Yo me voy con Aparicio, / sé que otra divisa labran / tus manos, y llevarán / los varones de esta casa. / [...] / Ella lo miró a los ojos, / pero no le dijo nada, / y nada dijo después, / cuando cayó con Saravia. Washington Benavides, “Como un jazmín del país”.

En su artículo “Los colores de la ciudadanía: observaciones desde Uruguay”, publicado en la diaria el 13 de abril, el sociólogo Denis Merklen nos invita a pensar en torno a las acciones afirmativas, su pertinencia, eficacia y los pretendidos “riesgos” de, a través de estas, instituir el racismo en nuestra sociedad.

Es cierto que la implementación de cualquier política social que busque reducir las brechas de desigualdad en la sociedad implica riesgos. También lo es que esos riesgos emanan mucho más de los posibles problemas y malentendidos en su aplicación que de sus fundamentos. Sin embargo, y más allá de peligros reales o imaginados, quiero proponer que disociar las acciones afirmativas del resto de las políticas en procura de justicia social pretendiendo colocar en ellas el motor de la estructura de jerarquías raciales de nuestra sociedad implica errores de lectura en los niveles político, histórico y conceptual.

Intento no detenerme en la dimensión del análisis político, dado que no formo parte de los colectivos afectados por el racismo ni participo de forma articulada en los movimientos que han decidido tomar las acciones afirmativas como herramienta de lucha. Estimo que si una importante porción de la población afrouruguaya ha decidido dirigir su accionar político para “empujar” al Estado en la implementación de este tipo de estrategias no lo hace desde el desconocimiento o el desprecio a los posibles malentendidos que pueda generar, sino en la profunda convicción de que el riesgo de poner sobre la mesa las formas en que las ideas de raza operan en nuestra sociedad siempre es menor que el de mantener intactos los dispositivos que reproducen la discriminación.

Dar a entender que los movimientos sociales toman mecanismos de acción política a partir de la imitación acrítica de otras sociedades, implicar que las acciones afirmativas no son más que la avanzada imperialista de modelos racializados exógenos parece, por lo menos, una subestimación. Supone también el desconocimiento de la significativa historia de militancia política, social y cultural que ha tenido la comunidad afro o negra –según ha elegido autodenominarse en cada período– en nuestro país. Pueden no conocerse los motivos, los argumentos o el desarrollo histórico por el cual el movimiento ha optado por el prefijo “afro” para autodefinirse como colectivo político y para que las personas socialmente visualizadas como “negras” sean formalmente referidas a esa categoría, pero llamar “eufemismo” a las luchas por la legitimidad en la nominación y su capacidad de construir los marcos sociales de interpretación de la realidad se parece bastante a la miopía sociológica.

Para comprender el actual contexto en el que, no libre de dificultades, se comienzan a implementar políticas focalizadas para la población afrodescendiente es necesario remontar otros caminos de la colonia y los imperios. Desandar historia de otros siglos, de “nuevos” mundos. Con un poco de memoria larga es difícil sostener que la naturalización de las jerarquías raciales y su incorporación al ordenamiento legal y administrativo comienzan a partir de la incorporación de las variables de ascendencia étnico-racial en la producción de datos estadísticos y administrativos en el país. Si así fuera, considerando su corto período de aplicación, sería posible pensar que la nuestra sea una sociedad libre de racismo. Flagrante y dramáticamente eso no es así. Uruguayos de todos los tipos, géneros, edades, colores y signos ideológicos habitamos un mundo constituido por el racismo, que no sólo impregna la forma en la que nos vinculamos los unos con los otros, sino que constituye también aquello a lo que llamamos Estado o sociedad: el sistema educativo, la distribución de oportunidades en el mercado laboral, la estructura de cargos políticos de jerarquía y toma de decisiones, la ocupación del espacio publico –sea para habitarlo o transitarlo–, y el sistema represivo de forma radical.

