A fines de la década del 60, la “Suiza de América” ya era pasado. Desocupación creciente, inflación imparable y salarios congelados hipotecaban las expectativas de ascenso social y confort económico que las ufanas “clases medias” uruguayas habían alentado por décadas. Sus hijos crecían en una sociedad que se despeñaba a ojos vistas; el progreso en base al trabajo y al ahorro tal como lo habían pregonado y practicado sus abuelos sonaba ahora a tomadura de pelo. La convivencia social siempre había sido frágil y negociable, pero ahora estallaba en añicos. El gobierno de “mano dura” con Jorge Pacheco Areco al mando iniciaría en diciembre de 1967 un ciclo de represión sin tregua a la protesta de trabajadores y estudiantes. El 14 de agosto del año siguiente, el entierro de Líber Arce simbolizaría la sepultura del Uruguay liberal.

En mayo de 1968, miles de liceales y universitarios ganaban las calles en protesta por el aumento del boleto estudiantil. Ese reclamo, pronto caído en el olvido, fue la chispa que encendió la pradera seca. Un singular entrelazamiento de circunstancias locales y mundiales dotó a la protesta juvenil de expectativas que trascendían en mucho la demanda económica inmediata. El gobierno de Pacheco debía caer y, con él, la “oligarquía” que lo sustentaba; la rebelión que sacudía al subcontinente todo también aquí debía barrer con la injusticia social y la “dominación burguesa”. Buena parte de aquellos jóvenes contestatarios abrazaría “la causa” con un fervor inquebrantable; su activismo entusiasta, lejos de declinar, crecería sin cesar en los años venideros.

Hemos entrevistado a protagonistas de esa marejada juvenil pidiéndoles que rememoraran los sentimientos y convicciones que los animaban en aquellos años. Queríamos comprender el sentido que tenía para ellos la entrega en cuerpo y alma a “la revolución” aun a sabiendas de que podía costarles la vida. En esta nota –tercer adelanto de nuestra investigación–1 nos ocuparemos, precisamente, de la presencia de la muerte –tanto real como simbólica– entre aquellos jóvenes dispuestos a asumir responsabilidades muy pesadas.

El riesgo de vida era percibido en su dimensión sacrificial e inevitable a la luz de la única perspectiva aceptable y deseable: la de la revolución. Atilio,2 hijo de obreros industriales, que en 1968 cumplía 15 años, lo expresa con toda elocuencia: “Me acuerdo de que en una asamblea estudiantil hablé de pelear y de morir así como murieron en Cuba. Hoy dirías que es una inconsciencia, pero en aquel momento aquella efervescencia te llevaba a eso, a un deseo de morir por la revolución”. Vivir y morir por la revolución: nada hay de exagerado en esta caracterización del estado febril que se apoderaba de los ánimos juveniles. La epopeya del Che Guevara, rememorada una y otra vez, se presentaba como arquetipo de coherencia, de fusión entre dichos y hechos, entre teoría y compromiso revolucionario. El “guerrillero heroico”, símbolo supremo de la entrega generosa, personificaba el ejemplo a seguir. Y, en algún pliegue inconfeso de la conciencia o en la penumbra del inconsciente, muchísimos jóvenes como Atilio experimentaban el “deseo de morir” como posible destino personal luminoso, como ofrenda radical a una nueva vida colectiva situada más allá de la propia muerte individual. Una canción popularizada por Los Olimareños ponía palabras a esa promesa de redención social que debía sobreponerse triunfalmente a la muerte: “Ya no vivo, pero voy / en lo que andaba soñando / y otros que siguen peleando / harán nacer otras rosas. / En el nombre de esas cosas / todos me estarán nombrando”.

