Elsa Morán acaba de terminar de cantar el vals “Caserón de tejas”, de Sebastián Piana y Cátulo Castillo; la audiencia del teatro de Florida la escucha atentamente mientras habla por sobre el aleteo de los últimos aplausos. Elsa anuncia que ha cantado este tema, y dice que pertenece a Piana y Manzi. Alguien en el público la corrige y le recuerda que la letra no es de Homero Manzi, sino del ya mencionado autor. Bueno, dice ella, debería haber sido de Manzi, que es el autor de las letras más lindas del tango.

Qué cosa. Cuando uno piensa a Elsa Morán se le escapan algunas ideas acerca de la figura del intérprete, la dificultad de un género y la crueldad del tango a la hora de ser llevado con el paso de los años. Sin embargo, sobre Elsa uno solamente puede decir: qué cantante, qué enorme cantante era María Cáceres Castillo, luego conocida como Rubí Castillo, pero ya entregada al público de tango como Elsa Morán. De qué manera aquella mujer de finísimos modos y dulce manera de mirar y sonreír se ponía la voz perfecta de la música criolla a la hora de ejercer su oficio místico y mítico de cantora.

Allí están los discos, las grabaciones que, hoy, ávidas de conocer más sobre esta cantante tranquila y de perfil bajo, las nuevas generaciones encontramos escasas. De todas maneras, qué perfección, qué forma tan única de encarar la alquimia del canto, con guitarras, con orquesta, con trío. Allí quedan espeluznantes versiones, inmejorables creaciones en temas como “Guitarra, guitarra mía”, de Carlos Gardel y Alfredo Le Pera, o de “Malena”, de Lucio Demare y Manzi, e incluso grandes creaciones que Elsa Morán volvió clásicos en su repertorio, como “Te extraña”, de Ledo Urrutia, o las puestas en voz que hizo de las canciones de su amiga Alba San Juan, como “Juana Chancleta”, “Esquina gris al sur” y “Qué más querés de mí”. Alguna vez llegó a lamentarse por no haber grabado toda la obra de su amiga, hoy perdida, desaparecida, sólo sobreviviente gracias a las versiones de Elsa.

Una tarde invernal y negra de julio del año pasado llegué hasta Joventango. El lugar se me volvió hostil de inmediato cuando la antigua Secta de la Gomina, que acude con voracidad de vampiros a bailar a esa pista mal iluminada, empezó a preguntarme, con cierto recelo, aunque también con asombro, quién era yo, y por qué no me conocían. No soy bailarín, contestaba, soy letrista de tangos. Entonces el interés de la mayoría de los curiosos se disipaba, pero algunos todavía no se explicaban mi presencia allí. Vine a ver a Elsa Morán, contestaba. El nombre de la cantora era una clave de inmunidad, y es que a los admiradores de Elsa uno debería perdonarles todo. Uno habla del tango en Uruguay y aparecen muchas visiones, pero al referir a la figura de Morán se presenta el consenso como un inevitable amanecer soleado. Qué querida que era Elsa.

Esa tarde había quedado en hacerle una entrevista; cuando la llamé por teléfono y me presenté, se mostró algo esquiva ante las preguntas y el interés de un desconocido. Me dijo que no daba entrevistas en su casa, que si quería verla fuera a Joventango ese fin de semana, que ella iba a cantar ahí. Y así hice. Cuando ya estaba arrepintiéndome de haber ido, llegó Elsa, rodeada de algunas señoras más; su aspecto y la felicidad de las personas al verla le daban un aire de diva del cine clásico. Cuando estuvo cerca de mi mesa me acerqué a saludarla y me presenté como la persona que la había llamado por teléfono. Arenas, me dijo, esperaba a alguien de más edad. Antes de decirle alguna otra cosa, comenté: “Debo decirle que yo a usted la admiro mucho”. Ni bien se me escaparon esas palabras como un disparo mal hecho, me arrepentí de mi cholulismo naíf, pensé que quizá la espantaría mi sinceridad de gordo gigante con forma de fan. Qué curioso, mucha gente joven me dice lo mismo, contestó. “Bueno, eso me parece justo”, dije, y procuré dejarla tranquila hasta que terminara el show.

Elsa, entonces, cantó con todas sus mujeres de adentro, con toda la historia llenando el escenario. Hizo su trabajo con una magia difícil de encontrar y que ella manejaba como un taxista que conoce todos los secretos de una ciudad. Y me permito esta comparación recordando el oficio de taxista ejercido por Morán: de hecho, estaba jubilada de eso. Una semana después, estaba en su apartamento de la torre Génesis haciéndole la entrevista. Con mucha cautela, y con la esgrima de las palabras muy cuidada, me había ganado su confianza. También en su departamento me recibió con lentes oscuros, al estilo de las glorias escondidas de la mitología de la canción. “¿Se toma un whisky, Arenas?”, preguntó con una sonrisa, y la quise aun más.

Será difícil olvidar la generosidad y el amor con que se relacionaba con las nuevas generaciones y el paso que les dejaba. Su desprejuicio por el nuevo tango, la manera total de mirar la música sin barreras; formas éticas de hacer el arte que la convirtieron en la mejor. Como le decía su amigo Álvaro Hagopian: la número uno.

Elsa Morán es una de las últimas herederas de los fantasmas de la canción uruguaya más pura, una domadora irrecuperable de estilos, milongas y tangos. Era, en definición histórica, una cantora nacional, alguien que transitaba el tango como el género criollo con la fuerza de la tierra, con la vibración de la naturaleza arrolladora del campo o la ciudad. Así, con la guitarra de su compañero de años, Mario Núñez, o con trío clásico de bandoneón, piano y contrabajo, aparecen las obras que hablan y cuentan mejor que cualquier crónica u homenaje. No habrá ninguna igual.