Dos fenómenos de reciente manifestación global y local están generando transformaciones en la forma en que se hacen las transacciones de mercado (para el presente artículo, es de especial interés lo que sucede en el espacio de las operaciones microsociales) y en la manera en que se accede a bienes y servicios, generando hechos novedosos asociados a nuevos hábitos de consumo y modalidades de transacción, que hasta hace relativamente poco tiempo no figuraban en nuestro horizonte de materialidad. Pongamos como ejemplo la masificación de tarjetas de crédito internacionales extrarregionales que hoy varios miles de uruguayos utilizan por primera vez en su vida. Estas tarjetas llegaron a ellos en muchos casos sin haberlas solicitado siquiera y son utilizadas en las más variadas operaciones de compra de bienes y servicios. Muchas veces, estas transacciones se llevan a cabo mediante plataformas digitales que permiten adquirir bienes en grandes almacenes de China (Alibaba, por ejemplo), Estados Unidos (Amazon, por ejemplo) o donde sea que ubiquen sus centros de logística las empresas.

Además, las operaciones que se realizan por medio de las plataformas digitales incluyen la novedad de poder contactar a un proveedor, sin mediar la existencia de espacios físicos para adquirir los productos ni la acción de intermediarios. Dichos fenómenos podrían enunciarse como las manifestaciones locales de fenómenos de alcance internacional como son el comercio electrónico (e-commerce) y la economía colaborativa o compartida (shared economy). En relación con el comercio electrónico diremos, en pos de una aclaración de términos, que refiere a las operaciones de compraventa que se realizan por internet, en las que los pagos se hacen a través del soporte electrónico de tarjetas de crédito y/o débito y/o entidades bancarias, y en las que además tienen particular importancia las operaciones de entrega (muchas veces en el domicilio) y la gestión del respaldo técnico, garantías y reclamos. Estos últimos generalmente son delegados (externalizados) en centros de atención telefónica que pueden ubicarse en cualquier parte del mundo, en Uruguay, en Chile o Perú, en República Dominicana o en China (literalmente). Se estima que en países como Dinamarca o Noruega, con datos a 2016, más de 75% de la población ha hecho compras y contratos de servicios mediante plataformas digitales utilizando medios de pago electrónicos y en modalidad de entrega a domicilio.

La economía colaborativa, por otra parte, configura una realidad con millones de usuarios en todo el mundo, y Uruguay no es ajeno a ello. Supone, en términos gruesos, transacciones entre dos o más personas, sin intermediarios y en régimen de horizontalidad. Como veremos, bajo ese paraguas se refugian modelos de negocio muy distintos: desde conexiones verdaderamente horizontales entre usuarios hasta la acción mediada por grandes plataformas que son verdaderas multinacionales de la economía colaborativa y del comercio electrónico. La falta de legislación, o la apenas incipiente adecuación de los requerimientos normativos que regulen dichas actividades, genera que se den situaciones muy diversas y que tengamos verdaderos intentos de economía colaborativa que parecen realizar el ideal de un uso más racional de algunos bienes, como los automóviles (tal es el caso de páginas de Facebook cómo Voy a dedo o Voy para, en las que un usuario de automóvil comparte, con otros interesados en viajar al mismo destino, los asientos libres y los gastos de transporte) hasta algunos emprendimientos que desde la articulación de los sitios y páginas web que ofrecen el servicio de conexión entre pares generan verdaderas ganancias multimillonarias, como Uber, Cabify o la que podríamos denominar como la mayor cadena hotelera del mundo, que sin embargo no posee un solo edificio, como es Airbnb.

