El título tiene al menos tres sentidos. Por un lado, el pozo en cuestión es la locación de la película, una cantera abandonada donde se formó un laguito y que algunos de los habitantes del ficticio pueblo de Suárez usan eventualmente como playa. En un sentido más metafórico (explicitado en uno de los diálogos) el pozo es ese pueblito específico (y, generalizando, otros como él), en donde las perspectivas de carrera son ínfimas y la mayoría de los jóvenes aspiran a mudarse a la capital. Además, los personajes están en el pozo, como quien dice que están en el horno o en la lona: confinados a ese lugar, con fricciones entre ellos por las tensiones del triángulo amoroso entre Bruno, Alicia y Tincho, por las disonancias entre Montevideo y el interior y, luego, sacudidos por la violencia que se les escapa de control.

Toda la película transcurre en la cantera, en el correr de una tarde, esencialmente con cuatro personajes (hay una quinta persona, con una participación ínfima). La cantera le da una fuerte y peculiar expresividad visual a la película, que impregna los otros sentidos de pozo aludidos arriba: la aridez, la decadencia inherente a una obra abandonada, la falta de horizontes –la cámara, aun cuando está en lo alto, nunca mira hacia afuera de la cantera, salvo por el cielo–. El reparto está compuesto por caras nuevas, y esto es muy bienvenido en el cine uruguayo, porque esta generación, criada en un mundo en el que lo audiovisual es mucho más cotidiano, llega al cine sin tanta carga de cultura teatral como la que formó a la mayoría de los intérpretes consagrados. Y además, sin tratarse específicamente de una película generacional, ese reparto propicia un elemento de identificación para un público más joven.

En el pozo escapa al paradigma Control Z desde dos frentes aparentemente opuestos: los personajes conversan mucho y hay bastante acción física. El marco global es clásico, con una estructura en tres actos. Pero todo está trabajado con detallismo, inteligencia, imaginación y pericia. No hay nada superfluo: casi todo lo que se ve y lo que se dice va a tener un uso en la narrativa. Sobre los personajes no sabemos nada menos ni nada más que lo que se necesita para articular la anécdota. Cada uno de los objetos que van a ser relevantes está debidamente enfatizado por la cámara, aunque siempre con un pretexto funcional: la piedra con la que Tincho tropieza, el anzuelo, la tanza tirada en el agua, el cuchillo afilado para cortar el asado, el celular con los mensajes incriminadores. Quizá el único elemento puesto de relieve que no tiene una finalidad narrativa, sino poética, es el morrocoyo.

Que el guion sea convencional no quiere decir que no tenga elementos originales. El inicio es especialmente interesante, con su introducción paulatina del movimiento humano: luego de una serie de imágenes casi estáticas de aspectos de la cantera, la cámara se acerca al auto donde distinguimos a Alicia inerme. Podemos incluso –condicionados por la música ominosa del inicio– pensar que es un cadáver, lo cual es una manera ingeniosa y algo siniestra de introducir en la película el motivo expresivo de la muerte (así como el tratamiento gráfico de las letras en los créditos de presentación introdujeron el motivo del corte). Recién avanzado el plano siguiente la vemos respirar y terminamos de componer la situación. El escueto diálogo que sigue, entre ella y Tincho, expone sintética y hábilmente una cantidad de elementos importantes, pero reserva el lugar para una sorpresa (una minivuelta de tuerca) cuando, un par de minutos después, constatamos que ella es la pareja de otro. También hay una considerable dosis de sorpresa en los eventos más violentos del acto final. Más allá de que es Bruno el que va a terminar definiéndose como la figura villanesca, tanto Tincho como Alicia tienen su costadito perverso: él, en su agresividad hacia Bruno, que puede llegar a la crueldad física (la aflictiva situación de la zambullida en el pozo); y ella en el sentido de que, teniendo claramente un vínculo afectivo mucho más franco con Tincho, parece usar un poco al montevideano Bruno como apoyo para su vida estable en la capital.

Quizá haya faltado una preparación más lenta para justificar algunas de las peleas y la exasperación a la que llega Bruno en el acto central. La situación final con Paola tal vez no esté del todo clara. La música de Hernán González, sobre todo en los momentos más crispados, reposa un poco demasiado en clichés (la nota grave cuando el cuchillo se visualiza por primera vez como un arma). Pero En el pozo posiblemente sea la película más tensa que haya generado el cine uruguayo hasta ahora (incluidas las de terror). En ese sentido, su elemento más desubicado e inmaduro son los créditos finales animados sobre una canción pop, que parecen trasplantados de una comedia romántica con Matthew McConaughey, disipando en forma casi enajenada la gravedad del clima que se había construido.

La factura de la película es muy cuidada en lo visual y en lo sonoro. La dirección de arte es fantástica, tanto en la forma en que organiza la paleta de colores y armoniza con el paisaje, como en la clarificación de los objetos (por ejemplo, la distinción entre los celulares de Tola y de Alicia y la forma en que remarcan sus respectivas personalidades). Dentro del muy buen rendimiento de todo el reparto, Rafael Beltrán se destaca con el potencial de convertirse en estrella. Así que esta película atrapa, contribuye a ensanchar (con muchos méritos) el campo cada vez más diversificado del cine nacional, es uruguayísima esquivando los clichés más turísticos, y tiene ese alguito más –subtextos, personalidad visual, ingenio formal– como para sustanciar el disfrute de las situaciones.

En el pozo. Dirigida por Bernardo y Rafael Antonaccio. Con Paula Silva, Rafael Beltrán, Augusto Gordillo. Uruguay, 2018. Hoy es el preestreno; se estrena el 7 de marzo a las 19.45 en Life Alfabeta.