Tampoco es posible afirmar que las demandas en torno a igualdad racial son una innovación por sustitución de las formas tradicionales de hacer política en un esquema binario. Antes éramos blancos y colorados, pero podíamos ser otras cosas. Hoy somos blancos y negros y no podremos escapar a ello, nos dice Merklen en su artículo. Es cierto que el fortalecimiento de esas demandas ha permeado las formas en que la lucha contra el racismo se enuncian, pero estas se articulan por complementariedad con otras formas tradicionales de hacer política. Es imposible decir que con la entrada a escena de las políticas de identidad la población afrodescendiente ha elegido dejar la participación político-partidaria para volcarse a otras formas de construcción de lo político, en clave identitaria, empujando también al resto de la sociedad a ese lenguaje. Tal afirmación no tiene un correlato real, ni histórico ni actual. La políticas de identidad pueden reconfigurar el lenguaje de las demandas históricas en torno a la desigualdad racial, dado que son construidas en diálogo con estados nacionales consolidados sobre alteridades históricas que de formas explícitas y tácitas han empujado a todo lo no europeo al otro lado del borde de la ciudadanía.

Ahora bien, moviéndonos al plano de las conceptualizaciones en torno a las cuales se desacredita el eje étnico-racial para comprender y/o transformar la sociedad, podríamos preguntarnos: ¿cómo y bajo qué supuestos se afirma que quienes proponen la inclusión de lo étnico-racial en la implementación de las políticas públicas suscriben la idea de raza en tanto categoría emanada de lo biológico?

Así como el estudio de la religión y la defensa de la pluralidad de credos –entendiendo dentro de esa defensa todas las acciones públicas necesarias para garantizarla– no implican refrendar la idea de la existencia de Dios, del análisis de las desigualdades raciales al interior de una sociedad y el desarrollo de herramientas orientadas a superarlas no puede ser inferida la creencia en categorías raciales emanadas de la naturaleza o la biología humana.

Poco importa si la existencia de dioses o de razas humanas pueden ser falseadas o comprobadas científicamente. Sostener la existencia de la raza en tanto eje ordenador de lo social, es decir, proponer que las jerarquías raciales son determinantes en lo que respecta a oportunidades de cada uno al interior de la sociedad, no es decir que esas categorías son dictadas por la biología, sino por las lecturas que de ella se hacen. Las pertenencias étnicas y raciales se trasmiten de generación en generación, de padres y madres a hijas e hijos, como también se heredan las pertenencias de clase, los capitales culturales y las inclinaciones hacia las artes, los deportes o los negocios. Todas estas y otras formas intangibles de inscripción en categorías sociales sólo son identificables cuando se observan con los lentes de lo social.

Las razas tienen existencia social y efectos de realidad en tanto construcciones sociales, históricas, ideológicas, económicas. Pueden ser consideradas o no para el diseño de las políticas públicas, pero decretar su inexistencia no hace más que continuar invisibilizando su potencial reproductor de las cosas tal y como están. La estructura racializada de una sociedad como la nuestra puede ser negada, pero no abolida por decreto científico.

¿Significan todos los colores lo mismo para el análisis de lo social? ¿Puede ser considerada en el ideal igualitario simbólico propuesto para blancos y colorados la división entre aurinegros y tricolores, actualmente más vigente que las desteñidas divisas? ¿Tienen el mismo tenor analítico y el mismo tipo de alcance sobre lo social las adscripciones político-partidarias que las étnicas y las raciales? ¿Pueden también ser incorporadas al análisis las categorías de género, para las que también existe el código cromático celeste/rosa?

“Los colores de la ciudadanía” construye su argumento en torno a colores, y en términos gráficos el argumento es robusto. Pero los colores se componen de diversas maneras, dependiendo de la materia. Si hablamos de luz, se combinan verde, rojo y azul para formar toda la gama de colores posibles que vemos en las pantallas. Si trabajamos con pigmentos, deberemos acudir al amarillo, al cian, al magenta y al negro para plasmarlos en el papel. El análisis sociológico de lo político también atraviesa fenómenos constituidos en torno a diferentes materias, que en este caso son experiencias de lo social.

Lo político implica la enunciación y la toma de decisiones sobre lo colectivo. Habitualmente se asocia a un sistema de gobierno: republicano, y a un tipo de participación: político-partidaria. Otras dimensiones de lo político pueden ser consideradas en torno a los proyectos étnicos o a la resignificación de identidades racializadas desde la revitalización de pautas socioculturales de resistencia. Los tres casos implican la construcción de proyectos colectivos y la toma de decisiones en relación a esos proyectos, pero cada uno funciona diferente, orbita en distintas rutas de la experiencia social, y unos no pueden ser subsumidos ni reemplazados por otros. Son análogos pero no homólogos, es por eso que parecen confundirse, recrean alianzas al tiempo que individualizan reclamos. Tiñen y oscurecen los plenos de colores.

