Por instinto, Igor Yebra (Bilbao, 1974) aprendió a cuestionar el transcurso habitual de una vocación: pasó de jugar en las inferiores del Athletic de Bilbao a dedicarse al ballet, y, a los 15 años, ya bailaba en la compañía del español Víctor Ullate. Al poco tiempo, decidió apostar por una carrera freelance que lo llevó a trabajar en decenas de compañías, como el Australian Ballet, el Ballet Nacional de Cuba y La Scala de Milán. “6.000 personas aclaman al bailarín Igor Yebra en el teatro del Kremlin”, tituló a fines de 1998 El País de Madrid, cuando el Palacio de Congresos del Kremlin “se vino abajo” aclamando su protagónico de Don Quijote. Para otros, su verdadera gesta fue en 2004, cuando se convirtió en el primer bailarín extranjero en interpretar Iván el Terrible, del mítico Yuri Grigorovich, también en el Palacio del Kremlin.

Con una trayectoria de tres décadas, el año pasado Yebra asumió la dirección del Ballet Nacional del SODRE (BNS). Y poco antes de que el BNS comience su nueva temporada, el director multiplica los significados: reflexiona sobre la práctica, el futuro del ballet y la necesidad de que el público se apropie de la compañía, profundizando en los bailarines y su capacidad para amplificar las resonancias de un paisaje en mutación constante. “El bailarín es un ser que se crea entre tres paredes y un espejo, y un ser adelante que le dice ‘sí’, ‘no’, ‘está bien’ y ‘está mal’. Y lo único que tiene como referencia es la imagen que el espejo le proyecta; una construcción de sí mismo que, además, es falsa. El bailarín es un ave maravillosa y muy frágil, porque le crean sus propias inseguridades, que resultan convenientes, porque los vuelve más dóciles”, dice, convencido de la necesidad de llenar de sentido a la técnica; de que los bailarines logren apropiarse de su interpretación, y, al encontrarla, puedan afirmar su verdad. Para él, el baile es un compendio de todas las artes, y no comprende a los bailarines que no se interesan por la cultura, que “son la gran mayoría”: “Si piensas que el bailarín esculpe con su cuerpo, pinta movimientos, cuenta historias y sentimientos, la escultura, la literatura, la música y la pintura están presentes. Un bailarín también es su propio coreógrafo”, admite.

¿Qué es lo que valorás en un bailarín?

Que me haga sentir, que me provoque. Al igual que una coreografía, lo que valoro es que me haga pensar, que genere emociones.

¿Seguís creyendo que se trata de un deporte de élite?

Técnicamente. En estos momentos podría ir a los Juegos Olímpicos y puntuar. En el mundo hay muchos concursos, y gente que gana medallas de oro y que luego no desarrolla carreras porque son máquinas de ejecución de pasos.

En tu caso, optaste por una carrera bastante atípica como bailarín freelance.

Mi carrera es totalmente atípica e ilógica: empecé a bailar tarde, a los 13 años. A los 14, cuando me trasladé a Madrid y entré a una compañía, el director me incorporó como bailarín profesional sin tener ningún conocimiento. Por eso, mi escuela fue el escenario; el moverme de un lado a otro. Después, a los 22 años, como esa compañía no hacía repertorio clásico, decidí irme. Si entras dentro de una estructura de una compañía, para hacer todo el repertorio de ballet clásico vas a necesitar mucho tiempo. Porque en general se hacen dos ballets por temporada, cuando, al ser freelance, en una temporada puedes hacer todo el repertorio. Y, al mismo tiempo, vas directo a la fuente. Ese fue un conocimiento diferente. Además, vi las distintas problemáticas. Así, me he dado cuenta de que te muevas donde te muevas, los problemas y las quejas siempre son las mismas. Por eso me he enfocado en los objetivos finales de las cosas.

¿Ese fue el caso de Iván el Terrible?

A la distancia lo veo como un mérito, sobre todo conociendo a los rusos, que es muy difícil que acepten a un extranjero para hacerlo en su casa. Pero en esa época estaba concentrado en el trabajo. Ni bien dejé a la compañía en Madrid fui a concursar a San Petersburgo, porque siento gran admiración por los rusos. Y entonces comenzaron mis primeros contactos. Después, creo que vieron algo en mí que podía encajar dentro de su personalidad atormentada.

¿Por qué decidiste asumir la dirección del BNS?

