Hace ya bastantes años, el biólogo británico Richard Dawkins publicó un libro titulado El gen egoísta. Desde entonces la cultura pop lo ha asimilado de varias y dispares maneras, pero su propuesta básica es fácil de distinguir: se trata de pensar en la evolución desde el punto de vista de los genes, en lugar del más convencional centrado en los individuos o las poblaciones.

Es tentador extrapolar esta idea a Serotonina, la más reciente novela de Michel Houellebecq, y pensar la novela completa no desde la muy literaria perspectiva de la “caracterización” y las “emociones” de sus personajes, sino desde la de ciertas moléculas, cuya interacción genera lo que al nivel de los individuos podemos llamar “comportamientos”, “ideas”, “sentimientos”, “emociones”.

Así, para mantener a flote sus niveles de serotonina, Florent-Claude Labrouste, el protagonista y narrador de la novela, recurre al Captorix, un nuevo antidepresivo de nombre jocosamente galo. Y resulta que la droga da resultado, más o menos, pese a la necesidad de aumentar progresivamente la dosis y, especialmente, a los efectos secundarios: el más notorio de ellos, la desaparición de la libido.

Ahí tenemos las premisas. Houellebecq se las arregla para desarrollarlas hasta construir una novela intrincada, de una complejidad que parece esconderse detrás de la aparente sencillez narrativa de la primera persona y la prosa fluida.

Florent se nos aparece de inmediato como un hombre inteligente e instruido a la vez que cínico, misántropo y desencantado, con opiniones sobre más o menos todas las cosas y tan pocos reparos para sacarlas a la luz como para actuar siempre de acuerdo con sus propios fines (por ejemplo, cuando planifica matar a un niño para salirse con la suya con una ex). Para un lector más o menos enterado de la carrera de Houellebecq es fácil saltar el abismo y asumir que lo dicho por el personaje-narrador equivale a las opiniones del autor, convirtiendo así a Serotonina en una suerte de ensayo narrativo de Michel Houellebecq sobre la Francia contemporánea, Europa, el capitalismo tardío, la agricultura en la era de los transgénicos y los pesticidas, Monsanto y la política folk de Occupy y los Indignados (de hecho, la novela, escrita hace más de un año, se anticipó al movimiento grassroots de los Chalecos Amarillos). Las conclusiones a sacar, por supuesto, quedan a cuenta y riesgo de cada lector, pero lo cierto es que la notoria maestría narrativa de esta novela viene acompañada por (o equivale a) un refinamiento sublime del arte de la provocación, por ejemplo, desde el aparente elogio a Francisco Franco de la página 33, en donde se lo propone como “un auténtico gigante del turismo”.

Y así aparece una segunda tentación interpretativa: atribuir al uso del Captorix el “estado mental” del protagonista, sus ideas y su lectura de la realidad, como si se dijera que un hombre normal sería incapaz de pensar estas cosas.

No faltará, entonces, quien hable de “deshumanización” para dar cuenta del estado de Florent, y en ese sentido cierto conocimiento de las novelas anteriores de Houellebecq parece venir a cuento. En esta línea (y si se entiende “humanismo” como una categoría amplia que incluye nociones de la “naturaleza” o la “condición” humanas vinculadas a la finitud, el libre albedrío, la individualidad, la personalidad, la subjetividad, la espiritualidad), el inhumanismo se vuelve un tema clave, más allá (y una vez más esto queda a cargo del lector) de la posible postura al respecto atribuida al autor del libro.

Más allá del principio de placer

La idea del deseo como elemento fundante o esencial de lo humano, sumada a la evidente cancelación de toda pulsión erótica en el protagonista, se convierte en el mecanismo narrativo-interpretativo que aleja a Florent de “la humanidad” y lo coloca en esa posición digamos fría o descarnada desde la que cuenta su historia. Pero en el fondo, como ya habíamos sospechado, no es la historia de un individuo, sino la de la interacción entre ciertas moléculas: las de los antidepresivos y las de las neuronas de ese gran ensamblaje de células, moléculas y átomos dado en llamar Florent. En otras palabras, en esta historia neuroquímica el libre albedrío, tan central a la perspectiva humanista, resulta por completo irrelevante.

Si se toma esta idea como central al libro, la política parece desvanecerse, al menos de la instancia de la enunciación por parte del personaje/narrador. Es cierto que en la novela hay un bloqueo de ruta llevado a cabo por agricultores que protestan contra la globalización, la ausencia de medidas proteccionistas en la Francia contemporánea y, en suma, el neoliberalismo y el libre mercado, pero si actúan así, si prenden fuego maquinaria agrícola, si disparan contra la Policía o si se suicidan como monjes autoinmolados en un documental sobre Vietnam, la razón es que ellos todavía desean, porque no toman Captorix. Por supuesto, que la política desaparezca del plano de lo narrado parece corresponderse con su reaparición en el plano más “real” del autor, pero para estar seguros de ello, una vez más, deberíamos presumir que sabemos que Houellebecq quiso 1) decir algo con su novela, y 2) que ese algo es tal y cual alegato político-humanista-anticapitalista, o tal y cual alegato pospolítico-inhumanista.

No voy a decir mi opinión acá, porque naturalmente carece de importancia. Pero sí me parece que vale la pena apuntar que a la literatura no le gusta el inhumanismo. Después de todo, suelen triunfar las historias que nos enseñan que no podemos escapar de ser nosotros mismos, que somos individuos con voluntad y esperanzas, que debemos fundirnos con la agencia común de la superación y emancipación humana y bla bla bla, aunque sea la comedia más boba con Jennifer Aniston como Madame Bovary. El materialismo indiferentista de HP Lovecraft y el nihilismo antinatalista de Thomas Ligotti, por dar dos ejemplos fáciles, parecen destinados a sobrevivir en tanto son leídos como horror, como género, como entretenimiento, en última instancia como algo distinto a la literatura en sí, que podrá prescindir del tema en virtud de la “forma” y pretender así el establecimiento de las condiciones de su propia “autonomía”, pero no parece tan cómoda con la desaparición del sujeto humano que ha tomado por protagonista.

A la vez, Florent, al final del libro, parece hacerse eco de aquella frase de JK Huysmans en el prólogo (escrito 20 años después de la novela) a À rebours, sobre que después de pensar, decir o escribir ciertas cosas, sólo queda “elegir entre una pistola o caer de rodillas ante los pies de la cruz”. Por supuesto que en última instancia no se trata (una vez más) sino de otro efecto de la interacción entre ciertas moléculas, pero al nivel de la narración los últimos momentos del relato (y acaso del narrador) parecen terminar de ofrecer una perspectiva más compleja sobre Florent: un burgués, en última instancia, un hombre siempre protegido por la securocracia que, al final, deja ver que todavía latía su corazoncito en su nueva y espectacular comprensión del “punto de vista de Cristo” y de que “Dios se ocupa de nosotros”. ¿Se trata de una concesión literaria al humanismo? ¿De un truco, un recurso retórico para ofrecer el cierre, la aparentemente necesaria closure, como una armonía que tiende a resolverse en el acorde de tónica? ¿O el mecanismo (digamos una vez más) “filosófico” de la novela nos previene de esa lectura? Dejar las preguntas sin contestar es, por supuesto, otro signo (acaso el mayor) de astucia literaria.

Cosa que no le falta a Michel Houellebecq.

Serotonina. Michel Houellebecq. Anagrama, 2019. 282 páginas.

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