Las adscripciones de lo político-partidario pueden gustarnos más o menos en sus contenidos ideológicos o “simbólicos”, pero no pueden ser pensadas como universales ni universalizables a todas las experiencias. Se trata de adscripciones voluntarias y medianamente racionales, en torno a las cuales puedo elegir tomar posición e identificarme o abstraerme.

A diferencia de estas, las categorías de lo étnico y lo racial no son opciones. Comprendidas como identidades colectivas construidas en el doble juego de la auto y la hetero adscripción, los grupos étnicos y los sectores de la población movilizados en torno a identidades raciales son el resultado de procesos históricos ineludiblemente vinculados a su exclusión en la participación colectiva. Las actuales reivindicaciones de esos grupos, históricamente empujados al margen, reelaboran su pertenencia desde formas de hacer política no tradicionales. Aquellas personas sobre las cuales recaen las categorías de negro o indio no pueden elegir abstraerse de ellas. Pueden no sentirse identificadas con las reivindicaciones identitarias de afrodescendientes o pueblos originarios, pueden aplicar a un cupo reservado en un concurso o decidir no hacerlo, pero no dejarán de ser vistas como negras o indias por el resto de la sociedad. Es posible sacarse un poncho, una vincha, colgar la lanza o la carabina, pero no cambiarse la piel.

Otras dimensiones de lo político que tampoco se ajustan al molde del republicanismo igualitario son presentadas hoy en Uruguay y en la región como peligrosas. Las lucha contra la desigualdad racial se presenta como racismo, el feminismo se propone como ideología en oposición a teoría, análisis y acción racional. Ambos fenómenos “exponen” a la política al mismo peligro, un territorio de disputa en el que no sólo los varones de la casa tengan opinión.

Tradicionalmente los hijos de los colorados crecían como colorados. Históricas excepciones confirman la regla. Pero ¿qué sucedía con sus hijas? ¿Qué grado de participación política les correspondía? Si la política se construye en la enunciación pública, las hijas y las novias de blancos y colorados permanecían fuera de ella. Engendrando hijos y labrando divisas en silencio, debían aceptar también en silencio la toma de decisiones de otro sobre la forma primordial de la alianza política: la alianza matrimonial.

Es posible que la actitud de las mujeres no fuera tan silenciosa y observante como la presenta la creación artística, pero es contra este papel esperado de lo femenino en la política que el feminismo propone otras políticas: otros problemas analíticos, otras dinámicas organizativas, otras formas de participación en la toma de decisiones sobre lo colectivo. Y es por eso que atraviesa, desordena y pone en riesgo las pertenencias partidarias.

Por último, y volviendo al registro de lo político, en el actual contexto de fortalecimiento de frentes conservadores y ascenso de gobiernos totalitarios, parece necesario preguntarnos: ¿es posible que el reconocimiento de derechos en base a políticas de reparación histórica nos lleve a un recrudecimiento del racismo en la región? ¿Pueden asimilarse los procesos de revitalización del nacionalismo racializado de la derecha europea a las reivindicaciones identitarias en clave étnico-racial latinoamericanas?

Es posible esbozar diferentes respuestas a estas preguntas, con fundamentos teórico-conceptuales contrapuestos. Sin embargo, en términos fácticos, el análisis local y regional no habilita a asociar políticas de identidad con autoritarismo. Muy lejanos a la retórica de la diversidad, el racismo y el sexismo han crecido en torno a la estigmatización de los colectivos autoidentificados y movilizados en torno a plataformas de derechos. La negación de las especificidades bajo el manto de la participación igualitaria, la transmutación de los derechos en supuestos “privilegios” y la naturalización de los posicionamientos ideológicos conservadores a través de su pretensión de naturales o divinos están en la génesis de esas formas de autoritarismo, más que cualquier tentativa del Estado de reconocer como diferente a aquellos que buscan que la desigualdad no sea desconocida.

Pilar Uriarte es doctora en Antropología Social y docente del Departamento de Antropología Social de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República.