Si vine es porque soy un romántico de mi profesión, y al ver que por el BNS se hacía una apuesta por lo que amo, cuando afuera lo que se hace es lo contrario, había que apoyarlo. Frente a la crisis, muchas compañías de ballet están cerrando, y en el futuro el clásico sólo se hará en los grandes teatros por una cuestión económica, porque un ballet clásico necesita un vestuario y una escenografía potente, pero para una obra contemporánea, como las que se hacen actualmente, ya alcanza con una compañía de 20. Y hay espectáculos hasta de menos personas. Si el gobierno te reduce el presupuesto ¿qué es lo primero que se recorta? Lo más fácil. Y eso, en la estructura del teatro, suele ser la danza, porque las orquestas están mucho más sindicalizadas y arraigadas, y es gente de más edad. Y también tiene una lógica: la carrera del bailarín es muy corta. Al comienzo, están con ese fuego y ese ímpetu vital, y, cuando se va acercando el fin, están muy preocupados, porque se encuentran con que tienen 35-40 años y no saben qué harán el día de mañana, y por eso en general no están para plegarse a las reivindicaciones. Así, reducen las compañías a repertorios más contemporáneos. Y un país que ha apostado por hacer lo contrario, y que todavía cree en ello, no se puede dejar pasar.

¿Cómo evaluás la gestión de este año?

Hay mucho trabajo por hacer, muchas complejidades que la gente desconoce y que es necesario que sea así, porque es parte de la magia del arte escénico. Estoy en esta vorágine intentando hacer lo mejor posible y sacar el máximo rendimiento de los recursos que tengo. Hay una cosa de la que, con el equipo, nos podemos sentir orgullosos, y es haber asumido después de Julio [Bocca], de todo lo que él había hecho y la situación en la que estaba. Si hubiera evaluado bien los pros y los contras seguramente no hubiera aceptado, porque era más lo que había para perder que para ganar. Principalmente por el gran peso que tenía Julio a nivel social. Lo más fácil hubiera sido hacerlo mal, pero creo que lo que se ha hecho ha sido un trabajo de gestión con muy buenos resultados.

Con puestas como El Quijote del Plata se podría decir que no continuaste, necesariamente, con la identidad y el lenguaje clásico consolidado por Bocca.

Es muy sencillo: esta es una gran compañía, y toda gran compañía debe abarcar todo el repertorio posible, con su base principal en el ballet clásico. Y, a partir de ahí, ir hacia lo más contemporáneo y actual que esos bailarines puedan ejercer, con la dificultad que implica estar en un país y frente a un público que no está educado para ver ese tipo de repertorio más contemporáneo. Y como nosotros, económicamente, dependemos de muchas cosas, entre ellas la taquilla, no nos podemos permitir experimentar y educar al público rápidamente, porque si tenemos una falla económica de entradas eso necesariamente repercute en la gestión. Es un arma de doble filo; una situación muy surrealista, porque una cosa es todo lo que quieres hacer y otra es lo que te permite la situación, si quieres que la compañía tenga estabilidad. Me encantaría hacer propuestas más arriesgadas, pero estaría jugando con la estabilidad de la compañía, y eso no se puede permitir.

Ensayo del Ballet Nacional del SODRE. Archivo, febrero 2019.

Ensayo del Ballet Nacional del SODRE. Archivo, febrero 2019.

Foto: Santiago Mazzarovich

Aun así, apostaste por lenguajes menos ortodoxos, como el teatro.

Fue una quijotada que nos salió bien, pero corrimos un riesgo importante. Tampoco nos salimos mucho en un sentido amplio, porque a fin de cuentas hicimos un ballet clásico contemporáneo: contamos una historia, que es lo que el público necesita. Los pasos, lingüísticamente hablando, eran muy cercanos al ballet clásico, y aunque habían pequeños momentos que rompían, no tomamos del todo esa dirección. La apuesta mayor era el espacio escénico, con el que quería jugar, para luego poder ir de gira. Así, montamos un ballet de cuento, como era El Quijote del Plata [con Santiago Sanguinetti a cargo de su dramaturgia], y si el público del ballet clásico está acostumbrado a los telones, la casa y la estructura habitual, aquí no había nada, ya que todo estaba basado en las luces y en una pequeña estructura que creaba un espacio. Eso fue lo más arriesgado, que coincidía con una cuestión práctica a futuro. En las producciones nuevas, como La tregua [con dramaturgia a cargo de Gabriel Calderón, composición musical de Luciano Supervielle y coreografía de Marina Sánchez] –para la que ya hemos empezado las reuniones–, me toca decir que es necesario montar algo que luego pueda viajar con el menor costo posible.

Y, en paralelo, ¿contribuye a la formación de públicos?

