El sistema de partidos uruguayos es una rareza en la región, por la larga permanencia de las principales fuerzas políticas como tales. Desde la fundación en 1971 del Frente Amplio, los tres lemas mayores han tenido pocas fracturas significativas, y la mayoría de ellas se revirtieron luego parcialmente.

El intento más duradero de instalar un cuarto lema con posibilidades de incidencia ha sido el del actual Partido Independiente (PI), cuyos antecedentes se remontan al Nuevo Espacio de 1989. Sin embargo, y pese a que ha crecido en cada una de las dos últimas elecciones, ni siquiera la fuerte caída del Partido Colorado (PC) después de la crisis de 2002 determinó que el PI lo superara en las preferencias de la ciudadanía. No parecía que eso fuera a cambiar este año debido a la alianza de los independientes con otros sectores para formar La Alternativa, y tampoco parece que vaya a cambiar ahora, cuando esa alianza y su fórmula presidencial acaban de ser dejadas sin efecto por el propio PI.

Por otra parte, el prolongado predominio de los tres grandes partidos trae consigo la consolidación, dentro de estos, de perfiles y estilos característicos en quienes ascienden. A veces aparecen dirigentes que aportan algo distinto y exitoso a la acumulación previa de su fuerza política, pero por cada mutante (y detrás de cada uno de ellos) hay cientos de típicos.

A partir del ciclo electoral de 2014-2015, algunas novedades hicieron pensar que se avecinaba una nueva configuración. Por el lado izquierdo, Unidad Popular (UP) logró su primer diputado. Por el derecho, Edgardo Novick, que tuvo su plataforma de lanzamiento en el Partido de la Concertación creado por nacionalistas y colorados, formó en 2016 su propio Partido de la Gente y, con procedimientos poco frecuentes en Uruguay, logró que se sumaran a él legisladores elegidos por otros lemas. A su vez, en el Partido Nacional (PN) asomaron sectores identificados con grupos evangelistas neopentecostales, como los que en otros países de la región tienen fuerte presencia política.

Más recientemente, pareció que Ernesto Talvi tenía buena chance de ganar las internas del PC y convertirlo en algo bastante diferente. Luego se lanzó en el PN la inesperada precandidatura de Juan Sartori, con más recursos que propuestas y una forma de sumar semejante a la de Novick (que, en varios casos, le ha quitado seguidores a este). Por último, hay que incluir en la lista los amagues del general retirado Guido Manini Ríos, para entusiasmo de quienes sueñan con un Jair Bolsonaro uruguayo.

Pese a todo, las encuestas indican hasta ahora que las tradiciones son difíciles de desbancar. UP no crece y el partido de Novick se desintegra. El apoyo religioso a Verónica Alonso no logra que su precandidatura despegue, y la de Talvi es descalabrada por el regreso de Julio María Sanguinetti. Sartori sigue detrás de Luis Lacalle Pou y Jorge Larrañaga. Manini se había tomado unos días para orejear sus cartas, y ahora es poco probable que las revelaciones sobre el Tribunal de Honor al que defendió aumenten su popularidad. En el oficialismo, tras las mutaciones que implicaron los liderazgos de Tabaré Vázquez y José Mujica, las actuales precandidaturas son, cada una a su manera, típicamente frenteamplistas.

Por el momento, da la impresión de que los tres grandes partidos seguirán convocando a la inmensa mayoría de los votantes, con candidaturas presidenciales que no alterarán sus identidades tradicionales. Esto reafirma, por una parte, que la sociedad uruguaya tiene mucho de conservadora, pero también indica que sus instituciones partidarias siguen, todavía, bastante más consolidadas que las de otros países. Quizá porque, como decía Alfredo Zitarrosa, “no hay cosa más sin apuro que un pueblo haciendo la historia”.