Después de ese tembladeral de personajes y registros que nos enfrentaron a los absurdos de la experiencia humana, Luis Machín vuelve a Montevideo con un espectáculo, diez años después de La pesca, aquella monumental metáfora política de Ricardo Bartís, y decenas de proyectos, rodajes en Uruguay (El hipnotizador, la serie de HBO que lo cruzó con César Troncoso y Daniel Hendler) y hasta un papel en Así habló el cambista, la última película de Federico Veiroj. Esta vez, el rosarino llega con el unipersonal El mar de noche, de Santiago Loza, con dirección de Guillermo Cacace (Mi hijo sólo camina un poco más lento, La crueldad de los animales), que tendrá una única función el viernes, a las 20.30, en la sala Magnolio (Pablo de María 1015).

Cuando se acercó a lo escénico, Machín tenía 16 años. Y no dudó en vincularse al teatro: “Estábamos saliendo del proceso de dictadura y vivíamos el comienzo de la democracia. La directora [del taller teatral del liceo] estaba muy vinculada a los derechos humanos”, además de que tenía la apertura suficiente para una iniciativa nada habitual en esos años: que un actor diera cursos de teatro. “Esto vehiculizó un poco mi energía, que ya se venía perfilando para la actuación, y ahí, en la escuela pública secundaria, empezó todo”. Cuando decidió irse a estudiar a Buenos Aires derivó accidentalmente en el Sportivo Teatral, el emblemático espacio de Ricardo Bartís, que recién estaba comenzando. Sin embargo, una de sus primeras obras porteñas la dirigió Rafael Spregelburd: Varios pares de pies sobre piso de mármol (1996) cruzaba dos textos de Harold Pinter –Traición y Viejos tiempos–, pero el dramaturgo se negaba a darles los derechos. “Rafael había querido mezclarlas, pero Pinter se negó, porque eran dos obras escritas en años distintos y en circunstancias muy particulares. No la autorizó hasta que le llegó la versión que habíamos hecho, y nos respondió que quería ver ese trabajo. Así que nos invitó a un homenaje que se le hacía en Barcelona –ese año, 1995–, a donde fuimos invitados por Pinter. Todo lo hicimos por medio de faxes, que en esa época venían con las autorizaciones de su representante y de él mismo. Una mañana hicimos una función especial, con él y su mujer en primera fila. Un encuentro muy revelador para nosotros, que nos había costado tanto hacer ese trabajo, y con muy pocas posibilidades de que tuvieran algún tipo de repercusión”.

¿Cómo fue el proceso de El mar de noche?

Este es un texto complejo porque ahonda en la soledad de un hombre, la narración de un estado que genera la pérdida del amor, y la pérdida en su multiplicidad de facetas, ya que se puede vincular con las pérdidas en general; el dolor y la distancia que implica dejar de visualizar a la persona como una continuidad de uno. O la posibilidad de simbiosis que propone el texto. Como es muy poético, y la mayoría de las veces la poesía atenta contra el teatro, nos propusimos que esa poesía no estuviera por delante de la narración del estado de este hombre, y que esa poesía se pudiera transformar en dramaturgia y en hecho teatral. El texto va muy claramente hacia ese territorio.

Decís que es un trabajo en el que se tomaron mucha libertad, y eso se tradujo en el despojo, en la intensidad.

Nos fuimos dando cuenta de que necesitábamos atacar esa naturaleza poética del texto, y, en lo personal, necesitaba romper con eso porque me llevaba a una actuación hiperquinética. O sea que atacar al texto proponía, desde el cuerpo y la emocionalidad, una especie de lucha. De a poco, también nos fuimos dando cuenta de que el texto, la cadencia y la concatenación de las palabras generaban una sonoridad particular que, cuando se trasladaba a la emocionalidad del cuerpo y la mente, en consonancia con lo que siente este hombre, hacía que toda especie de hiperquinesis se fuera calmando, al punto de que el protagonista está instalado en el sillón y casi no puede hacer más que eso.

Casi que en un grado cero de la actuación; una teatralidad esencial

Es ir muy al hueso de lo que propone Santiago en relación al texto, pero con un cuerpo totalmente transido de emoción, en el que la quietud es una especie de gran mentira: hay algo en la quietud del cuerpo de este hombre que está completamente explotado. Y por eso, si bien en estos tres años la obra ha tenido un recorrido por salas muy diferentes (de 1.700 a 50 personas), genera algo muy atractivo en cada una, con exposiciones y modos de verla muy diferentes.