La exaltación mística de “la revolución” ensancha el corazón, insufla un coraje y un optimismo irreductibles, glorifica la muerte altruista; es equiparable al acto de fe, respaldado luego por la racionalidad política que aportan lecturas febriles de Marx, Lenin, Mao, Trotsky o Gramsci. “Teníamos una idea de la vida cortita, como que a los 20 años eras viejo; considerábamos que íbamos a morir al poco tiempo”, relata Cintia, a quien debemos las palabras del título de este artículo. Había crecido en una familia muy pobre del norte del país. En 1968 cumplía 15 años y ya se sentía partícipe plena de la insurrección que debía arrasar de una buena vez con la injusticia. El deseo de entrega total inflama los espíritus y vertebra el cotidiano vivir, nada hay más importante, todo se juega aquí y ahora: “El término de tu vida era como inmediato, pero la revolución también era inmediata”. Aquellas circunstancias sociohistóricas singulares se amalgamaron a la impaciencia y al inmediatismo propiamente juveniles para modelar una militancia entusiasta, intransigente, cortoplacista: “Éramos unos adolescentes… nos creíamos ya casi como viejos, las soluciones tenían que ser ya”, concluye Cintia.

Braulio, criado en una familia de clase media alta, cumplía 20 el año de los mártires estudiantiles. Ya era un militante con mucha experiencia y prestigio entre sus pares, había liderado la conformación del Frente Estudiantil Revolucionario en el IAVA. Recuerda con nitidez la perspectiva de la muerte como posibilidad cierta; para él –como para muchos otros– el sacrificio supremo distaba de ser una mera fantasía: “Realmente tuve la sensación de que podía ir preso, que me podían torturar”, a lo que agrega: “Pero me parecía más probable que me mataran”.

Cabe preguntarse: ¿en esa época era realmente más probable morir que ser encarcelado o torturado? La tortura se volvía sistemática, los heridos en manifestaciones callejeras se contaban por centenares, los que habían dormido en una celda de comisaría, en un cuartel o en la cárcel ya debían sumar unos cuantos miles. Los estallidos de protesta, tanto estudiantiles como sindicales, eran reprimidos por la Policía con dureza y aun con saña; los poderes públicos sostenían sin desfallecimientos una estrategia confrontativa destinada a amordazar, desalentar y aplastar la rebelión. La muerte de unos pocos “subversivos” debía ser evaluada por el gobierno como un costo muy módico para la restauración de una paz social jaqueada por algunos miles de revoltosos, pero el asesinato masivo de opositores decididamente no figuraba en el horizonte político del gobierno. Aquella sensación rememorada por Braulio, “me parecía más probable que me mataran”, ¿debe entonces ser interpretada como una desmesura, una exageración propiamente juvenil inspirada en circunstancias sin duda dramáticas y amenazantes?

Para dar una respuesta cabal a esta pregunta debemos adoptar por un instante la perspectiva en que los jóvenes militantes inscribían su experiencia. Los avatares de la confrontación callejera se les presentaban como los prolegómenos de “la revolución”, que sería inevitablemente violenta, con enfrentamientos armados y efusión de sangre. Es esa perspectiva imaginada, esa mirada puesta en un pronto estallido revolucionario, lo que da sentido a la idea de la muerte como posible desenlace personal del compromiso. “Cuando pensaba que me podían matar me decía que ese era el mejor modo de morir, en lugar de morir de viejo en una cama”, sigue Braulio. “Hoy, ya viejo, pienso que cuando me muera voy a recordar aquellos buenos tiempos”.

Elena había venido al mundo en un hogar de trabajadores. Ingresó a primer año de Preparatorios en el liceo Miranda en 1967, el año de la muerte del Che. El 20 de setiembre del año siguiente, una gran movilización estudiantil frente a la explanada de la Universidad era reprimida con balas y perdigones; la Policía había recibido orden de apuntar al cuerpo de los manifestantes. Hugo de los Santos y Susana Pintos fueron heridos de muerte. Hugo, que estudiaba en la Facultad de Ciencias Económicas, había hecho el liceo en el Miranda. Un perdigón le atravesó el tórax, lesionándole el corazón. Llegó muerto al Sindicato Médico del Uruguay, a 400 metros de allí; tenía 19 años, uno más que Elena. Ella o cualquiera de sus compañeros pudo haber estado en su lugar; nadie lo ignoraba, aunque de esas cosas no se hablara. ¿Ese silencio tácito camuflaba el miedo de correr la misma suerte...? No era este precisamente el espíritu reinante. La proximidad de la muerte, lejos de atemorizarlos o desanimarlos, los llenaba de indignación y de coraje, los hacía apretar los puños, cerrar filas y redoblar el compromiso. Si el endurecimiento de la represión pretendía infundir miedo y enfriar los ánimos, su efecto era el opuesto al buscado. Las “clases dominantes” se sacaban la careta, lo que confirmaba las certezas de quienes ya se sentían enrolados en una revolución en cierne. El “Uruguay batllista” colapsaba, ¡bienvenido el fin de una farsa que ya no engañaba a nadie!

