La historia de cualquier familia es una novela de nunca acabar. Las fotos en blanco y negro que cuelgan en las paredes de la casa de una tía, los nombres que se repiten de una generación a otra, ciertas anécdotas contadas y recontadas en las sobremesas navideñas, los rasgos de un tatarabuelo esculpidos en el rostro de ese bebé que gatea, la serie de infortunios que padeció aquella bisabuela, de la que sólo queda el rostro hierático en un retrato enmarcado, con el pelo recogido y la débil sombra de un bigote sobre unos labios finísimos, centenarios. Si se asume que una saga familiar es un relato a varias voces, variopinto y abierto, en continua expansión, atravesado por tantos trascendidos como sucesos probados, la tarea de ponerlo por escrito se vuelve más propia de un novelista que de un memorialista.

La literatura, que sabe desde hace rato de sagas familiares, no se cansa de sumar al mosaico inmemorial de su entramado nuevas variaciones sobre el tema. Claus y Lucas, la saga familiar pergeñada por la escritora húngara Agota Kristof (1935-2011), es un punto más que destacado, que cuestiona, como veremos, el propio dispositivo de contar una familia.

Entre las bombas

En 1956 Kristof tenía 21 años cuando, en compañía de su esposo y de su hija de cuatro meses, escapó de la metralla de la Policía de Seguridad del Estado y de las tropas soviéticas dedicadas a sofocar la revolución contra la República Popular, rumbo a la ciudad suiza de Neuchâtel. Mucho antes de escribir una palabra, literariamente hablando, trabajó varios años en una fábrica de relojes, crio a su hija, se separó de su marido, estudió francés, garabateó algunos versos y empezó a pergeñar historias. Tenía más de 50 años cuando publicó la novela El gran cuaderno (1986), primera parte de una trilogía que se complementaría con La prueba (1988) y con La tercera mentira (1992), que, agrupadas bajo el título Claus y Lucas, publicó recientemente la editorial española Libros del Asteroide (la misma edición que Aleph Editores publicó en 2007).

La brutalidad de la guerra, el inestable silencio que se arrastra entre el estallido de las bombas y la noción de desplazamiento forzado, cuando el sitio que uno habita se convierte en campo de batalla de las facciones en disputa, son la banda (o el ruido) de fondo de esta poderosa trilogía en la que Kristof relata la historia de dos hermanos en medio de un mundo embrutecido, como un eco de su propio periplo de madre reciente huyendo de las botas soviéticas.

Dos hermanos

El país no se menciona y la ciudad tampoco; tanto da. Puede ser Hungría, puede ser Polonia, puede ser Austria o puede ser Rumania; el siglo XX europeo, que tanto supo de conflictos armados, le da el marco espacial a la historia de los hermanos gemelos Claus y Lucas, que, arrancados por las garras de la guerra de la casa familiar, deben irse a vivir con una abuela que no conocen, una vieja insoportable y mal arreada que cría gallinas y carpe una huerta cercada por abrojos. Insertados en una comunidad hostil, huérfanos y apaleados, Claus y Lucas aprenderán los rudimentos de la escritura y las técnicas del trapicheo, se iniciarán en el comercio sexual y dominarán el arte del chantaje a pequeña escala, aplicado sobre otros seres tan excluidos como ellos, al tiempo que perfeccionarán el odio hacia esa abuela que los acogió como a dos apestados.

La fuerza demoledora de esa particular novela de iniciación que es El gran cuaderno, el primer libro de la trilogía, una suerte de asunto a lo Charles Dickens pasado con saña por una máquina de moler carne, descansa en dos factores: la sordidez de las historias que hilvana y la primera persona del plural que relata los hechos –la voz indistinta de los dos hermanos–, en un tono telegráfico, desprovisto de sentimientos, que por eso mismo vuelve más lacerantes a las maldades que se describen.

El proyecto de Kristof comienza a cristalizarse en el segundo libro, La prueba, que retoma a los personajes, el escenario y la historia de El gran cuaderno pero con un salto hacia la tercera persona del singular. Ahora, un narrador omnisciente es el que cuenta los hechos, siguiendo a uno solo de los hermanos, comenzando a poner en escena el gran juego formal de la autora, que de pronto deja en evidencia que no es la anécdota el centro del asunto, sino quién y desde dónde está contando la historia.

El cierre y la conjunción de las técnicas desplegadas por Kristof en su saga familiar, permanentemente corregida y aumentada, se concreta en La gran mentira, el tercer libro, en el que los narradores no sólo cambian el punto de vista y el rumbo de los hechos contados, sino que cuestionan –ya desde el propio título– la veracidad de todo lo que se ha venido refiriendo. En La gran mentira desaparece el tono monosilábico de los dos libros anteriores, y los narradores, que en realidad pueden ser todos el mismo, despliegan una arborescencia léxica y descriptiva, sin evitar la gravedad de las peripecias ni el sino trágico de las vidas de los dos hermanos que, a esta altura, es posible que ya no sean gemelos, ni hermanos de sangre y ni siquiera hermanos.

Para finalizar, un último subrayado sobre el tratamiento de la saga familiar que emprendió Kristof al publicar estos tres libros en un lapso de seis años: todos los personajes centrales, en algún momento de la trama, escriben. Escriben a mano en cuadernos o papeles sueltos, registrando su cotidianidad, sus sueños, sus memorias e incluso algún poema, como una forma de legitimar la práctica de la escritura en los ambientes más adversos (trincheras, celdas, convalecencias), volviendo así al acto de la mano desplazándose sobre el papel un hecho necesario, decididamente vital.

Claus y Lucas. De Agota Kristof (incluye los libros El gran cuaderno, La prueba y La mentira). Traducción de Ana Herrera y Roser Berdagué. Barcelona, Libros del Asteroide, 2019. 472 páginas.