El Quijote fue una clara muestra de eso: nadie sabía de qué iba a ir el ballet, se tenía una gran interrogante, había nombres que no tenían nada que ver con el rubro, y eso de por sí generó que se acercara gente que no era habitué; y aunque algunos asiduos no vinieron, los que sí lo hicieron vieron algo diferente, y encima les gustó. Esto quiere decir que la próxima vez puedes ir un poco más lejos, y también estoy seguro de que se acercó otro tipo de público por curiosidad. Ahí lo que haces es crear nuevos públicos. Con La tregua seguimos la misma jugada. Tenemos un dramaturgo, como Calderón, para traernos al público más vinculado al teatro, así como la música de Luciano, que nos acerca a otra gente y no sólo al clásico melómano, y con la coreografía intentaremos que no sea lo típico, sino algo que empiece a conducir al público por otro rumbo.

¿Cómo convivís con esa tensión constante de que se vayan o se retiren los primeros bailarines?

Hay que ser realistas: aquí eso es más complicado. El problema es que si no le encontramos una solución rápida esto se muere de éxito. Según se van yendo los primeros bailarines, hoy en día podemos continuar con los que les siguen, pero si esto se hace en un corto período de tiempo, debes recurrir a los que recién ingresan, cuando un bailarín no se hace en dos años (cada generación sale cada cinco años). Y la formación de una persona que está en el cuerpo de baile, para que sea primer bailarín, lleva su tiempo. O sea que tampoco podríamos mantener el repertorio clásico que tenemos. El problema ya no pasa por no tener a los bailarines, sino por no poder mantener el nivel y la calidad del espectáculo.

O sea que no queda otra opción que apostar por la formación.

Y más en un país como este, con la infraestructura que tiene. Aquí la cantera es fundamental, porque es la que hace que esto subsista y que pueda seguir creciendo. La prueba está en que el BNS tiene una historia de 83 años y se sustentó por medio de esa cantera. El BNS tuvo épocas muy buenas, pero nunca tuvo el salto que vivió con Julio. Lo siguiente es ir más abajo. Y puedes caer una vez y volver a subir. Pero si caes una segunda vez, en un contexto económico como el actual, no creo que resurja. Y tampoco creo que haya un gobierno dispuesto a hacer una apuesta como esta.

¿La supervivencia, entonces, depende de la formación de públicos y de que la sociedad se apropie de esta expresión artística?

Sí, de generar un vínculo entre el público y el ballet. Que se consolide el trabajo. Que cuando llegue el próximo director o directora no sea tan loco de imponer su proyecto, sino que deba continuar este camino. Si no, desaparece.

Como tal, ¿el ballet dialoga con lo que sucede a nivel social? Porque hay un prejuicio que siempre lo ubica en una torre de cristal.

Eso depende de los maestros repetidores o los coreógrafos y las apuestas que ellos hagan. Yo creo que puedes hacer un ballet clásico y no intentar actualizarlo, porque de por sí ya es actual, pero sí es necesario que el bailarín lo interprete de una manera que le llegue más fácilmente al público. Por ejemplo, a nivel gestual, antiguamente el bailarín que interpreta al príncipe hace una pantomima afectada, cuando no es necesario que actúe de ese modo amanerado, que, además, no es actual. Debe ser más natural: hay que respetar ciertas tradiciones y, al mismo tiempo, actualizarlas. Si no, es una caricatura. Y alguien lo ve y dice “ay, este príncipe, qué ridículo”. Debe ser un príncipe con emociones reales y verdaderas. Y debe tener profundidad. Cuando enseñaba, a los jóvenes les decía que no buscaran una interpretación, que no intentaran interpretar el sufrimiento, sino que se dejaran llevar, que lo sintieran, y dieran lo máximo de su técnica, porque llegarían a tal extenuación física que el sufrimiento llegaría solo. “Os han dicho ‘tenéis que bailar hasta la muerte’. Entonces, en cada salto que hagáis den el 120%. No reservéis nada, incluso cuando al final no se pueda dar un salto perfecto”, les decía, porque sólo así lograrían llegar a la verdad del ballet. A eso es lo que me refiero cuando digo que el ballet se debe actualizar. No quisiera ver una caricatura como espectáculo. Pero claro que este es un discurso personal, no una tendencia mundial. Hay otros que aspiran a la perfección en el paso, pero, entonces, el público que no es asiduo lo verá y no le dirá nada. De hecho, los grandes bailarines y bailarinas no eran tan perfectos. La prueba la tienes en Argentina, por ejemplo, con Jorge Donn, que era un gran bailarín de [Maurice] Bèjart, y cuando tú ves El bolero de Ravel te quedas impactado. Y no importaba que no tuviera las condiciones técnicas ni la formación; al público lo enloquecía. Al día de hoy la técnica ha evolucionado de tal manera que te piden el máximo de limpieza, de corrección, cuando los máximos crean mínimos. No hay que perderse en el objetivo: lo que cuenta es el recorrido.

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