¿Es una obra de estados?

Sí, porque más allá de lo que se logra decir, hay muchas cosas no dichas, o no enunciadas por la palabra, que se trasladan directamente al cuerpo. Cuando uno no produce sentido con la palabra, inmediatamente hay que mirar el cuerpo, y sus manos, sus respiraciones, su mirada. A veces hay una mala comprensión entre los actores, y muchos lenguajes sobrecargan a la palabra, la sobredimensionan, como si todo lo que se dijera fuera a través de la palabra. Escuchar cómo habla el cuerpo es bien interesante y muy poco explorado en el teatro, sobre todo en épocas en que se pide que el teatro sea esparcimiento.

Reafirmando la capacidad inagotable del teatro.

Y la capacidad inagotable, también, cuando uno cree firmemente en lo que está haciendo, en el lenguaje y en lo que propone la obra, que en general no concede nada al público. Porque muchas veces el público tiende a llevar al actor hacia un territorio más vinculado a la comicidad. Cuando el público quiere comer de uno, quiere fagocitarte, vos le ponés un límite. La tentación de no hacerlo suele ser bastante grande, y hay lenguajes que lo permiten más que otros. También, más allá de cómo poner en escena un texto poético como El mar de noche, estaba el desafío de ir por mucho más de lo que se propone desde la actuación, y nunca conceder. Haciendo honor a la verdad, te diría que es una de las obras en las que más me he esforzado por mantener el tono. Y como muchos actores, a veces me siento tentado a llevarlo para el lado que te lleva la gente. Con los años, he adquirido experiencia en el forzamiento de llevar las cosas al terreno donde siento que debo colocarlas. Si hay una obra en la que no ha habido ninguna concesión, y que ha sido un punto de inflexión en mi actividad y en mi forma de ver la actuación, ha sido esta.

¿Motivado también por ese estado de alerta?

Un estado de alerta que he tenido siempre, pero sobre todo cuando hay una decisión profunda de no concesión. Y en este caso, además, hay una comprensión de hacia dónde se tiene que ir, por dónde se tiene que llegar a esos territorios. Esto hace que se recorte un poco de otras obras, más allá de que es un unipersonal, y eso como actor te coloca de otra manera, porque no hay posibilidad de echar culpas. Es un salto sin red; un abismo del que no te salva nadie más que vos mismo. La obra empieza, tiene un desarrollo y, entre medio, van sucediendo muchas cosas con una gran minuciosidad, y así la decisión de no conceder se vuelve doblemente compleja, ya que tampoco debes tentarte a llevar la pieza hacia un territorio más sencillo. Porque es más sencillo bucear en aguas donde uno se siente más cómodo, y no dejar que esa incomodidad también sea parte del acto creativo. Y esta obra tiene mucho de eso.

Ahora, cuando trabajaste con Federico Veiroj, destacaste que era un director muy preciso para pedir. ¿Cómo es el caso de Cacace?

Mirá, en esta obra –que es la única que hicimos juntos– conservó una distancia que me permitió explorar de verdad, porque a veces los directores son invasivos con los pedidos, o interfieren mucho en el proceso que indefectiblemente tiene que hacer el actor, porque después él es el que hará la función. Y si bien también los procesos y los lenguajes –del cine, el teatro, la televisión– son distintos, hay directores de todos los registros. Con esta obra nosotros ensayamos durante casi dos años, y pedí tomarme seis meses o lo que fuera necesario –en los que la iba estudiando y ensayando– para darme cuenta si era posible hacerla. Y durante todo ese tiempo, con Guillermo estuvimos muy adentro del proceso, y nunca fue algo arbitrario o caprichoso, sino que había una decisión de trabajar hasta encontrar el tono que decidimos que debía tener la pieza. Guillermo otorgó mucha libertad y mantuvo muchos silencios que fueron muy reveladores.

¿Qué tipo de silencios?

Había ensayos en los que estábamos dos horas y media con fragmentos del texto, distintas músicas, probando diferentes cosas. Había largos minutos en los que no había intervenciones de Guillermo. El silencio dice, y la obra tiene mucho de eso. Hay silencios en los que el espectador es impelido a soportar ese silencio. Y el silencio puede llegar a ser insoportable, porque como no te inducen, puede volverse muy perturbador, pero también muy revelador. En ese sentido, Guillermo tuvo la delicadeza, el buen tino y la buena temperatura de director de otorgarme esos silencios para que buceara qué producían en mí, como actor, esos silencios, esos vacíos. A partir de ahí, la obra se construyó de una manera mucho más dinámica.

