El antropólogo español Carlos Giménez visitó Montevideo en el marco del proyecto “Localización de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS): promoviendo ciudades inclusivas y de paz en Iberoamérica”, del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) junto a la Intendencia de Montevideo y el Ayuntamiento de Madrid.

Giménez es docente en la Universidad Autónoma de Madrid. Inició su carrera estudiando el campo. “Era un campesinólogo”, describió. Con el fenómeno migratorio en España, comenzó a a estudiar ese tema, y desarrolla su carrera haciendo foco en la mediación. En 1995 propuso incorporar la mediación para trabajar en los conflictos migratorios. Define la interculturalidad como un concepto fundamental, porque tiene que ver con gestionar la diversidad cultural de forma pacífica y democrática.

Uno de los ODS, el número 16, es “Paz, justicia e instituciones fuertes”. En este sentido, el PNUD plantea desarrollar diagnósticos de violencias urbanas y de procesos de paz en tres ciudades: Montevideo, Praia (Cabo Verde) y Sucre (Bolivia). El piloto de esta investigación ya se aplicó en Madrid. Se trabaja en un proceso de diagnóstico participativo que es integrado por la sociedad civil, la academia y el gobierno departamental.

El diagnóstico en Montevideo se lleva adelante mediante coloquios individuales y grupales, entre otras metodologías. Durante su visita dialogó con la diaria.

¿Qué opinión te merece el término “aporofobia”, acuñado por Adela Cortinas, que refiere a la fobia a los pobres y las migraciones?

Es un concepto magnífico que tiene un punto débil. Adela Cortinas se ha dado cuenta de que las fobias –las xenofobias, la gitanofobia, la islamofobia– tenían un problema principal que es la pobreza. Sabíamos que el patriarcado y el machismo tenían que ver con el clasismo, y que eso a su vez tiene mucho que ver con el antisemitismo y el racismo, pero creo que no sabíamos bien qué tenían en común. Al principio se decía que el problema de la migración es la clase social, porque si quienes migran son los jugadores de la NBA se decía que no había racismo. Eso es discutible. Los judíos en Alemania no eran precisamente los proletarios, eran la clase media y alta, y sufrieron una violencia extrema. Hay algo que va más allá de la clase, porque también hay mujeres de clase media y alta que atraviesan discriminaciones. Entiendo que el concepto “delito de odio” es más fuerte, porque permite relacionar distintas categorías de discriminación. No se puede explicar las cuestiones culturales sin pensar en la economía política. La fuerza que tiene el concepto de aporofobia consiste en marcar que existe un odio al pobre, que hay una cuestión de clase brutal, que provoca abandono y expulsión. El punto débil es que al teorizarlo se vuelve otra vez a indicar que lo principal es la cuestión de clase, y se pierde algo que ya se había ganado, que es que para explicar la exclusión hay que trabajar juntos clase, etnia, edades, género y discapacidad. Son cinco formas de segmentación, y si no se contemplan todas se desdibuja la idea. No se trata sólo de “un tema de pobres”; si se enfatiza exclusivamente desde ese lugar se cometen errores. Además, es erróneo políticamente porque se pierden las alianzas con las clases medias, y sin ellas no hay transformación.

¿Qué es la paz?

La paz es la regulación pacífica de los conflictos. Los conflictos son naturales, permanentes, pueden ser positivos y significar un cambio social. No hay cambio social sin conflicto, tanto en la vida personal como en la política. Hace falta regular la discrepancia. También existe una conexión entre paz y justicia. No es posible la paz sin justicia social; en este sentido, la paz se convierte en una utopía, porque nunca ha habido justicia social. Entender la paz tiene que ver con comprender qué es violencia. Porque si paz tiene que ver con justicia social, obviamente la violencia no refiere sólo a la violencia directa sino a una violencia más profunda, que tiene que ver con la existencia de injusticia social.

¿Qué es violencia?

La violencia es una construcción social y política sobre la agresividad humana. Nadie duda de que somos agresivos y de que hay una agresividad humana que es mucho peor que la animal, que tiene que ver con la subsistencia y la evolución. Los humanos tenemos la tortura, la crueldad, el ensañamiento. Hemos batido todos los récords posibles en agresividad. La agresividad se puede convertir en violencia, pero también no hacerlo, porque la violencia es evitable. Se puede vivir en un mundo no violento, pero no se puede vivir en un momento sin agresión, porque somos agresivos. Tenemos un solo concepto de violencia, como agresión, como daño y no como desarrollo humano, pero con tres manifestaciones: la violencia directa, la indirecta o estructural y la ideológica. La violencia directa es visible, genera daños físicos y psicológicos; hay víctimas y victimarios claramente identificados. La violencia estructural muchas veces no es tan visible y no se percibe como violencia. Se tiene conciencia de que en el mundo hay desigualdad, pero no se tiene la idea de que eso es violencia, y lo es porque es un conjunto de construcciones que están causando un daño e impidiendo el desarrollo humano. Esta violencia no la produce cada persona, sino que lo produce el sistema. La violencia estructural es causal y es lo que genera violencia directa. Por otro lado, la violencia ideológica es aquella que justifica y legitima la violencia directa; se da en los medios de comunicación, en el arte y la cultura, en la política y en muchos otros escenarios. El concepto de violencia tiene una limitación que aparece cuando se amplía la mirada, porque parece que violencia es todo. La sociedad está segmentada y eso da una imagen de colosal violencia. Pero, en realidad, también hay mucha paz. Por eso, cuando se estudia la violencia también es importante estudiar la paz. De lo contrario, lo que hacemos es crear el problema: vivimos en un mundo violento en el que todo es violencia. Y no es así, la vida no es de violencia permanente.