Mabel, que había crecido en un barrio modesto de la capital, era una quinceañera en el 68; hoy evoca la intensidad de los sentimientos colectivos de indignación hacia los poderosos y de empatía hacia los más humildes. “Estábamos muy convencidos, todo era ‘cuando hagamos la revolución’, como algo que iba a ocurrir en poco tiempo... iba a haber reforma agraria, nacionalización de la banca, aunque yo tuviera ideas muy vagas de todo eso...”. Tampoco ella se imaginaba presa sino más bien muerta: “Había como una predisposición al sacrificio, de estar dispuesto a dar la vida, de arriesgarlo todo, tal vez sin medir las consecuencias sobre uno mismo y su familia”.

Anabel, crecida en el seno de un hogar holgado de Punta Carretas, tenía 21 años en ocasión del estallido del 68, cuando estaba culminando la carrera de Magisterio. La iglesia de la “teología de la liberación” había sido su primera apertura al mundo social: “El católico tenía que comprometerse en el aquí y el ahora”. Visitaban barrios pobres ofreciendo solidaridad en todas sus formas; el contacto con la pobreza extrema sería para todos aquellos jóvenes una experiencia muy impactante: “Ver a los gurises, el hambre, la injusticia terrible...”. La práctica magisterial incluía visitas a la casa de los alumnos, en las que se registraban las condiciones materiales de vida en una ficha socioeconómica por cada hogar. Su percepción de la violencia social, la desigualdad y la injusticia encendía su ánimo. Muy pronto Anabel sentiría que las vías legales estaban agotadas, que el camino de la transformación revolucionaria de la sociedad sería inevitablemente violento, y allí había que estar. Como muchos de sus pares, pensaba que su vida podía ser muy breve: “Podía darse la muerte, y en realidad no era algo que te preocupara: tenías que hacerlo, era como un idealismo total, no tanto me veía presa como muerta”.

Teresa, hija de intelectuales católicos, tenía 20 años cuando el estallido de 1968; al igual que Anabel y tantos otros, se había iniciado en la militancia social como cristiana sensible a la injusticia y dispuesta a darlo todo para cambiar el mundo. Al año siguiente, las balas asesinas se llevaron para siempre a su hermano querido. El dolor de esa pérdida irreparable no logró desalentar aquel entusiasmo compartido que hoy rememora: “La atmósfera social de esos años era muy alegre, esperanzadora, porque aunque hubiera muertos, pensábamos que la revolución estaba cerca”.

“Ya son demasiados que la pasan mal / hemos dicho basta y echado a andar / nadie en el mundo nos puede parar / empezó la lucha y vamos a triunfar / por fin la justicia llegará a reinar”, cantaba Mauricio Vigil, joven artista y militante de la “generación del 68”. A la vuelta de la esquina asomaba “la revolución”, y aun si la próxima perdigonada llevara tu nombre, ya nada la detendría.

François Graña es doctor en Ciencias Sociales, docente e investigador de la Facultad de Información y Comunicación, Universidad de la República.


  1. El primero fue publicado por la diaria el 18/5/2018 bajo el título “La generación del 68: el compromiso ético con la revolución”, y el segundo, “Revolución, sexo y rocanrol. A cincuenta años del 68 montevideano”, en una revista internacional (http://revele.uncoma.edu.ar/htdoc/revele/index.php/historia/index

  2. Los nombres de los entrevistados son ficticios.