El soporte de las transformaciones 4.0

Completando el cuadro de novedades en el que se inscriben los fenómenos que venimos analizando, podemos agregar una consideración por algunas de las dimensiones que definen la cuarta revolución tecnológica (o industrial). Dicho proceso de transformación e innovación tecnológica y productiva se caracteriza especialmente por la articulación y potenciación de desarrollos y posibilidades existentes anteriormente, y en especial por la convergencia de las tecnologías digitales, físicas y biológicas. Un ejemplo de los desarrollos que estamos describiendo es la internet de las cosas, que designa el proceso de conexiones y operaciones autónomas de las máquinas a través de la red (por ejemplo, las actualizaciones automáticas), pero tanto la red como las máquinas ya existían previamente. Por ello, la cuarta revolución industrial también se puede considerar segunda era de las máquinas (Schwab, 2016). La primera era de las máquinas la constituyó el inicio de la internet y la robótica a mediados del siglo XX, y estaríamos asistiendo a la segunda era a partir de los desarrollos actuales.

Fenómenos como las ventas por internet, la conexión directa entre personas para contratar servicios de alojamiento, la posibilidad de hacer un uso racional de recursos compartiendo existencias materiales, las transacciones que se realizan comprando objetos en un almacén del exterior desde un smartphone, entre otras, establecen un marco de novedades característico de la economía digital y están introduciendo modos de estar incluidos en el circuito de producción, distribución y consumo no conocidos anteriormente y que tienen impactos en muchas dimensiones, incluyendo las del trabajo y el empleo.

Colaboradores del mundo: ¡uníos!

En el mundo del trabajo, alguno de los disruptores más importantes son las plataformas de transporte de pasajeros o de entrega de productos a domicilio. A través de ellas se conecta en la modalidad persona a persona quien requiere transporte particular o entrega de mercaderías (empresas como Rappi Pap, Uber, Glovo y otras logran ganancias multimillonarias en este tipo de actividades). La modalidad en la que se hace la contratación del servicio, en la que interviene la plataforma que es vehículo para la conexión, sumada a la forma de pago (mediante transacciones online) más la insistencia de que los trabajadores que realizan la tarea, serían (en el planteo de las empresas-plataformas-aplicaciones) autónomos colaboradores que cobran por un servicio, nos permite ver una compleja interacción de elementos del comercio electrónico articulados con supuestos o presunciones de la economía colaborativa.

En relación con los trabajadores de aplicaciones como Glovo, Rappi Pap o Uber existen claros indicios de relaciones de subordinación a la aplicación-empresa-plataforma: esta fija los precios del servicio, controla horarios de trabajo, establece premios y sanciones a los operarios, y fija condiciones para la tarea (por ejemplo, un chofer Uber, no puede rechazar un viaje después de haberlo aceptado). Todo ello da cuenta de relaciones de subordinación que, además, se inscriben en el registro de la precariedad y la inseguridad. La afectación de estos factores es tal que recientemente la Organización Internacional del Trabajo (OIT) ha propuesto considerar de manera muy cuidadosa los efectos de este tipo de trabajos, vinculando lo que llama “jornaleros digitales” con formas de explotación que se remontan a prácticas laborales del siglo XIX (la inexistencia de días de descanso pagos, por ejemplo).1

