El director François Ozon tiene la fama de ser, sobre todo, un estilista que prolonga la tradición de “calidad” del cine francés. Aquí, sin embargo, asume una actitud netamente militante. Realizó la película en forma casi simultánea a los hechos mostrados. Lidia con el llamado caso Barbarin. Philippe Barbarin, arzobispo de la ciudad de Lyon, Francia, fue acusado en 2016 de omisión de denuncia de casos de abuso sexual y omisión de asistencia a personas en peligro. Estas serían los por lo menos 70 niños abusados por el cura Bernard Preynat, un carismático animador de campamentos de verano con boy scouts. Por la gracia de Dios se estrenó semanas antes de que Barbarin fuera declarado culpable, con una pena de seis meses de prisión, y algunos meses antes de que Preynat fuera destituido del sacerdocio por la iglesia (su juicio civil tendrá lugar en los próximos meses). El caso fue amplificado por la formación de un grupo de víctimas de Preynat y de otros curas abusadores, llamado La Parole Libérée (“la palabra liberada”), cuya página de Facebook recoge y estimula denuncias de ese tipo, y que obtuvo una enorme exposición mediática, llevando a una oleada de apostasías y a una modificación de la legislación francesa referida a la prescripción de la culpa para los abusos (que pasó de 21 años desde la fecha del abuso a ser de 21 años desde la mayoría de edad de la víctima).

La intención inicial de Ozon fue hacer un documental, pero mientras profundizaba en la investigación, reconsideró y concibió esta ficción, basada en personajes inventados que ilustran distintos aspectos de las múltiples víctimas que entrevistó. La película es mucho menos vistosa a nivel estilístico que lo que suele hacer el director. Aun así, la estructura es interesante. Empezamos siguiendo a Alexandre, un católico que, al constatar que Preynat sigue en funciones y con niños a su cargo, decide denunciarlo ante la iglesia. Al cabo de varios meses, concluye que el principal interés de Barbarin es tapar el caso con el mínimo de consecuencias, y hace la denuncia judicial. En el correr de la investigación policial, conocemos a otra víctima, François. De pronto, pasado ya un tercio de la proyección de la película, cambiamos de protagonista: se concentra en François y casi abandona a Alexandre. Más adelante tendremos otro vuelco, y empezaremos a seguir a Emmanuel. El orden es esencialmente cronológico (sólo volvemos atrás para unos breves flashbacks en los que vemos a los tres personajes cuando niños, en momentos previos a los episodios de abuso). Los personajes que fueron importantes en los tramos previos regresan como secundarios en los siguientes. Hacia el final, tenemos a los tres juntos. Cada uno de los tres grandes bloques tiene un estilo distinto. El de Alexandre, que es un hombre adinerado, moderado, prolijo, confiado en la institucionalidad católica, es austero, con un importante componente epistolar (escuchamos en voz over fragmentos de los mensajes entre él y distintas autoridades de la iglesia mientras la imagen ilustra o complementa lo que oímos). Ese tono, algo distanciado y formal, cambia a algo más personal cuando el centro pasa al calentón y agitador François. Todo se pone aun más personal e íntimo frente a Emmanuel, que es el más jodido de los tres. Todo ello está llevado con elegancia, pero también con mucho pulso.

Ideológicamente, la película funciona como un compendio pedagógico de las premisas que se vinieron estableciendo entre la mayoría de los grupos activistas alrededor del asunto de los abusos sexuales (MeToo es el más difundido de ellos). Los abusos sexuales a menores dejan siempre profundos traumas. Hablar francamente de eso contribuye a sanar y a prevenir la perpetuación de las prácticas abusivas. No debe haber complacencia alguna con los abusadores, ni jurídica ni personal/social. Independientemente de lo que uno opine sobre la forma de combatir otro tipo de crímenes, los abusadores sexuales deben ser castigados con prisión y repudiados por la sociedad, y el hecho de que, como en el caso de Preynat, el perpetrador se muestre arrepentido, reconozca su responsabilidad, pida perdón, que haya sido abusado de niño y alegue disturbios psiquiátricos, no debe tomarse como atenuante. Hay que ser tolerante con las distintas orientaciones sexuales, y entonces a la pedofilia no hay que llamarla “orientación sexual”: es una perversión criminal, y no se establece diferencia conceptual entre la inclinación (el deseo por menores de edad) y el abuso propiamente dicho. Los protagonistas, al inicio, son amargados; cuando hablan y se reúnen se convierten en personas más felices, constituyen una comunidad solidaria, y cada vez que se disponen a la acción militante suena una música heroica, y cada vez que surge un obstáculo, la música es triste.

Hacia el final de la película hay un personaje que pone en cuestión su fe en Dios en función de lo ocurrido. Esto es curioso: los hechos que acompañamos, en todo caso, podrían demostrar que los representantes de Dios en la Tierra (según la fe católica) pueden ser falibles, o que, en todo caso, no son sus representantes. Las evidencias racionales de la existencia de Dios son muy frágiles, y eso no cambiaría nada si todos los curas fueran personas buenísimas y coherentes con su prédica. La crisis de fe que se manifiesta en algunos de los personajes parece responder a una lógica tribal (se autoinducían a aceptar la existencia de Dios porque les parecía macanudo integrar un club de fieles con el que se sentían a gusto, hasta que lo rechazaron debido a la actitud de sus autoridades con respecto al abuso sexual). La película no tiene una visión crítica a este respecto, como tampoco la tiene sobre los destrozos que, por tantas generaciones, perpetró la iglesia en la psicología de millones de niños varones y, quizá mucho más aun, de niñas, con sus doctrinas de pecado original, “inmaculada concepción”, sus campañas contra los anticonceptivos, el aborto y los derechos de los homosexuales, y todo lo que queda implícito en el hecho de que sus representantes oficiales en la Tierra deban renunciar al sexo, y que sólo los varones puedan ser sacerdotes. Estas cosas se enseñan a montones de niños cotidianamente, y eso no se suele considerar abusivo.

Por gracia de Dios (Grâce à Dieu). Dirigida por François Ozon. Con Melvil Poupaud, Dennis Ménochet, Swann Arlaud. Francia / Bélgica, 2018. En Cinemateca y Alfabeta.