Hitoshi Matsubara, profesor en la Future University Hakodate (Hakodate, Japón), preparó con su equipo un sistema destinado a redactar un “texto literario”. Hubo algunos seres humanos que intervinieron fijando la trama narrativa y los tipos de personajes, pero luego dejaron al programa el cuidado de seleccionar las palabras y las frases dentro de un corpus previamente establecido. El resultado llevó por título El día en que una computadora escribió una novela. Se trató de una ficción que implementaba una puesta en abismo y que más tarde fue seleccionada en un concurso de novelas por un jurado que ignoraba su origen. El responsable del proyecto quiere desarrollar un método aun más elaborado que permita a una inteligencia artificial concebir ella misma un texto de modo integral. En 2015, Google publicó imágenes online “creadas” por algoritmos que “pintaban” motivos que oscilaban entre el realismo y la abstracción; eran de nulo interés y de aspecto psicodélico pero lograron maravillar en la medida en que fueron el primer testimonio de la existencia de una suerte de “facultad artística” en los procesadores. Estas investigaciones se extendieron durante 2016 con la escritura de una melodía para piano compuesta a partir de cuatro notas por un programa llamado Tensor Flow que había sido ideado en el marco de Magenta, un proyecto de Google Brain Team, que buscaba que los sistemas hicieran producciones “artísticas”.

Este tipo de iniciativas y producciones recientes se inspiran en un imaginario ancestral sobre la técnica que supone que esta encarna un doble de la figura humana, pero bajo una sofisticación extrema y fantaseada. La tendencia a pensarla así fue exacerbada por la cibernética, particularmente por Norbert Wiener, quien a partir de 1948 buscó desarrollar una máquina que reprodujera los mecanismos del cerebro humano. Esta suerte de pasión narcisista y neurótica tuvo la intención de duplicar nuestra naturaleza, como la creación del doctor Frankenstein, aunque abordada bajo una forma superior o “aumentada”.

Ahora bien, lo que caracteriza a la naturaleza de la inteligencia artificial que hoy está en expansión no es la capacidad de duplicar nuestros recursos imaginativos, creativos o lúdicos para buscar finalmente superarlos, sino la aptitud para sobrepasar sin medida conocida el poder cerebral y cognitivo humano en ciertas tareas específicas, en vistas a garantizar la gestión de actividades existentes o nuevas de modo infinitamente más rápido, optimizado y fiable.

La inteligencia artificial se encuentra hoy dotada de una triple facultad. Primero, la de interpretar situaciones de todo tipo. Esta disposición fue inaugurada a comienzos de la década de 1990 por sistemas expertos capaces de evaluar de modo automatizado estados de hecho en el seno de un corpus de datos. Un dispositivo fue utilizado, por ejemplo, cuando hubo que hacer un diagnóstico del estado de un reactor en el marco de un mantenimiento aeronáutico. En el transcurso de la década siguiente, se produjo un salto cualitativo por medio del data mining, que refiere a la capacidad adquirida por ciertos programas para capturar, a altas velocidades, correlaciones entre series de hechos que dejan en evidencia fenómenos que hasta ese momento no eran inmediatamente perceptibles para el ojo humano. Por ejemplo, el estado de solvencia de una persona que quiere sacar un crédito proyectado a lo largo de los años y establecido en función de una multitud de criterios. Luego, la inteligencia artificial detenta el poder de sugerir. Así es la formulación de «soluciones» que aconsejan a una empresa, por ejemplo, que haga un pedido a un subcontratista antes que a otro en función de múltiples parámetros tratados de modo automatizado, o la transmisión de notificaciones a un smartphone que señalan, por medio de la geolocalización, las ofertas ubicadas en los alrededores y que se supone que se corresponden con el perfil del usuario. Finalmente, la inteligencia artificial es capaz de manifestar autonomía decisional, es decir, tiene la capacidad de emprender acciones sin validación humana previa.

Hay otras tantas disposiciones que no dejan de perfeccionarse especialmente gracias a la facultad de autoaprendizaje de los sistemas: el machine learning. Es una aptitud reciente que concibe el lenguaje de programación no ya como algo que determina de un extremo al otro el “comportamiento” de un sistema, sino como una primera base a partir de la cual su nivel de competencia va a mejorar regularmente a lo largo de sus “experiencias”.

Emerge de este modo la era de una supremacía simbólica de la evaluación y de la decisión algorítmicas en los asuntos humanos.

Esta dimensión es particularmente emblemática en el Google Car, un sistema equipado con sensores que capturan una miríada de datos, en especial aquellos que se relacionan con el medio inmediato y con los vehículos del entorno. Estos datos se vinculan a otras informaciones involucradas, como la cartografía de las rutas, o almacenadas en servidores, como el estado del tránsito. Google Car emprende en cada instante acciones en función de condiciones locales múltiples y generales que se interpretan en tiempo real. Este dispositivo responde perfectamente a la vocación reciente de la inteligencia artificial: la de paliar algunas de nuestras deficiencias irreductibles y “guiarnos” sin riesgo hacia el mejor de los mundos posibles... Porque Google Car pretende consumar el “sueño de accidentes cero”. Si algunos prototipos han ocasionado accidentes fue –según la versión de la empresa– por haber sido accionados de modo manual, induciendo de facto una comparación que nos remite piadosamente a nuestra condición falible: “Lo tomamos como una señal que nos permite comparar favorablemente nuestros automóviles con los conductores humanos”. Estas palabras implacables pronunciadas por el jefe del proyecto, Chris Urmson, concluían así: “Nuestros automóviles autónomos pueden prestar atención a centenares de objetos al mismo tiempo, a 360 grados y en todas las direcciones, y ellos nunca están cansados, irritables o distraídos”. Ellos. El factor humano queda así neutralizado. Google se piensa como un benefactor de la humanidad.