Las promesas incumplidas de la economía colaborativa

La primera publicación académica acerca de esta modalidad data de 1978 (Da Silveira, Petrini y Dos Santos, 2016) y en ella se conceptualiza por primera vez el consumo colaborativo. Felson y Spaeth lo definían como las prácticas que se daban entre personas con lazos familiares que llevaban a cabo operaciones de consumo que favorecen al conjunto, al compartir costos y usos de manera racional y eficiente. En 2010 se conceptualiza una forma de consumo compartido que no busca reciprocidad y otro que sí genera reciprocidades; el primero sería más cercano a nuestra concepción de solidaridad, mientras que el segundo ya se ubica en una relación bidireccional de tomar-dar. A partir de entonces las publicaciones, las conferencias y los artículos de prensa y académicos acerca del fenómeno se han multiplicado exponencialmente. Los más entusiastas defensores de la economía colaborativa veían en esta una acción de racionalidad para combatir los efectos más perjudiciales del consumismo, un relativo aporte a la reducción a nivel global del consumo de energía y una promesa de emancipación económica de los ciudadanos, que pasarían a ser productores-consumidores libres conectados en condiciones de horizontalidad mediante las posibilidades del desarrollo de páginas y aplicaciones creadas a tal fin. Pero, lejos de cumplirse tales promesas, hoy es claro que grandes empresas de la economía digital, como Uber y Airbnb, tienen muchos efectos nocivos. Para empezar, los efectos de la competencia en desigualdad de condiciones que les plantean a las empresas de la economía formal; y la débil legislación en la materia, que permite que estas grandes firmas no tengan las obligaciones impositivas que sí deben afrontar empresas de la hotelería o del transporte de pasajeros. Además, la ya referida pretensión de autonomía termina generando precariedad en el empleo, reforzando formas de explotación capitalista ya conocidas hace tiempo por los trabajadores (trabajo a destajo, por ejemplo). A las promesas de autonomía y emancipación les ha sucedido que quienes ofrecen un servicio por medio de estos gigantes de la economía digital terminan siendo un poco menos dueños de su bien (la habitación en la casa o el automóvil), que pasan a ser gestionados por una plataforma que se queda con gran parte de las ganancias. Existen, además, y sólo a modo de ejemplo, otras externalidades negativas, como la afectación sobre el mercado inmobiliario en muchas ciudades donde el negocio de alquilar por día mediante las plataformas ha generado una verdadera escalada inflacionaria en los precios del alquiler de vivienda. Si la economía colaborativa quería constituir “movimiento”, se trata, en todo caso, como señala Fabio Chiusi (2016), de una fuerza que presiona para realizar una forma de explotación capitalista todavía más rígida, que hace confluir desregulación y nuevas formas de consumismo y de precarización laboral. Para ilustrar el planteo, Chiusi cita al director ejecutivo de Airbnb, Brian Chesky, quien en una publicación corporativa ilustra la “utopía” de la compañía: “construir una ciudad compartida, en la que las personas son microempresarios”. El planteo tiene una finalidad, seguramente, y una racionalidad práctica que podemos inferir a partir de las características de este tipo de negocios: una ausencia de regulación y controles estatales, con el consiguiente efecto de rentabilidad mejorada, en particular para la compañía-aplicación.

Para seguir rumiando pensamientos

El desarrollo del comercio digital parece introducir, desde el punto de vista del consumidor final, la posibilidad de una mayor libertad a la hora de consumir productos y servicios. Los mercados dejan de ser locales y la variedad de posibilidades potencialmente accesibles se multiplica. En un período histórico marcado, en nuestro país y en la región, por largos períodos de recuperación del poder adquisitivo de las mayorías, no parece negativa esa ampliación de posibilidades. Por supuesto que una parte de los comerciantes locales se queja, pero en su propio desarrollo, de acuerdo a las leyes del capitalismo que abrazan, tendrán que buscar los métodos para paliar la posible fuga de consumidores a otros espacios de ventas.

Por otra parte, la economía colaborativa, si se pudieran desmontar las operaciones de cooptación del fenómeno desarrolladas por las grandes multinacionales del negocio, introduciría, desde la perspectiva de los ciudadanos, la posibilidad de un uso más eficiente, social y ecológicamente sustentable, de recursos caros y que muchas veces están subutilizados (autos viajando con un solo pasajero o viviendas con habitaciones sin utilizar). Por el momento, la perspectiva de acciones económicas de base, con potencialidad emancipatoria, no se realiza y lo que se ha configurado es un gran negocio para unas cuantas corporaciones gigantes, y, como dijimos, han surgido nuevas formas de precarización del trabajo para los operarios.

Jorge Peloche es magíster en Psicología Social.

Referencias

Chiusi, F (2016). “Economía colaborativa: pues no, las personas no son empresas”. Revista Digital sin Permiso, 27/03/2016.

Da Silveira, LM, Petrini, M y Dos Santos, ACMZ (2016). “Economia compartilhada e consumo colaborativo: o que estamos pesquisando?”. REGE-Revista de Gestão, 23(4), 298-305.

Schwab, K (2016). La cuarta revolución industrial. Debate.