La fiesta de la 91ª edición de los Premios de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas transcurrió con agilidad y sin percances. Sin necesidad de recurrir a las medidas drásticas y antipáticas que se llegaron a anunciar para abreviar el programa (la peor de todas fue la amenaza de que algunas categorías serían premiadas durante los intervalos comerciales), se logró una escueta duración de tres horas y 15 minutos. La ceremonia comenzó de sopetón con una actuación de Queen (es decir, Brian May y Roger Taylor, del grupo original) con instrumentistas sesionistas y el espantoso cantante Adam Lambert. Tina Fey, Amy Poehler y Maya Rudolph extendieron un poco el parlamento previo a la entrega del primero de los premios y, de esta forma, suplieron en forma muy comprimida la ausencia de un maestro de ceremonias. Los restantes números musicales fueron las presentaciones de las canciones candidatas, cada cual con una ambientación visual kitsch, como de costumbre. La ausencia del intérprete previsto para una de ellas (“All the Stars”, de la película Pantera negra) contribuyó a acortar la ceremonia. Los parlamentos fueron estrictamente controlados, y luego de que empezaba a sonar la musiquita de advertencia si el entusiasmado ganador no se inmutaba, sencillamente le cortaban el micrófono, bajaban la luz y cambiaban a una cámara lejana para que uno no distinguiera lo que fuera que pasara en el escenario frente a ese proceder estricto. Tampoco hubo números cómicos, ni discurso de autoridades de la Academia, ni homenajes. Con esos ahorros de tiempo, sobró espacio para alargar un poco los clips de muestra del trabajo de los nominados de las principales categorías, algo sin dudas más interesante que escuchar chistes tontos.

En los discursos hubo unas cuantas ganadoras embargadas de emoción, que tomaban aliento y tartamudeaban antes de lograr proferir algo que no fuera “Oh my God”. Algunas de ellas estarían realmente emocionadas, porque un Oscar no es para cualquiera y hace mucha diferencia en la carrera de alguien. Pero es difícil creer, por ejemplo, la conmoción que exhibió Lady Gaga, alguien que ya ganó múltiples trofeos en diversas ediciones de al menos 84 premios internacionales importantes, siendo que, además, su canción “Shallow” (de Nace una estrella) era por lejos la preferida y, por lo tanto, ese Oscar no fue en absoluto una sorpresa. Mucho más linda y fresca fue la efusividad fiestera de Guy Nattiv cuando se anunció el reconocimiento a su cortometraje Skin, o la serena dignidad de Mahershala Ali ante el premio como actor secundario por Green Book.

Se tomó la simpática medida de animar la entrada de los presentadores y la salida de los ganadores con temas musicales clásicos de Hollywood. En algún caso la alusión a uno de los presentadores era evidente, a la manera habitual de los Oscar (el tema de James Bond para Daniel Craig, “The Way We Were” para Barbra Streisand), pero en otros casos parecía una superposición aleatoria, como el tema del western Siete hombres y un destino (1960) –más recordado como propaganda de cigarros Marlboro– para Chadwick Boseman y Constance Wu. Obviamente fue una superposición aleatoria para las salidas de los ganadores (que no se conocían de antemano), lo que suscitó algunos efectos involuntariamente ridículos. Luego de su discurso, el más directamente combativo de todos, Spike Lee –ganador de mejor guion adaptado por El infiltrado del KKKlan– fue saludado con un animado samba turístico. Rami Malek –ganador a mejor actor por Bohemian Rhapsody–, luego de comentar su condición de hijo de inmigrantes, fue despedido con “America” (de West Side Story, 1961), la irónica canción sobre las vicisitudes de los puertorriqueños en Nueva York. Ya la observación de Regina King (mejor actriz secundaria por If Beale Street Could Talk), tangencialmente referida al racismo, quedó anulada por ella misma con su agradecimiento a Dios, “que es bueno, todo el tiempo” (caramba, uno pensaba que el mérito era de las muy humanas luchas por los derechos civiles, y que los padecimientos de tanta gente previa a dichas conquistas no eran un acto de bondad).

In Memoriam

La siempre emotiva sección In Memoriam recordó la cantidad de grandes valores fallecidos en el último año, con el fabuloso acompañamiento de la Filarmónica de Los Ángeles dirigida por Gustavo Dudamel, que interpretó un tema triste y noble de John Williams para Superman (1978), quizá motivada por el hecho de que una de las personas homenajeadas fue la actriz Margot Kidder, la Luisa Lane de aquella película. De las 50 personas fallecidas, había algunos nombres de primera importancia: los directores Ermanno Olmi, Bernardo Bertolucci, Vittorio Taviani, Claude Lanzmann, Nelson Pereira dos Santos, Milos Forman, Takahata Isao y Nicolas Roeg, el compositor Michel Legrand, el centenario guionista Hashimoto Shinobu (asociado con varios clásicos de Kurosawa Akira y Kobayashi Masaki), el fotógrafo Robby Müller, el historietista y productor Stan Lee, los actores Bruno Ganz y Albert Finney. Reviso mi selección de los nombres más relevantes y observo que son todos no estadounidenses. Hubiera podido haber una excepción si la Academia se hubiera acordado del increíble cineasta underground Jonas Mekas. O incluso hubieran podido ser dos, si el equipo hubiera tenido la flexibilidad y agilidad como para agregar al montaje al gran director (ese sí, hollywoodense de pura cepa) Stanley Donen, fallecido el jueves 21.