Como los robots mecánicos que a fines de la década de 1970 reemplazaron a gran cantidad de obreros en las cadenas de trabajo, estos hechos anuncian la sustitución a largo plazo de empleos calificados de fuerte dimensión cognitiva por sistemas robotizados. En los hechos, lo que se produce es un doble reposicionamiento de la figura humana. Primero, un reposicionamiento de tipo ontológico, en la medida en que lo que se redefine es la concepción de lo humano por los humanos. Estos últimos ya no son considerados como quienes detentan una facultad de juicio exclusiva y son simbólicamente suplantados por una nueva instancia de verdad que se estima superior. Y luego un reposicionamiento de tipo antropológico, en la medida en que ya no es el ser humano quien ejerce su poder de acción, con ayuda de su espíritu, de sus sentidos y de su propio saber, sino una fuerza interpretativa y decisional que se tiene por más eficaz, “legítimamente” consagrada a eliminarlo en sectores cada vez más extensos de la vida.

Es tal la humillación infligida a la condición humana, que los partidarios de la inteligencia artificial trabajan duro para proponer, como pueden, argumentos susceptibles para legitimarla a ojos de la sociedad. El primero entre ellos remite a la ficción de la “complementariedad” pregonada desde hace poco y que pretende anunciar el advenimiento de nuevos tipos de “partenariados” entre humanos y máquinas tanto como una valoración de nuestras cualidades creativas declaradas inigualables.

La colonización de numerosos campos de la vida por parte de la inteligencia artificial se consuma en una unidad destinada a cubrir secuencias cada vez más variadas del ámbito cotidiano: son los llamados “asistentes virtuales”, los sistemas actualmente implantados en los smartphones, como Siri de Apple, Google Now o Cortana de Microsoft, que apuntan a responder todas las preguntas y deseos de los usuarios y a sugerirles ofertas o productos adaptados para cada momento de su existencia. Se instaura otro género de alteridad que no hace sino responder a nuestros supuestos deseos y necesidades, y que está dedicada a respaldarnos, guiarnos, divertirnos o consolarnos. Es una dimensión habilitada por el tratamiento de nuestras búsquedas y el seguimiento de gran número de nuestras actividades, y a largo plazo por la interpretación emocional mediante el análisis de las expresiones del rostro y de las frecuencias vocales. Es una alteridad de un nuevo tipo, sin rostro y sin cuerpo, que se sustrae a toda confrontación o a todo conflicto y que solamente está consagrada a ofrecernos “lo mejor” en cada instante.

Se instaurará así una interacción difusa entre sistemas y personas por medio de sensores instalados en las superficies domésticas y profesionales que analizan los gestos, las palabras, las “emociones”. Estas relaciones se establecen sobre interfaces ser humano-máquina que son objeto de súbitas mejoras gracias al deep learning, que permite especialmente fluidos intercambios de lenguaje natural entre procesadores y humanos. Esta dimensión instituye “relaciones espontáneas” que harán que nuestras acciones, de las más banales a las más decisivas, estén orientadas por el poder de sugerir de los asistentes personales y más tarde por el de la “inteligencia ambiente”. El lugar presente y futuro ocupado por la inteligencia artificial se yergue como un superyó destinado a colmar nuestras fallas y a conducirnos ad vitam aeternam por el camino de la verdad. El Espíritu de Silicon Valley consuma el fin de la historia, dejando emerger un mundo nuevo, desprovisto de toda fricción y aspereza y que vive en plena concordancia.

Numerosos científicos, investigadores e industriales manifestaron en 2014 su inquietud en cuanto a la perspectiva de una posible extinción de la raza humana por parte de la inteligencia artificial que, por efecto de su perfeccionamiento continuo, habría de ganar una autonomía total y pretendería finalmente exterminar a sus genitores. Esta visión fantasiosa corresponde todavía a un imaginario de la técnica que la dota de un instinto libidinal, que la hace poder erguirse como una rival celosa y, a largo plazo, devorada por una violencia destructora. Lejos de esta visión errónea, apocalíptica y espectacular, no es la extinción de la “raza humana” lo que instaura la Weltanschauung siliconiana sino, de modo más preciso y bastante más malicioso, la erradicación de la figura humana. Es la “muerte del Hombre”, el del siglo XXI, ciertamente abordado como un ser actante, pero que, para su bien y el de la humanidad entera, debe ahora despojarse de sus prerrogativas históricas para delegárselas a sistemas más aptos de otra manera para ordenar perfectamente el mundo y garantizarle una vida libre de sus imperfecciones.

Éric Sadin es escritor y filósofo.

(*) Una versión más extensa de este artículo fue publicada en la revista Nueva Sociedad y se basa en el libro del autor La silicolonización del mundo. La irresistible expansión del liberalismo digital (Caja Negra, Buenos Aires, 2018).