El horror es al cine lo que el blues es a la música: así como dentro del corazón de una pentatónica archiconocida aguardan, como células de un tejido, un montón de plagios y reversiones, en el horror del mundo creado por un director se abre un sinfín de franquicias, homenajes, relecturas y barbaridades varias.

Para un género tan íntimamente ligado a su propio canibalismo, es curioso las pocas remakes o versiones que existen de films de Darío Argento, uno de los directores más estilísticamente icónicos dentro –y quizás también fuera– del género. Al intentar explicar las razones de este extraño respeto, lo primero que podría decirse es que lo que define sus películas no es tanto la trama, sino las hermosas y convulsivas decisiones estéticas que las rodean. Por más referencias a otras lecturas y materiales que puedan incluir –especialmente las de horror–, sus sinopsis se pueden reducir a una simple oración. Volviendo a la metáfora del blues, los arcos narrativos de las películas del italiano tienen la misma función de acordes y compases suficientemente simples para permitir que sobresalga el solo, hecho a base de navajazos, alambres de púas y la sangre más roja que haya conocido el cine.

Es por estas razones que remixar a Argento siempre parece una locura: una cosa es tomar una historia y reescribirla, y otra es tratar de reinventar una estética. Y cuando para un autor esto último es lo más sobresaliente, tomar esa línea es un camino mucho más angosto y peligroso.

En este vaciado territorio de versiones, Luca Guadagnino toma la partitura de la Suspiria original (dirigida por Argento en 1977) y hace algo completamente nuevo, más cercano a una relectura que a un remake, animándose a traicionar el universo originario y, al mismo tiempo, ampliándolo. En esta edición, todo lo que se ama de Argento se convierte en su perfecto opuesto: si en la original el aire que rodea el film es propio de un cuento de hadas atemporal, en la reversión el escenario está ampliamente especificado –Berlín, 1977–, y el film se articula a doble faz entre la historia fantástica del conservatorio de danza y la agitada realidad política de la Alemania dividida entre Este y Oeste, y las incursiones terroristas de la banda Baader-Meinhof. Si en la Suspiria de 1977 el escenario art nouveau estaba salpicado por un technicolor chillón y expresionista al tope, en la versión de 2018 nos encontramos ante una arquitectura brutalista, puro cemento y parqué grisáceo y lúgubre; si en la de Argento teníamos a Goblin llevando la batuta de la banda de sonido como un camión con zorra haciendo trompos en una autopista, acá tenemos el tono introspectivo e impresionista de Thom Yorke.

Buscando los límites

Repasando todas estas renuncias y transformaciones, es como si la Suspiria de Guadagnino fuese la hija natural no reconocida de Argento (los mismos ojos, algo del temperamento, algún gesto perdido del progenitor), cuyo padre de crianza hubiese sido el Andrzej Żuławski de Possession (1981). Todo lo del polaco está ahí: el tono grisáceo del Kreuzberg limítrofe al muro, una extraña sensación de fondo entre horripilante y deprimente, los paralelismos psicopolíticos y el peso de la corporalidad. Específicamente, pese a la meticulosidad y elegancia con que está filmada, la primera muerte del film le debe mucho más a la posesión infernal de Isabel Adjani en el metro berlinés de Possession que a los incorpóreos asesinatos de Suspiria.

Ni bien entra en la escuela de danza contemporánea, Suzy Bannion (Dakota Johnson) toma el lugar de una compañera que se va (o más bien huye), preocupada por el incierto destino de una de sus compañeras. Sin embargo, en ese primer ensayo, la reciente desertora de la troupe se convierte en víctima indirecta de la coreografía realizada por Suzy: cada uno de sus movimientos, desde un salto felino hasta un movimiento mínimo de muñecas, tiene efectos directos sobre el cuerpo de la pobre víctima. En el cine reciente es difícil hallar una escena en la que los límites de la corporalidad se muestren de manera más cruda: casi no hay sangre, pero la piel de la primera asesinada se vuelve una cartografía viva de los huesos reorganizados y partidos en diferentes lugares. Una vez terminada la danza, lo que queda es el equivalente a una muñeca desencajada de todas sus articulaciones, y olvidada en el fondo de un baúl, a la que después se llevarán otras instructuras-brujas con afilados ganchos de carnicero.

En esta búsqueda del límite de lo corporal, la elección de que la academia de baile esté inspirada en la danza contemporánea, y no en el ballet clásico, es un hallazgo. A diferencia de la primera Suspiria, en la que el baile era tan sólo el almohadón de plumas en el que se ocultaba el verdadero bicho succionador de sangre, en esta versión es el auténtico campo de batalla, el lugar y el ejercicio en el que se centra una temática secundaria pero para nada trivial: la danza ya no es algo armónico, sino algo innatural, y su búsqueda de belleza también atenta contra el cuerpo.

Traicionar al padre

El otro gran tema de Suspiria es la idea del renacimiento, algo íntimamente ligado a ciertas ideas ocultistas. Sin embargo, la historia de la congregación de brujas y la tríada de madres sirve para hablar de otro tipo de renacimiento: el de Alemania. Para un país que debió reinventarse sucesivamente a lo largo de su historia (la República de Weimar, la Alemania concebida por Adolf Hitler, la desnazificación, la partición entre Este y Oeste, y la eventual caída del muro, todo en sólo un siglo), el papel de la relectura de los pecados originales y la necesidad –o reevaluación– del perdón es un tema subterráneo pero medular. Sin arriesgarnos a los spoilers, la escena final entre Suzy y el doctor alemán (interpretado por la misma Tilda Swinton que se divide, ayudada por denso maquillaje prostésico, en tres personajes) cierra esta idea central del papel del perdón. Y en ese sentido, la presencia de Suzy también deviene política, al entrar al instituto como un virus dentro del sistema, tal como los actos del grupo Baader-Meinhof en la Alemania Occidental.

Muchos dirán que es demasiada vuelta para un producto perfecto que se disfrutaba por la inocencia del propio disfrute y no por un desmontaje intelectual. Y no hay nada que diga que esta especulación sea errónea, pero la Suspiria de Guadagnino es de esos ejemplos en los que traicionar a tu padre es la única manera justa de recoger su legado.

Suspiria. De Luca Guadagnino. Con Dakota Johnson y Tilda Swinton. En Colonia Shopping, Grupocine Ejido, Las Piedras, Rivera; Life Cinema Costa Urbana, Punta Shopping; Movie Montevideo; Shopping Paysandú y Salto.