Según lo que pude indagar, el significado del nombre original de esta película (Manbiki kazoku) es un cruce del título rioplatense Somos una familia, con el título internacional Shoplifters (“ladrones de tiendas”), es decir, “hurtos en familia”, con un sentido adicional cercano a “pequeños hurtos” (“hurtos de dimensión familiar”). Qué lío traducir del japonés.

La dimensión que primero salta a la vista es una crónica realista de la pobreza, característica de la presente recesión japonesa. No llega a la miseria villera que retrataba Akira Kurosawa en Dodes’kaden (1971), pero es una vida fronteriza con la marginalidad: seguimos a una familia de Tokio cuyos integrantes recurren a pequeños robos como forma de lograr una vida menos carenciada. Tenemos una serie de escenas más o menos breves que ilustran distintas posibilidades de esa vida: la abuela cuya pensión de viudez es el principal sostén de todos; el obrero de la construcción que se accidenta; su mujer que trabaja en una lavandería (que a su vez atraviesa una crisis y tiene que despedir funcionarios) y revisa cuidadosamente los bolsillos de las prendas para apropiarse de eventuales objetos olvidados, la hermana de esta que hace performances eróticas en un club; el niño que no va a la escuela y es el principal ejecutor, con la ayuda del padre, de los afanes en las tiendas. Como suele ocurrir en la ficción naturalista, también es una observación de interesantes personalidades y sus vínculos.

Somos una familia empieza con el padre y Shota (el hijo) robando productos en un súper, y pronto constatamos que este es un elemento cotidiano en sus vidas. En el camino de vuelta a su casa, ven a una niña de unos cinco años encerrada por sus padres en el balcón, expuesta al frío del invierno. Se apiadan de ella, la llevan a casa (sin avisarles a los padres) y terminan adoptándola. Recién cuando llega Juri (la niña) conoceremos a los demás miembros de la familia: la acción y exposición están indisolublemente combinadas, y así seguirá en toda la película, aun si, por momentos, el montaje puede tener una apariencia casual. Cuando recapitulamos la historia, constatamos que en esa aparente colcha de retazos de pequeñas escenas ilustrativas no hay un solo segmento que hubiera podido suprimirse sin dejar un hueco de información esencial para explicar los hechos siguientes. Estos implican un cambio radical de textura en la segunda mitad, en la que algunos elementos enigmáticos del inicio se explican en forma sorpresiva, y además cambia el eje de la película. Porque resulta que los vínculos entre los integrantes de ese grupo familiar son mucho más entreverados y retorcidos de lo que suponíamos, e involucran componentes mucho más dramáticos, sórdidos y fuera de lo “normal”. El film, entonces, pasa a ser un complejo cuestionamiento moral, aun más profundo que los de entregas previas de Kore-eda, como El tercer asesinato (2017) y De tal padre tal hijo (2013). Los detalles de ese pasado se terminarán de revelar en interrogatorios policial-jurídicos, en los que los personajes hablan casi a cámara, con la voz de las autoridades fuera de campo, a la manera de Rashomon (Kurosawa, 1950), lo que contribuye a poner al espectador en el lugar del juez.

Definiciones familiares

Desde el punto de vista de las simplificaciones necesarias para que las instituciones sociales puedan operar en forma coherente, está todo mal con ese grupo humano, que ni siquiera se acomoda, en verdad, a la definición formal de una “familia”. Según estos criterios los vínculos entre ellos son de explotación, la adopción informal de Juri fue un secuestro, y a Shota le enseñaron a ser chorro. Y, sin embargo, estas etiquetas ni se acercan a considerar en forma justa la trama de culpas, méritos, emociones y “qué hacer” de esta situación, porque nosotros vimos a esa gente desempeñar en forma sobresaliente lo central de lo que debería ser una familia, es decir, el apoyo mutuo y la contención emocional, que resplandece en tantas escenas memorables: el padre y Shota persiguiéndose en el estacionamiento de noche, un momento de intimidad sexual en una tarde de lluvia, una jornada en la playa, Nobuyo abrazando a Juri mientras queman las viejas ropas de la niña, toda la familia mirando los fuegos artificiales, las distintas charlas compartidas. Con su profundidad en la observación de las personas, con su mirada que siempre busca la comprensión, Kore-eda evita los maniqueísmos: las autoridades, ejemplarmente bien entrenadas, parecen poner todo su empeño y compasión en averiguar y comprender las situaciones, pero aun así se mantienen a raya del cierne de la cuestión, porque operan en otro paradigma.

La frase de uno de los policías, “los niños necesitan a sus madres”, que en principio parece muy razonable, en el contexto de la película parece absurda. Si esos funcionarios que representan el orden inflexible son buenos, esforzados y correctos, los integrantes responsables de la familia (las víctimas sociales) tienen sus oscuridades: la abuela mantiene un vínculo hipócrita y codicioso con el hijo de su esposo, el padre es perezoso y las excusas para su deshonestidad no siempre son convincentes, y Nobuyo, llegado el momento, siempre sabe calcular fríamente el rumbo del menor daño y proceder en función de él (sin caer en el cliché simpático, tan caro a Hollywood, de la persona dominada por sentimientos mágicamente sintonizados con la rectitud). Para incrementar la complejidad poética, la familia vive en una casita tradicional japonesa, asociada con valores arraigados, y perdida en medio de unos impersonales edificios occidentalizados de ese barrio de clase media baja.