En ese marco, escuchar al cuerpo es una resistencia.

Totalmente, es una resistencia. Pero a veces el propio cotidiano lleva a que la gente quiera estirar el dinero y a que el dinero le signifique algo inmediato. También hay una predilección por la comedia y por el pasatiempo, sobre todo en épocas de crisis. No tengo nada en contra de la comedia, y en televisión he hecho cosas muy vinculadas a eso, porque a mí, como actor, me parece extraordinario poder analizarlas y tomar la distancia necesaria para que sucedan. El mar de noche no tiene una repercusión masiva, y la obra tampoco lo permite, aunque haya tenido una gran repercusión en el medio teatral y varios reconocimientos. Pero lo que comenta la gente es mucho más revelador y movilizador que los premios. Y aunque le tengo mucho respeto a la comedia, también me gusta ver dónde están las diferencias.

Y sus propios vértigos.

Y la riqueza que implica ese tránsito entre uno y otro, que me ha llevado a hacer mucha diversidad de géneros, de lenguajes. Ahora estoy haciendo una gira con la obra, estoy filmando y ensayando para estrenar el año que viene en el Teatro Nacional Cervantes. Siempre me generó mucha inquietud explorar distintos lenguajes y formar parte de elencos muy disímiles. Eso me despierta mucha curiosidad.

En tu recorrido, ¿cómo ves estos últimos trabajos si los comparás con la época del Sportivo, en los 80?

Justo ahora vuelvo al Sportivo con una versión muy libre de Rey Lear [que se estrenará en el Cervantes], diez años después de mi último trabajo con Bartís [La pesca], y, a su vez, en ese entonces hacía diez años de la anterior [El pecado que no se puede nombrar], y lo mismo con unos textos [Teatro proletario de cámara] de [Osvaldo] Lamborghini.

Con un monólogo recordadísimo.

Era un monólogo que duraba lo que demora en consumirse un cigarrillo, que más o menos son nueve minutos, porque en el transcurso se fumaba un cigarrillo y contradecía las aberraciones que dice Lamborghini en el Proletario. Por supuesto que hay diferencias y que uno se va nutriendo de otros lugares y registros, pero el Sportivo es un sello muy particular. A mí me marcó muchísimo, porque fue un lugar que me representó mucho cuando me vine a vivir a Buenos Aires, y me sigue representando, así que volver cada diez años es muy nutritivo y es un lugar que me vincula directamente con mis comienzos. Cuando vine a Buenos Aires descubrí otro mundo entre Bartís y [Alberto] Ure, que intervino en la mirada del teatro, del cuerpo, de lo que significa la actuación. Ahora estoy haciendo un revival de esa época, así que podré mirarlo con distancia y desde otro lugar para comprender y sentir mejor, con más tranquilidad y elementos.

Hace unos años, hablando justamente de El pecado que no se puede nombrar [uno de los proyectos más ambiciosos de Bartís, que reunió a Los siete locos y Los lanzallamas], me decías que el eje de esa obra era la creencia de que la salvación puede llegar con el dinero. Y que eso, junto a la locura de esos siete tipos que querían hacer la revolución en los años 30, era algo trasladable a nuestra situación.

Sí, a la vista está todo lo que está sucediendo en Latinoamérica en este momento y cómo se está manifestando un país como Chile, donde lograron romper con una hegemonía que los estaba ahogando. Y aunque es un país que en Latinoamérica se convirtió en el modelo de muchos, creo que el ejemplo lo dan ahora, ya que explotar contra la clase gobernante lo ha llevado a territorios de enorme potencia. Y estamos a 24 horas del golpe de Estado en Bolivia [la charla fue el lunes], a 48 horas de la liberación de Lula [da Silva], después de uno de los juicios más injustos, echando algo de luz y esperanza. En Argentina, si no hubiera sido porque había elecciones muy pronto, hubiera explotado todo muy rápidamente, y lo que salvó es la posibilidad de recobrar valores y una economía que mire un poco más hacia adentro y no hacia un endeudamiento público cada vez mayor. Hay un proverbio chino que dice: “Ojalá te toquen vivir épocas de conmoción” para estar en permanente alerta, atento. Y creo que hay un pueblo que se resiste a la entrega. Nuestros países tienen larga tradición en eso, y también son muy contradictorios, pero estamos atravesados por esas cuestiones, que no son ajenas a cómo nosotros prestamos o ponemos nuestros cuerpos a disposición.