Existe consenso científico sobre que estamos ante los límites biofísicos del planeta. La urgencia temporal de la situación que vivimos ha sido resaltada en el último informe del IPCC (Intergovernmental Panel on Climate Change de la ONU, 2018), el cual advierte que si las emisiones de carbono no se reducen, aumentarán los problemas de acceso al agua, las tormentas extremas y la pobreza. Otro informe científico reciente (International Center for Integrated Mountain Development, 2019) muestra que los hielos de los Himalayas están derritiéndose rápidamente, lo que producirá inundaciones y reducirá el acceso al agua en la región, afectando a más de 1.000 millones de personas. A nivel global, la disrupción climática se traduce en una crisis hídrica y agroalimentaria, además de intensificar la extinción de especies y la acidificación de los océanos.
Los efectos de la acción humana en el ambiente están produciendo esta crisis socioecológica, que está directamente relacionada con un modelo económico y social basado en el crecimiento ilimitado, sostenido por la explotación de la naturaleza y de las personas. Esta explotación no afecta a todos y todas de igual manera. La explotación de la naturaleza genera un mercado global que diferencia a los que proveen materias primas de quienes las procesan. La explotación humana crea jerarquías sociales y acceso diferencial a los bienes comunes, justificándolo por medio del patriarcado y el racismo. Por eso, esta es una crisis social y no sólo ambiental. ¿Cuál es la respuesta a nivel político ante esta crisis?
Si examinamos las noticias internacionales, estas nos informan que una nueva representante en el Congreso de Estados Unidos, Alexandria Ocasio-Cortez, propuso un paquete de políticas verdes (Green New Deal) para responder a la crisis ambiental y económica. También leemos que el presidente mexicano, Manuel López Obrador, canceló un megaproyecto para expandir el aeropuerto de la capital por su impacto ambiental y social, luego de llevar a cabo una consulta popular. Estas acciones responden a una conciencia social y política de la crisis ecosocial que se vive a nivel mundial. Sin embargo, en Uruguay no ocurre lo mismo. ¿Por qué no se discute a nivel político-nacional la crisis ecosocial que estamos viviendo?
Las aguas contaminadas de nuestras playas hacen que no podamos bañarnos y afectan nuestra salud. El agua de los ríos con altos niveles de nutrientes provenientes de un modelo agropecuario que usa fertilizantes sintéticos y agrotóxicos mata animales y enferma a los trabajadores. La disrupción climática que produce olas de calor extremo e inundaciones afecta mayormente a las zonas más pobres de nuestro país. Estos acontecimientos parecen no registrarse en el debate político local. Es más, la relación entre estos acontecimientos, nuestras actividades económicas y las políticas públicas tampoco se pone de manifiesto. La crisis ecosocial está en la periferia de la agenda política uruguaya y esto implica que no tengamos respuestas a corto, mediano ni largo plazo para enfrentar la nueva realidad que vivimos.
A nivel nacional, científicos de la Universidad de la República han advertido sobre la contaminación de nuestras cuencas y cómo esto pone en peligro nuestro acceso a agua potable (por ejemplo, Aubriot, Delbene, Haakonsson, Somma, Hirsch & Bonilla, 2017). También ha habido estudios locales que muestran cómo el modelo de producción agropecuaria y forestal intensivo tiene impactos ambientales negativos en la calidad del suelo, la biodiversidad y la salud de las personas (por ejemplo, Núcleo Interdisciplinario Colectivo Tá; Chiape, 2018; Evia, 2018). Los movimientos sociales han denunciado esta situación crítica.
Estos impactos ambientales y sociales afectan de forma desigual a la ciudadanía. Quienes no tienen acceso a agua limpia no pueden comprar filtros o agua embotellada, son las y los más pobres. Quienes viven en zonas más propensas a las inundaciones son los y las que tienen viviendas más precarias. Quienes ponen en riesgo su salud al manejar productos tóxicos son trabajadores y trabajadoras con poca representación sindical.
El mito del desarrollo basado en el progreso ilimitado todavía es aceptado como la única forma de resolver nuestros problemas. El mantra es que se necesita crecimiento e intensificación de la producción para poder redistribuir. Basados en esta premisa se diseñan e implementan políticas de Estado y se toman decisiones que usan como criterio central el rédito económico, considerando como costos colaterales aceptables los impactos ambientales y sociales.
Este mito permite justificar megaproyectos extractivistas como UPM2, a pesar de su impacto negativo a nivel ambiental y social. No se ve el costo de la fragmentación social que resulta de dividir poblados con un tren, o de intensificar el monocultivo con pesticidas, o de largar más fósforo a nuestros ríos. En este tipo de emprendimientos se busca mitigar y disminuir los impactos negativos a nivel ambiental y social ante la opinión pública, sin siquiera cuestionar que los beneficios económicos pueden no ser suficientes para justificar estas consecuencias.
Otro ejemplo del funcionamiento de este mito a nivel nacional se observa en políticas de manejo y uso del agua. Las cuencas de nuestro país se ven afectadas por un modelo agropecuario intensivo que depende del uso de fertilizantes y agrotóxicos. Los resultados de estos usos de las cuencas de agua han afectado la calidad de estas, por lo cual hoy pagamos una tasa ambiental para la potabilización del agua que consume la población en general. La promoción de este modelo productivo mediante beneficios fiscales y la falta de penalización a quienes contaminan nuestras aguas favorecen el desarrollo de estas actividades que afectan negativamente la calidad de las aguas y la vida de nuestra población. La riqueza que se produce en términos monetarios a corto plazo para unos pocos afecta negativamente la calidad de vida de todas las personas a largo plazo.
Este mito del crecimiento ilimitado es lo que nos ha traído a este punto de crisis ecosocial a nivel local y global; por lo tanto, si continuamos por este camino, los escenarios futuros serán ecológica y socialmente más adversos. La buena noticia es que existen alternativas. Podemos transformar nuestro modelo productivo, regenerar nuestros ecosistemas y organizar nuestra vida de manera más sustentable y socialmente justa.
El debate político necesita incluir una agenda para la transición ecosocial con participación ciudadana que resulte en estrategias y políticas concretas para encarar esta crisis. Ya existen experimentos aislados (por ejemplo, el Plan Nacional de Agroecología), legislación (por ejemplo, la Ley de Ordenamiento Territorial 18.308) y políticas públicas que pueden ser incorporadas a esta iniciativa. Lo que falta es una visión holística y a largo plazo que priorice el sostenimiento de la vida. Esto implica que los planes estratégicos y las decisiones políticas incluyan principios que vayan más allá de lo económico integrando criterios ecológicos, sociales y culturales en un mismo nivel de importancia. La transición ecosocial requiere de una nueva forma de pensar.
Todavía tenemos chance de revertir la situación si tomamos acciones concretas para el cambio. Lo que se necesita es voluntad política y liderazgo para encarar la construcción de otro tipo de sociedad. El período preelectoral es la coyuntura ideal para traer los debates ecosociales a la esfera pública. ¿Quién se anima a traer el ambiente a la discusión política?
Mariana Achugar es ecofeminista, docente e investigadora de la Universidad de la República.