No por obvio conviene dejar de subrayar un razonamiento básico: para que exista una investigación debe surgir un enigma, y para desentrañar el misterio, alguien debe llevar adelante el proceso investigativo. En el libro Enigmas y complots. Una investigación sobre las investigaciones (Fondo de Cultura Económica, 2016), el sociólogo francés Luc Boltanski señala que un acontecimiento enigmático puede tener una significación inmediata, pero no puede adjudicársele un sentido hasta que no sea atribuido a cierta entidad, a partir de la cual pueden conocerse las intenciones que lo determinaron.

Ese esquema abstracto que sustenta la complejidad de cualquier investigación –de un fraude inmobiliario a un asesinato, del robo de un banco a un secuestro– es la base misma de la novela policial primigenia y la de muchas de sus variantes: el detective investiga un delito y, por medio de la acumulación de evidencias, el diálogo con testigos y sospechosos y la confrontación con alguna fuerza institucionalizada o no, logra develar el misterio, cerrar la trama. Hay miles de novelas que se han escrito ciñéndose a ese planteo y muchas más serán escritas bajo la misma fórmula, que ha demostrado ser tan rendidora desde el punto de vista de la crítica como del público. Pero también hay novelas que se apropian del esquema para reflexionar no sobre el género en sí sino sobre una de las figuras que conforman el dispositivo: el investigador. Pueden mencionarse, a modo de ejemplo, dos casos muy diferentes entre sí, de dos autores que se encuentran en las antípodas estilísticas y de la concepción del propio objeto novela: Fantasmas (1986), del estadounidense Paul Auster, que integra la famosa Trilogía de Nueva York (junto a Ciudad de cristal y La habitación cerrada), en la que se cuenta cómo el detective Azul, a instancias de Blanco, debe seguir a Negro en un caso que le llevará décadas y en el que las figuras de cliente, investigador e investigado trastocan el universo de la acción, y La pesquisa (1994), del argentino Juan José Saer, en la investigación de una serie de crímenes de ancianas en un barrio de París, a cargo de un diligente comisario, establece la clave de la indagación en un mundo onírico, divorciado de la realidad, regido por monstruos mitológicos. En este “tipo” de novela policial se inscribe La investigación, del premiado escritor y cineasta francés Philippe Claudel.

Investigador investigado

Una primera mirada a la novela indica un hecho evidente: La investigación es una suerte de reescritura de El castillo (1926), de Franz Kafka. Dice el párrafo inicial de la inmortal obra del escritor de Praga, en traducción de J Vogelmann: “Ya era de noche cuando K. llegó. La aldea yacía hundida en la nieve. Nada se veía de la colina: bruma y tinieblas la rodeaban; ni el más débil resplandor revelaba el gran castillo”. Se lee al inicio de La investigación: “Cuando el Investigador salió de la estación, lo recibió una mezcla de lluvia fina y nieve fundida”. Al igual que el agrimensor K., el Investigador llega a un lugar para cumplir una misión y, al igual que aquel, su tarea se verá dilatada, pospuesta, atrasada, intervenida.

La deshumanización campea a lo largo de la novela de Philippe Claudel por medio de un procedimiento nada nuevo –designar a los personajes por su condición (el Investigador se cruza con el Policía, el Psicólogo, el Camarero, el Guía, etcétera)–, que, al volverse recurrente, deshilachado hasta el paroxismo, termina dejando aflorar toda la humanidad de los caracteres, que de pronto se convierten en demasiado humanos, referidos en sus nimias acciones hasta la ridiculez (el policía del hotel también limpia los baños, al guardia de la empresa le chorrea paté por la barba, el protagonista pierde la ropa interior y recurre a una bombacha con volados).

Así como el agrimensor de Kafka llega al Castillo para realizar una labor específica, el Investigador llega a una ciudad para investigar las razones por las que, en el último año, 23 operarios de la Empresa se suicidaron. Lo que se plantea como una interesante trama policial (imagínese el asunto, por ejemplo, en la pluma de un Ross Macdonald o, más acá en el tiempo, un Michael Connelly) es desmontado por Claudel para construir otra cosa, pues queda claro en algún momento que, como K. a las puertas del Castillo, el Investigador no podrá concretar nunca la misión para la que fue requerido. O quizá sí, pero no por intermedio de los llamados “procedimientos oficiales”.

Philippe Claudel ganó el prestigioso premio Renaudot por su novela Almas grises (2005) y se convirtió en autor best seller con La nieta del señor Linh (2006). En La investigación, más allá del tono cáustico y desalmado, como de informe redactado por un eficiente perito, aflora en sordina un humor que pone el foco en la inevitable estupidez del hombre, sobre la que el narrador reflexiona constantemente, como en este pasaje con que se cierra la reseña: “Desde que se distinguió del resto de las especies, el hombre no ha dejado de medir el universo y las leyes que lo rigen con la vara de su mente y las imágenes creadas por ella, sin percatarse de las limitaciones de su enfoque. Y, sin embargo, sabe perfectamente que un colador no es un buen recipiente para el agua. Entonces, ¿por qué persiste en engañarse creyendo que su mente puede captarlo y comprenderlo todo? ¿Por qué no acepta, por el contrario, que su intelecto es un vulgar colador, es decir, un utensilio que presta innegables servicios en determinadas circunstancias, para acciones concretas y en situaciones dadas, pero que es inútil en muchas otras, porque no está hecho para eso, porque está agujereado, porque innumerables elementos lo atraviesan sin que ni siquiera consiga retenerlos para observarlos, aunque sea unos instantes?”.

La investigación. De Philippe Claudel. Traducción de José Antonio Soriano Marco. Barcelona, Salamandra, 2018. 237 págs.