Hacía calor y el aire estaba pesado. Era enero y no había viento. Los pronósticos del tiempo parecían horóscopos: daban lluvia y afuera encontrabas un sol radiante con 33 grados a la sombra; anunciaban tormenta y había una ola de calor atroz. Yo tenía que hacer una cata al aire libre. En realidad, era un sunset en una hermosa chacra marítima donde se presentaban vinos tintos. “¿A quién se le ocurre presentar tintos en verano?”, pensé. “¿Cómo sirvo estos vinos potentes en esta época y consigo que se luzcan?”. Porque, para colmo, eran vinos cargados. Mi solución: refresquemos, enfriemos rápido esas botellas.

Llegó el dueño de casa y me dijo que la indicación para esos vinos era que fueran tomados a temperatura ambiente. Lo miré con los ojos bien abiertos y cerré los labios presionándolos. Fue la expresión que me salió. No dije nada y empecé a armar el jardín para el servicio. Me puse debajo de un tilo donde corría un poco de aire. Puse las copas recién fajinadas, hice la mise en place y armé dos champañeras grandes con hielo y agua. Vinieron a decirme que no había vinos blancos ese día, que no necesitaba hielo. Asentí y seguí. Les puse film a las botellas para no mojar las etiquetas y metí todas a enfriar, salvo una de cada una que dejé para presentar sin abrir. La gente comenzó a llegar y retiré el nailon de las etiquetas. Cuando los veo entrar, me doy cuenta de que el dress code era ir de blanco: pantalones de lino, sombreros, capelinas, camisas de algodón… todo impoluto. Inmediatamente imaginé el final: todos violeta.

Comencé la charla. El dueño de casa me odió por tener los vinos en frío y empezamos un duelo de miradas. Me interrumpió para decirles a sus invitados que esos vinos eran para tomar a temperatura ambiente. La tensión aumentó, pero yo no quería tener una discusión. Hacía mucho calor y los vinos que estaban sin refrescar parecían una reducción tibia de cereza y chocolate. A decir verdad, eran un jarabe dulce horrible. Esa situación, que para mí fue eterna, duró segundos hasta que uno de los invitados, al ver la terquedad del anfitrión, preguntó: “¿La temperatura ambiente de invierno, de verano o de la cava?”.

Estaba salvada. Sentí la calma correr por mi espalda. El amigo del dueño me habilitó a hablar de la temperatura de servicio y el evento empezó a fluir. Los vinos se sirvieron frescos, y serví poco para que no se calentaran en la copa. El propietario se relajó al ver que se había generado una conversación, que todos estaban atentos y disfrutando del verdadero protagonista, el vino.

Siempre se genera ese misterio en el servicio. Las etiquetas dicen una temperatura, los sommeliers a veces decimos otra y sabemos que nadie anda con un termómetro a la hora de servir una copa (salvo casos excepcionales). Si bien los más expertos acostumbran manejar la temperatura con sólo tomar la botella, el consumidor no tiene por qué saber hacerlo, y esto tiene sus consecuencias. Muchas veces no nos gusta un vino porque está servido a una temperatura inadecuada, y la temperatura ambiente a la que se refieren muchos para tomar tintos es la de una cava de guarda. O sea, dependiendo del estilo del vino, entre 13 y 15 grados, y esta temperatura corresponde más o menos a unos 15 o 20 minutos con la botella en la heladera. Como me enseñó hace tiempo el propietario de una bodega, cuando el vidrio está fresco, el tinto está listo. Siempre prefiero pecar sirviéndolo un poco más frío y calentarlo tomando el cáliz entre las manos, que servir un caldo.

Volviendo al sunset, mi premonición del violeta se hizo realidad. Ayudé a una señora muy preocupada por las manchas en su vestido de algodón peruano. Como no había vino blanco para quitar la mancha (si se manchan con tinto, se quitan con blanco), se la saqué con un vinagre blanco que encontramos en la cocina y un poco de bicarbonato. El vestido quedó perfecto. Varios curiosos miraron atentos y repitieron el procedimiento. Habíamos salvado varias prendas, incluso la camisa del terco propietario.

Se hizo la noche y todos se fueron con una sonrisa. El vino se lució una vez más. Yo también me fui contenta, porque más que un cliente gruñón y lleno de manías con una maravillosa colección de vinos, hice un amigo con quien compartir copas y atardeceres en la chacra.