La historia transcurre en un año, lo que queda claramente señalizado por el paso de las estaciones. Estas, como ocurre en tantas películas, se sincronizan líricamente con los sentimientos predominantes, sólo que aquí, en vez de empezar de la manera más usual –es decir, en una normalidad cálida de la que nos apartamos en un desarrollo invernal y a la que regresamos en el final feliz–, vamos de invierno a invierno. En la medida en que Juri se acomoda en el nuevo hogar, el clima se ilumina y el verano culmina con la entrañable escena veraniega en la playa, luego de la cual se precipita la debacle hacia el final desolador. En la playa se introduce el motivo del crecimiento de Shota, cuyo emblema es la emergencia púber de su sexualidad. A partir de entonces, veremos a Shota con una actitud más madura, más independiente y cuestionadora, que terminará provocando el principal vuelco en la historia. Y hay un elemento adicional que alimenta su cambio de actitud, que tiene que ver con el consejo del sabio señor Yamatoya.

Si al inicio Shota encaraba los hurtos en forma lúdica, como pequeñas aventuras que eran parte esencial de su vínculo con el padre, y si la llegada de Juri le suscitó los celos habituales de perder la condición de hijo único, a partir de ese momento central él empieza a discutir la ética del robo y a adoptar una actitud protectora hacia su hermana menor. Y su decisión de patear el tablero en el último de los hurtos nunca quedará totalmente explicada (en todo caso, tenía múltiples motivos para hacer lo que hizo, pero tampoco actúa en forma consecuente con ninguno de ellos). Una de las muchas cosas increíblemente bellas de esta película es el hecho de que Shota parece haber llegado –por cuenta de los profundos valores morales que le transmitió su entorno de contención y comprensión– a cuestionar ese mismo entorno al punto de boicotearlo.

De relojería

Ninguno de los elementos de la factura de la película llama la atención sobre sí mismo: el guion simplemente parece fluir en forma casual y, recién al final, tras una apreciación analítica, constatamos su precisión de mecanismo de relojería. Las actuaciones son espectaculares pero contenidas, disfrazando su virtuosismo. Nunca decimos “qué imagen bonita” o “qué ritmo que tiene el montaje” y, sin embargo, la poética es de un refinamiento y expresividad excepcionales. Las imágenes se ciñen al rango central en la distancia focal de los lentes que emplea (a la manera de Ozu Yasujiro, uno de los ídolos de Kore-eda), todo un desafío para poner en escena los muchos episodios que transcurren en esa casita superpoblada y atiborrada de objetos. Las soluciones son siempre ingeniosas. La abuela observa que el brazo de Juri está lleno de lastimaduras (por los abusos que sufría en su primer hogar) y ambas están en primer plano, pero totalmente borrosas: el foco está puesto en Nobuyo, que apenas observa, quieta, al fondo (esto es significativo, porque es ella la que va a generar los sentimientos más fuertes hacia Juri).

Los momentos más dramáticos están tratados con delicadas elipsis: saltamos directamente del dilema de Nobuyo (si devolver o no a Juri a sus padres biológicos) al hecho consumado (Juri en la casa de nuestra familia); un momento violento sólo se distingue por unas naranjas rodando sobre el asfalto (una imagen de antología); la llegada de la Policía es una luz que se enciende. La noche final, con Shota a solas con su padre, hace pensar en el reencuentro idílico del robot con su madre en Inteligencia artificial (Steven Spielberg, 2001), y está cristalizado en el muñeco de nieve que se ponen a hacer (y que, a su vez, refuerza el regreso al invierno y el transcurso de un año entero en la anécdota). Se corta la charla de ellos en la cama antes de dormir, y recién a la mañana siguiente vemos el muñeco pronto, pero ya parcialmente derretido por el sol. Al inicio del film sólo vemos la parte exterior del balcón del apartamento de Juri (salvo por una toma subjetiva desde su punto de vista), pero esto es suficiente como para reconocerlo cuando, hacia el final, lo vemos desde adentro por única vez, debidamente enfatizado por un travelling lateral, y esto es un factor importante para el final devastador. Mucho de la ternura y la sutileza de la película tiene que ver con la música discreta y creativa de Hosono Haruomi (de la Yellow Magic Orchestra).

Somos una familia ganó la palma de oro en el último festival de Cannes, arrasó con los premios de la Academia Japonesa (mucho más atinada que su correspondiente estadounidense), y en la tradicional encuesta de la revista Kinema Junpo. Aunque estamos en el primer trimestre del año, no creo que vayamos a ver durante 2019 muchas películas que se acerquen a su potencia, complejidad y maestría.

La expresión más neta de la carga de amor que impregna esta obra maestra es la forma en que, acercándose el final, la película va “despidiendo” a cada uno de sus personajes (incluso este séptimo personaje inanimado que es la casa). Cada una de esas últimas apariciones es sentida y significativa, y es como si el dispositivo narrador, omnisciente pero no omnipotente, le hiciera una pequeña reverencia poética al personaje, cuyo destino no puede modificar. En un mundo tan multidimensional como el que se genera en este relato, ese final duele porque produce la idea de un punto en el que se cerraron algunos de los caminos de esas vidas, y nada va a quitar la congoja de recordar esos momentos de afecto, esos fracasos tan llenos de logros que quedaron atrás. Pero, al mismo tiempo, no se trata de la sensación clásica de un cierre definitivo: cada una de esas vidas tendrá una continuación incierta, aunque marcada en forma indeleble por esos momentos que vimos vivir.

Somos una familia (Manbiki kazoku). Dirigida por Kore-eda Hirokazu. Con Lily Franky, Ando Sakura, Jo Kairi. Japón, 2018. En Cinemateca, Movie Punta Carretas, Alfabeta.