El juego de la silla es una comedia negra sobre un hijo que vuelve a su casa después de varios años: Víctor (a cargo de Fernando Amaral) llega desde Canadá sólo para pasar un día con su familia, y tanto la brevedad como el vértigo del reencuentro detonan una histeria que se apropia de todos los intentos por dilatar el tiempo y transformarlo en una estadía única. Esta escala –literal, porque viajó por trabajo– lo reúne con su madre (Elsa Mastrangelo), posesiva y sobreprotectora, sus dos hermanas (Mariana Escobar y Camila Vives), una ex novia que nunca admitió la separación (Angie Oña), y un hermano sosegado (Manuel Caraballo). En esa rápida convivencia cargada de embrollos y sonrisas nerviosas, cualquier dinámica, juego o ritual compartido se transforma en una vivencia incómoda, cargada de reproches y tensiones acumuladas, como ya se plantea desde el programa.

El protagonismo y la tensión dramática se construyen a partir de este asfixiante entorno familiar, los vínculos y el modo en el que ellos manejan la ausencia, el tiempo transcurrido. Ninguno se pregunta cómo está ni qué siente el otro. Tampoco se comunican. Sólo sonríen e inventan cumplidos y agasajos impensados, construyendo una puesta en la que, literalmente, todo puede pasar. Pero ese registro se afianza con el virtuosismo del elenco que se apropia de una naturalidad rabiosa, incluso cuando trabajan sobre un realismo alucinado por el absurdo. A lo largo de la obra todos corren de un lado a otro –en el caso de Víctor, arrastrado– y viven escenas delirantes, sustentadas en la capacidad de los actores para cargarlas de verdad y desarrollar un sugerente tour de force entre la cordura y la locura, que acentúa el aquí y ahora de la representación.

Marca propia

A principios de los 2000, la directora y cineasta argentina Ana Katz estrenó su primera película, El juego de la silla, y decidió adaptarla al teatro. El año pasado, Fernando Vannet decidió versionar esta puesta familiar sobre los amores intensos y la dependencia, y si bien mantuvo la estructura, le incorporó la actuación en vivo de El Cuarteto del Amor, que funciona como leitmotiv de la historia.

La obra se configura en torno al formato de la familia disfuncional que, como es sabido, se viene reelaborando desde la tragedia griega (en esa época, más bien como una herencia del destino), y si bien esa es la categoría con la que se han definido importantes puestas recientes, como La omisión de la familia Coleman (2005), Mi hijo sólo camina un poco más lento (2014) y Terrenal (2014), entre tantas, los sistemas familiares son, por definición, desviaciones del patrón. En esta variante, el humor, el drama y lo grotesco ponen de relieve una forma de comprensión, y permiten pensar el entorno familiar como un sistema que pocas veces se aleja de su dinámica, de sus dogmas. A la logradísima dirección de Vannet le basta con algún cambio de ritmo o de tono para lograr instancias de gran intimidad que multiplican los matices, las transiciones emocionales, el adentro y el afuera de los ritos domésticos, de su propia decadencia. Y nunca se deja afuera a los ecos desarticulados de esa clase media en quiebra, potenciando y colectivizando aun más sus resonancias.

El pulso de lo cotidiano marca la aventura de esta larga búsqueda de aprobación, de vínculos detenidos en el tiempo, de seres incapaces de verbalizar sus emociones (prefieren dibujar, bailar, cantar). Como si, desde la carcajada deforme, al fin se pudiera ver el absurdo. En todo caso, el juego es inapelable, y el futuro, siempre incierto.

El juego de la silla. De Ana Katz. Dirigida por Fernando Vannet. Con Elsa Mastrangelo, Fernando Amaral, Angie Oña, Mariana Escobar, Camila Vives y Manuel Caraballo. En el Teatro Victoria. Hoy y mañana, a las 20.30 (últimas funciones).