Recuperando el control

La premiación salió muy repartida, y cada una de las ocho candidatas a mejor película sacó por lo menos una estatuilla, así que fue como una fiestita de cumple en que cada niño se lleva su bolsa de sorpresitas. En el cómputo general, las majors recuperaron su espacio en la premiación. Bohemian Rhapsody, de Warner, ganó la mayor cantidad de Oscars (cuatro); Pantera negra, de Disney, ganó tres, al igual que la “mejor película” Green Book, cuyas tres estatuillas suman, junto a la de First Man, un total de cuatro para Universal. La alianza de Warner y MGM también estuvo representada con el reconocimiento a Nace una estrella (uno solo, pero potenciado con la aclamada presentación de Bradley Cooper y Lady Gaga cantando “Shallow”), y Columbia ligó mejor animación para su Spider-Man: Un nuevo universo.

Roma no ganó como mejor película, así que persiste la vergüenza de que nunca haya habido una “mejor película” que no fuera en inglés. Conquistó, de todos modos, la satisfactoria cifra de tres premios, incluido mejor director para Alfonso Cuarón (fue la quinta victoria de un mexicano en esa categoría en las últimas seis premiaciones: casi un monopolio). La consagración de Roma implica también que Netflix plantó una bandera en el territorio de la Academia, donde la plataforma tiende a ser encarada como una amenaza. Netflix ganó un premio adicional por el corto documental Period. End of Sentence, sumando cuatro estatuillas. Hubo mucho bullicio previo por el avance de la presencia de películas en idiomas extranjeros en distintas categorías importantes pero, en los hechos, salvo Roma (cuya extranjeridad es relativa, ya que es una coproducción con Estados Unidos), ninguna fue premiada.

Hubo lugar también para los independientes, restituidos a la “normalidad” de un lugar secundario, pero no ignorados, ya que El infiltrado del KKKlan, If Beale Street Could Talk y El vicepresidente ganaron un Oscar cada una.

Inclusivo

Se resguardaron los aspectos inclusivos más presentes en la agenda de Hollywood: fue un récord la cifra de siete ganadores negros (Mahershala Ali, Regina King, Spike Lee junto a Kevin Willmott por El infiltrado del KKKlan, Peter Ramsey como uno de los productores de Spider-Man; y Hannah Beachler y Ruth E Carter –respectivamente, diseñadora de producción y vestuarista de Pantera negra, siendo ambas las primeras personas negras que llegaron a ganar en esas categorías–). A esas siete personas de fisionomía negra se puede agregar un octavo afrodescendiente (Rami Malek, hijo de egipcios), como para aflojar el estigma de la movida #OscarsSoWhite. El mundo “latino” estuvo dignificado por Roma, cuyo Oscar como mejor película en idioma no inglés fue el primero para una obra mexicana (y el cuarto ganado por una película latinoamericana). Sólo los grupos de presión asiáticos, no demasiado potentes, podrían alegar relegamiento. Hubo estatuillas para los chinodescendientes Domee Shi (por el corto de animación Bao) y Jimmy Chin (por el documental Free Solo), pero el cine asiático propiamente –el más vigoroso y creativo de la actualidad– fue ignorado, aun si entre las candidaturas estaban los insuperables títulos japoneses Mirai no mirai, de Hosoda Mamoru (que perdió con Spider-Man como largo de animación) y Somos una familia, de Kore-eda Hirokazu (que perdió con Roma como película extranjera). No creo que los votantes de la Academia sean unos troncos por no apreciar las virtudes de estas obras maestras: lo más probable es que no las hayan visto (otra forma de bestialidad).

Al parecer, la cantidad de mujeres ganadoras también fue un récord, pero se concentraron, aparte de en las categorías específicamente femeninas (actriz principal y secundaria), en rubros menos mediáticos (cortometrajes, documentales, montaje) o ya arraigados como territorio femenino (vestuario y maquillaje)

El premio máximo a Green Book implica cosas buenas y malas. Por un lado, es una consagración de Hollywood en varios sentidos. La película lleva la marca de uno de los grandes estudios. En forma más profunda, remite a una tradición narrativa más arraigadamente hollywoodense: es una realización archiclásica, con todos los valores de producción que ello entraña. Pero no es el Hollywood típicamente oscareano, que se pretende enaltecedor, importante y artístico, y suele resultar solemne, ampuloso y kitsch. Este es un film pequeño, ligero, funcional, sensible, en el que no se muere nadie. Una película, a la larga, feliz. Su acercamiento bien intencionado procesa algunas cuestiones políticas siempre necesarias, referidas al racismo, la homofobia, las diferencias de clase y la inmigración, desde una perspectiva asimilable por un amplísimo espectro de público. Prevalece, de todos modos, el orgullo por los logros en el campo de los derechos civiles sobre la insatisfacción combativa que se manifiesta en, por ejemplo, El infiltrado del KKKlan y El vicepresidente. Ese panorama político proporciona las referencias éticas para la narrativa, pero la prioridad del espectáculo está en el devenir de los personajes con quienes nos identificamos. Nuestra satisfacción reposa en que ellos terminan bien, y parecería que el mundo alrededor de ellos se arregla mágicamente para sostener ese final feliz. “Gracias a Dios, que es siempre bueno”.