El rostro más célebre del cine francés nació en Dinamarca y se hizo legendario a través de un puñado de películas dirigidas por un suizo. Anna Karina, que murió el sábado 14, se llamaba en realidad Hanne Karin Bayer. Aunque vivió 79 prolíficos años durante los cuales fue actriz, novelista y cantante, será recordada siempre por ese mágico instante que comienza con El soldadito (1960) y culmina con Alphaville (1965), y que incluye joyas como Bande à part (1964) y Pierrot el loco (1965). Todos clásicos de la nouvelle vague filmados por quien fuera uno de sus cinco maridos: Jean-Luc Godard.

Nacida del mismo líquido amniótico que daría lugar al Mayo francés de 1968, la “nueva ola” fue un terremoto conceptual y expresivo que movió definitivamente el eje alrededor del cual rotaba, moroso e igual a sí mismo, el cine de su tiempo. Si Godard fue su ideólogo más consecuente, Anna Karina fue el ícono de esos iconoclastas.

Hace 2.000 años las vírgenes de Bizancio repetían su profesión de fe: acá está mi hijo, que es a la vez el padre, el cual me envió su simiente a través del espíritu santo que es, al mismo tiempo, el padre y el hijo. Los pintores de íconos entendieron pronto que sólo la belleza más perfecta podía vender una construcción teológica tan delirante.

Del mismo modo Anna Karina vendía el embuste de la nouvelle vague. Basta pensar en su actuación consagratoria en la distopía futurista Alphaville. O ese oxímoron de una mujer calculadura y naíf que compuso en Vivir su vida (1962). Por no hablar del carisma que despliega en Bande à part. Recuérdese su célebre carrera a lo largo del museo del Louvre, o la otra secuencia del mismo film, con ese ritmo a tres bandas, a partir de la cual toda escena de baile en cualquier película tiene un eco de ese baile de Anna Karina. Por algo Quentin Tarantino bautizó A Bande Apart la productora con la que hizo Pulp Fiction (1994).

La pregunta, sin embargo, sería qué es un rostro. En dónde reside su potencia. Por qué se vuelve icónico de un movimiento, de una época. En un documental a propósito de Yo te saludo, María (1985), Godard explica la técnica de dirección de actores que utilizó con la protagonista, Myriem Roussell, a quien acababa de “descubrir” tres años antes en un papel de extra en Pasión, su anterior trabajo. El maestro suizo le mostraba reproducciones de célebres imágenes de la Virgen María en la pintura universal. Ese era el tono que la joven actriz tenía que encontrar para encarnar a la muchacha que estaba repitiendo la inverosímil concepción en pleno siglo XX.

Cuando Rafael Sanzio pedía a su amante, La Fornarina, que posara para sus imágenes de la madre de Cristo, más que ser herético estaba cumpliendo la tradición que habían seguido en Bizancio y que luego continuaría el cine. Tanto Rafael como Godard sabían que un rostro puede ser mucho más que un rostro. Porque cuando es un rostro como el de Anna Karina, se puede volver la base de ese engaño mayor que llamamos arte.