El 3 de diciembre es el Día Internacional por los Derechos de las Personas con Discapacidad. Salir a la calle a marchar ese día encierra, para quienes podemos hacerlo, varias contradicciones, pero también es un hecho de gran importancia en lo personal y en lo político, dimensiones que, como siempre, están estrechamente ligadas.

En primer lugar, es preciso considerar que no todas las personas con discapacidad pueden marchar. La práctica de la marcha tal y como está pensada requiere condiciones de movilidad que no están dentro de las posibilidades de muchas personas con discapacidad motriz. Implica también adaptarse a un espacio con ruido y aglomeración de personas que puede ser difícil de soportar para quienes están dentro del espectro autista, y para aquellas personas que necesitan del cuidado o la asistencia de otros de forma permanente es imposible considerar la idea de participar de esta forma reivindicativa, que no fue inicialmente pensada para cuerpos que se salen de la norma.

Y es que el mundo en general no fue pensado para que las personas con discapacidad lo habitemos. Por eso encontrar herramientas y participar puede leerse como una afrenta a esta inaccesibilidad del contexto. Pero en tanto los entornos no se modifiquen y no haya políticas públicas que contemplen las situaciones de las personas con discapacidad en todos los ámbitos y las aborden de forma multidimensional, estaremos obligados a hacer un esfuerzo extra para participar que, por diversas razones, no siempre nos es posible.

A veces la sola participación de las personas con discapacidad va modificando las formas de hacer las cosas y crea entornos más inclusivos. Pero en el caso de las barreras materiales –a mi entender, un ejemplo claro es la inaccesibilidad en el transporte– se hace imprescindible la intervención firme del Estado. Tengamos en cuenta que estas barreras limitan el acceso a la educación, el trabajo y la salud, derechos humanos que en un sistema democrático deberían pertenecer a todos los ciudadanos. Es por eso que exigir este compromiso, aun por medio de formas contradictorias, es fundamental.

Al mismo tiempo, encuentro muy simbólico el hecho de que salgamos a ocupar las calles. En nuestra interacción cotidiana con la sociedad son espacios donde se reflejan los estigmas que históricamente se han construido sobre nosotros y que causan variadas discriminaciones y violencias.

Personas que siempre hemos sido etiquetadas como “pobrecitas”, “enfermas” y “anormales” salimos a exigir garantías desde un lugar activo y a ocupar ese espacio desde el orgullo y el disfrute, que históricamente nos han sido negados. Lo hacemos en gran parte porque constantemente chocamos con estos estigmas. Lo más grave es que no sólo afectan a quienes podemos comprenderlos y combatirlos conscientemente, sino que también son la causa inmaterial de la situación de dependencia en la que se encuentran muchas personas con discapacidad que no han recibido del Estado una atención que contemple sus necesidades reales y su lugar de sujetos de derecho. Las omisiones y el asistencialismo persisten en algunas políticas públicas –la escuela especial como está concebida, los servicios insuficientes de rehabilitación, la falta de formación de los trabajadores de la salud y de la educación respecto de esta temática–. Entre otras cosas, estas carencias impiden que cada persona con discapacidad reciba herramientas para alcanzar la máxima autonomía que le sea posible.

Es por eso que marchar es sólo una parte del ejercicio de politizar nuestra vida personal y escapar, ignorándolo o combatiéndolo, del estigma de esta sociedad que nos educa para la pasividad y la vergüenza.

Además de visibilizar necesidades y buscar espacios para proponer soluciones, lograr la participación en cualquier ámbito de nuestro interés es a mi entender un ejercicio que prepara el terreno para posteriores modificaciones estructurales. No alcanzará la normativa ni las modificaciones impuestas tendrán efecto si la sociedad no está pronta para recibirlas.

No alcanzaría, por ejemplo, con acceder a una educación inclusiva de calidad si en nuestro trayecto al centro educativo los trabajadores del transporte nos ignoran y los pasajeros nos atropellan tocando nuestro cuerpo sin permiso, infantilizándonos y decidiendo por nosotros. Estas acciones, que también pueden venir desde la familia y desde las instituciones, influyen en nuestra autopercepción y obligan a que nos fortalezcamos para contrarrestar esta influencia.

Es por eso que marchar es sólo una parte del ejercicio de politizar nuestra vida personal y escapar, ignorándolo o combatiéndolo, del estigma de esta sociedad que nos educa para la pasividad y la vergüenza. No debemos, sin embargo, olvidarnos de que no es posible para todos este ejercicio, y que por tanto debemos contemplar en cada reivindicación las voces y las necesidades de los compañeros que no están pudiendo participar, sin dejar de buscar que el día de mañana puedan hacerlo. Ante la omisión del Estado, tenemos el deber de estar atentos y buscar en el encuentro con las personas sin discapacidad el compromiso y la conciencia que llevarán a que cada uno, desde su lugar, pueda construir la inclusión. Este año la consigna de la marcha fue “Garantizar derechos, avanzar en democracia”. En tiempos en que se discuten proyectos políticos, se vuelve necesario luchar para formar parte de agendas en las que hasta hace muy poco estábamos ausentes. Colectivizar reflexiones y buscar la permanencia de los avances que han ocurrido en los últimos años como consecuencia del protagonismo de las personas con discapacidad es hoy más necesario que nunca.

Sofía Fernández es estudiante de Profesorado de Música e integra el Encuentro de Feministas Diversas.