo, difícil que nos podamos aproximar a comprender cómo ganó tanto terreno el enemigo, cómo caló tan hondo el avance conservador y, fundamentalmente, cómo comenzar a construir alternativas colectivas y proyectos de vida en común basados en la justicia y la solidaridad.

El odio y el miedo se leen entre líneas. El lunes, la caricatura del uruguayo cebando mate y eligiendo por internet a dónde se va a ir de vacaciones este verano se sustituyó por el desprecio a un esencializado pobre ignorante que vota a la derecha y no comprende que gracias al FA hoy vive bien (circunstancia que, aun si se la da por cierta sin más, parecería ajena a su propio trabajo, las luchas colectivas y el ejercicio de sus derechos). Aparecieron la bronca, el reproche y el odio explícito al tan invocado pueblo uruguayo. ¿Cuándo nos convencimos de que el arquetipo de uruguayo es el que compra marihuana en la farmacia y tiene un cero kilómetro? ¿Cuándo empezó a parecernos compatible con un proyecto de izquierda festejar las fotografías de carros de supermercado y shoppings repletos que circulan en internet, al grito de “dónde está la crisis”? Parece quedar bien plasmada la crisis del horizonte transformador cuando la gestión va quitando de escena a la pregunta por el poder. Cuando la posibilidad de consumo es la medida de éxito de un proyecto político. En algún momento, evidenciar que el capitalismo no es sostenible se fue tornando cosa de “ultras”. “La gestión se está asustando y la ideología corre, pero nunca llega”, canta La Mojigata.

Y con esa soberbia también entramos en la lógica de la guerra y le preguntamos a ese que “votó mal” qué va a hacer en noviembre, de qué lado de la mecha se encuentra. Nada nos diferencia esencialmente de los opresores, dice Paulo Ravecca. También se puede oprimir –y odiar– en nombre del bien. A nosotros, los buenos de la película, también nos atraviesa el fascismo. El odio virtual que algunos progresistas exhibieron con indignación es muy parecido al odio virtual –y material– de la derecha. El sujeto cosificado, convertido en el “mal pobre” que vive de los beneficios del Estado y no los valora, se emparienta demasiado con el “pichi” que no labura y vive del Ministerio de Desarrollo Social. El ignorante que no comprende la relación entre el acceso a determinados bienes y servicios y el gobierno de turno no tiene los elementos necesarios para el ejercicio del sufragio. Intuyo que los argumentos en favor del voto censitario no serían tan distintos.

El lunes estamos más tristes o enojados, pero todo sigue igual. Y en una escuela, una vez más, una madre agrede a una maestra en Montevideo. Importa ubicar lo acontecido en la trama social y pensarlo como expresión de una relación tensa entre las escuelas y las familias. En ocasiones, la escuela y los educadores hallamos dificultades para anteponer una perspectiva plural frente a las familias de nuestros estudiantes y no logramos escapar a la lógica binaria que nos aglutina en nosotros y ellos.

Estamos de acuerdo: al fascismo, ni un tantito así, pero no podemos olvidarnos nunca de que nuestras armas no son las del enemigo.

Poner la mirada en esta tensión desde los postulados de las nuevas oleadas conservadoras en educación enciende una alarma. Los malestares que socialmente circulan en torno a la escuela y los docentes hacen eco en los discursos antidemocráticos y con eje en el recorte de derechos. Las propuestas del PN que han circulado en estos días dan sólida cuenta de ello: la reformulación de la libertad de cátedra, o la eliminación de la representación docente de la Administración Nacional de Educación Pública, en el entendido de que la educación es un “asunto ciudadano” y por tanto “debe ser gobernada por los representantes de los ciudadanos”, son ejemplos de ello. Si la familia es permanentemente desacreditada en la educación de sus propios hijos, seguramente preste el oído a quien enuncie que “el docente no es educador” y exija el respeto al “derecho de los padres de dar a sus hijos la educación moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”, como enuncia Escola sem Partido.

La violencia física muestra el rostro más duro de este desencuentro; está claro que esta expresión del conflicto es inadmisible, pero como educadores tenemos que poder proponer alternativas que discutan la demonización de esas familias. Sólo podremos salir de este escenario proponiendo un horizonte colectivo superador, una forma distinta de vincularnos. La construcción y el fortalecimiento de sociedades más democráticas supone la consolidación de espacios democráticos que promuevan su práctica. La escuela podría ser un espacio privilegiado para ello, dirá Redondo. El lunes urge salir a ese encuentro y urge también la construcción de nuevos modos de habitar la escuela.

Asumir una vida no fascista supone el ejercicio de no totalizar la experiencia propia, la apertura al encuentro con un otro que me mueve y me conmueve, que me tuerce. Renunciar al control del otro, abrazar la incertidumbre de no saber qué va a emerger de ese encuentro, no intentar aplastar las diferencias. Estamos de acuerdo: al fascismo, ni un tantito así, pero no podemos olvidarnos nunca de que nuestras armas no son las del enemigo.

Cecilia Sánchez es profesora de Filosofía e integrante del Grupo de Estudios en Políticas y Prácticas Educativas (Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad de la República).

Agradezco la lectura compartida y los comentarios de Pablo Martinis, Gabriela Rodríguez y Cristian López del Grupo de Estudios de Políticas y Prácticas Educativas (FHCE, UdelaR), también los aportes de Mercedes Sánchez y Christian Quintero.