Hablás de los medios de comunicación como creadores de violencia y de delitos de odio.

Los medios de comunicación son un factor fundamental para crear la paz, pero muchas veces predomina lo contrario. Los medios registran la sociedad. Muchas veces se intermedia entre la noticia y lo que quiere oír el receptor. Por ejemplo, si trabajamos en Malvín Norte tenemos que saber que es un barrio que está tratando de superar la imagen de ser un conjunto de asentamientos, que es todo lo que se nos dijo a lo largo de la historia. Basta con que haya un incidente para que haya un tratamiento de violencia. Ante un suceso, el titular típico sería “nuevo altercado y violencia en Malvín Norte”. Lo que está haciendo ese periodismo es exagerar, estigmatizar, generalizar y no contextualizar. Son elementos que fundamentan la violencia, que hace que se crea que ese barrio es una mierda y que no hay que ir porque lo que hay allí es violencia. La alternativa sería remarcar cuándo fue el último incidente y destacar que es un barrio que está luchando por desestigmatizarse, que estos casos también generan estupor y son rechazados por la gente que vive allí. El concepto de estigma es fundamental; hay una visión estereotipada de las cosas. Quienes comunican deberían hacer un esfuerzo para que la información no sea prejuiciosa, estigmatizante y estereotipada. Es difícil, porque las personas en sus casas no quieren una tesis doctoral sino una idea-fuerza, y tienen dos segundos para procesarla. Entonces el periodismo, que tiene esos dos segundos, da una etiqueta. Esa etiqueta normalmente es negativa, y las personas que viven en esos barrios no pueden salir de esa etiqueta. Esos actos de violencia generan dos ciudades: una visitable y otra no visitable.

Carlos Giménez.

Carlos Giménez.

Foto: Federico Gutiérrez

La seguridad ciudadana está, en teoría, a cargo de la Policía. ¿Debe ser patrimonio únicamente de la Policía?

No. Hay que partir de la definición de seguridad y de ver qué le compete a quién. La securitización es uno de los rasgos del neoliberalismo actual, que viene de la mano de la individualización de la vida, el consumismo y la mercantilización. Eso genera la idea de propiedad y, sobre esa base, se recomienda que te asegures, que pongas rejas en tu casa, que haya cámaras en las plazas y policías en los barrios. Hay que cambiar el paradigma de seguridad y asociarlo a un concepto de derechos humanos, que implica la seguridad de todos los derechos. Debo tener derecho a que no me roben, a preservar mi propiedad, a que no nos agredan físicamente. Sería bueno que exista una ciudad en la que las mujeres puedan pasear en todos los lugares y a todas las horas sin correr riesgos; eso es una ciudad segura. Pero si se entiende por seguridad sólo lo que tiene que ver con preservar las mercancías y los bienes queda un concepto muy reducido, que efectivamente es competencia de las fuerzas de orden público, porque la Policía es el organismo encargado de garantizar que no haya robos. Pero seguridad no es eso, y lo primero que se hace es reducir el concepto a reprimir el atentado de robo o delito. Ese es el concepto que tenemos todos, y todos entendemos que si nos hablan de “ciudad segura” es una ciudad sin robos. En las próximas décadas deberíamos entender que una ciudad segura es otra cosa, que tiene que ver con las seguridades para poder vivir, y que no esté supeditada al lugar donde se nace. Seguridad es muchas cosas: tener el acceso a los bienes públicos garantizados, que la esperanza de vida no dependa de dónde se nace, que el empleo no sea incertidumbre. La misión de la Policía no es vigilar la propiedad y a las personas, es garantizar los derechos humanos. Para eso tiene que formarse y comprender la diversidad social, tiene que ser de proximidad y comunitaria.

¿Cómo choca esto con las propuestas actuales de militarización de la seguridad?

Este es el campo de batalla, porque vemos por dónde deberían ir las cosas para el bien del conjunto de la ciudadanía y, sin embargo, aparecen estas propuestas. En las sociedades se crean tensiones, hay inseguridad, hay crimen organizado internacional, hay Estados fallidos, las policías muchas veces se ven superadas, y la ciudadanía pide que se garantice la seguridad. Es comprensible que ante el desborde de la inseguridad y los nuevos retos de la criminalidad se piensen alternativas. Pero la militarización es un riesgo y una involución enorme. El Ejército es un rasgo que representa a la violencia, igual que las armas. Como principio, lo primero que hay que decir es “no a los ejércitos como solución”. Hay que superar la idea de que si queremos la paz tenemos que preparar la guerra, porque la filosofía del Ejército es la guerra. Si lo que queremos es la paz tenemos que prepararnos para otra cosa. La militarización es una involución, y ya se ha comprobado empíricamente que no funciona como solución, sino que crea el problema. Nunca la intervención militar en la seguridad ha generado mayor seguridad, sino que ha creado muchos más problemas, como la corrupción militar y la violación de los derechos humanos, entre otras cosas. Si las formas de la seguridad actual no funcionan hay que probar otras cosas; hay muchas fórmulas posibles y ninguna debe incluir la militarización. Es un paso atrás, no resuelve el problema y promueve una visión del mundo que plantea que el uso de la fuerza es efectivo, y eso no es cierto. Es una alerta, porque esto puede ser un síntoma inicial de evolución hacia el fascismo. Decir que la solución es el Ejército es una posición que ya se ha conocido en la historia varias veces; ya sabemos a qué condujo y por eso hay que frenarlo.

La campaña que promueve, entre otras cosas, el uso de militares para la seguridad interna en Uruguay se llama Vivir sin Miedo. ¿Por qué resulta estratégico hablar del miedo?

La carta de derechos humanos de 1948 arranca diciendo: “Para que la humanidad se libere del miedo”. La paz es el no miedo. Se debe asumir la paz si se quiere vivir en una sociedad sin miedo. El lema “vivir sin miedo” es muy bueno, ya que todos quisiéramos vivir en paz. Ahora, una cosa es trabajar el miedo en el marco de una estrategia de seguridad colectiva, y otra es amedrentar con “vivir sin miedo”. Como diría [Michel] Foucault, esto es disciplinar, es decir, “usted tiene miedo y yo se lo voy a asegurar”. No hay que legitimar el miedo ni su uso. Una cosa es tratar de liberar a las personas del miedo, y otra es insistir desde una posición que nos termina volviendo pasivos ante el miedo. Una campaña para vivir sin miedo tendría que ser muy diferente, debería ser con las escuelas, con la educación pública, con los encuentros improbables, con la participación, con la Policía en los barrios pudiendo hablar con la gente. Así se lucharía contra el miedo, que es una lucha muy importante para poder liberar a la humanidad. Esta campaña hace uso del miedo como elemento en la sociedad y responde con una estrategia de la hegemonía neoliberal, que es el uso de la fuerza, que ya está demostrado que nunca funcionó y no va a funcionar. Para poder dar estas discusiones hay que entrar en el terreno de juego, entender las necesidades de la gente y entrarle a la cuestión del orden público.

En Montevideo existen “dos ciudades en una misma ciudad”. ¿Cómo se produce la segmentación?

Tanto Montevideo como Madrid son ciudades sumamente polarizadas. Hay un desequilibro territorial enorme. Hay múltiples causas que generan la gentrificación, porque no hay libertad de residencia: uno vive donde le dice el mercado que puede vivir. La limitación de derechos crea fragmentación. Hay que pensar en un urbanismo social y en un reequilibro territorial, que genere una sociedad para todas y todos y para todos los derechos. Es una propuesta feminista e intercultural.

¿Qué son los encuentros improbables?

Los encuentros improbables pueden ser una vía concreta para lograr cambios. Hay una constatación de que hay poca relación en la ciudad. Una de las representaciones de la globalización es pensar que todos estamos conectados, pero no es así: estamos muy desconectados. Hay una creciente soledad, mucha gente aislada, mucha gente mayor viviendo sola. Se habla de sociedades en paralelo, coexistencia o endogamia relacional. Frente a esto, está la alternativa de vivir en convivencia. Para eso es estratégico lo local y la inversión. Poder concentrarnos en lo micro, en lo barrial, porque ahí es donde se cuecen las relaciones. Hay que generar procesos participativos de largo aliento, que no sean sólo proyectos de intervención en los lugares. Tampoco se debe esperar que las personas tengan necesariamente que movilizarse políticamente para conseguir las cosas. En los barrios se deben concebir no sólo proyectos, sino los procesos participativos; también se debe ver que la comunidad no son sólo los vecinos, sino también los profesionales que trabajan en el territorio. Sin la experticia no hay desarrollo comunitario. Los actores políticos deben incorporarse a los procesos de transformación comunitaria.

¿Cuál es el rol de la mediación?

La mediación es una herramienta para crear espacios improbables. Es altamente improbable que las personas que están en cargos de poder se encuentren mano a mano con los líderes vecinales y con los profesionales que trabajan en territorio. Son tres lógicas, tres lenguajes, tres horarios y tres intereses. Cuando se consigue el encuentro es cuando pueden cambiar las cosas. Se quitan los prejuicios, se crean confianzas y se crea una programación comunitaria. Para eso hay que generar espacios de relación entre aquellos que casi nunca se ven.