En los últimos años adquirieron mayor visibilidad los cuestionamientos a decisiones parlamentarias y gubernamentales relacionadas, directa o indirectamente, con los derechos ambientales, al igual que sucede en el resto de América Latina con gobiernos de derecha y de izquierda. Las críticas tomaron en ocasiones las calles y se viralizaron en las redes sociales. Algunas contribuyeron a frenar proyectos como la instalación de la minera Aratirí –extracción de hierro a cielo abierto– y como consecuencia también se paralizó el puerto de aguas profundas que la empresa requería. La movilización contra la instalación de una empresa de transporte fluvial en el dique Mauá en Montevideo finalizó con la cancelación de la obra y con la apertura a propuestas novedosas. En los últimos días, la Junta Nacional de Montevideo prohibió el uso del glifosato y otros herbicidas en los espacios públicos en Montevideo, una demanda presente en todo el país –y en buena parte del mundo–, dados los efectos negativos sobre la salud humana y sobre la naturaleza de este producto.

Sin embargo, otros cuestionamientos no corrieron igual suerte: la movilización contra la ley de riego no obtuvo las firmas necesarias para llevar el tema a una consulta popular. Se frustró así a un conjunto de organizaciones ambientales y ecologistas, y también a buena parte de la academia que cuestionaba la ley con argumentos de peso. Dadas las características de quienes proponían un referéndum, ¿no debió la propia izquierda en el gobierno firmar para habilitar una consulta que promoviera un debate nacional sobre la ley? La ciudadanía podría haber votado a favor o en contra, pero, en cualquier caso, la decisión tendría mayor legitimidad y sería producto de una deliberación más democrática. Aprobar una ley imponiendo disciplina partidaria no parece ser la mejor forma de reforzar la representatividad parlamentaria ni la legitimidad de las decisiones, en un contexto signado por la decepción y el alejamiento de la ciudadanía de los partidos políticos.

El Frente Amplio (FA) surgió desde y con las organizaciones sindicales y estudiantiles, se amplió con la inclusión de demandas de otras organizaciones de la sociedad civil y así se fue construyendo una agenda de derechos. Los canales de interacción con las organizaciones de la sociedad civil y sus reivindicaciones deberían reforzarse y diversificarse –respetando su autonomía–, al igual que la confianza en la participación ciudadana directa. Es por ello que sugerimos que se introduzcan modificaciones que hagan más sencillo, equitativo y transparente el ejercicio de la democracia directa tanto a nivel nacional como a nivel local, y así canalizar la protesta por vías legales:

  1. En el caso del referéndum, debería simplificarse a una sola vía la posibilidad de derogar total o parcialmente una ley. En lugar de una vía rápida y una vía larga, establecer una sola que exija 10% de firmas que deben presentarse ante la Corte Electoral para convocar directamente a un referéndum. Es decir, bajar el porcentaje y eliminar el prerreferéndum.

  2. Asimismo, debería reducirse la cantidad de firmas requeridas para proponer una ley ante el Poder Legislativo: de 25% de los ciudadanos –como establece el artículo 79–, reducirlo a 10%. De esta manera, algunas demandas ciudadanas podrían canalizarse mediante una propuesta de ley. Por cierto: es urgente la reglamentación de dicha la ley para que la ciudadanía conozca y utilice este instrumento.

  3. Debería volver a instalarse la posibilidad de votar por “sí” o por “no” en los plebiscitos propuestos por iniciativa ciudadana. Ahora sólo se adhiere a la reforma: es decir, se vota por “sí”. Esta ausencia genera dos problemas: a) en los plebiscitos promovidos por la Asamblea Constituyente sí se registran los votos por “sí”, por “no”, “en blanco” y “anulado”, lo que introduce una diferencia y una inequidad entre los sujetos de iniciativa; b) al no existir las diferentes posibilidades, no se refleja cabalmente la opinión de la ciudadanía.

  4. Deberían ser claros los plazos para proponer reformas constitucionales a la Asamblea Nacional, pues la última reforma constitucional –1996– dejó un vacío que habilita diferentes interpretaciones: en particular si se consideran las elecciones nacionales y las departamentales, o sólo las primeras, como fecha para consultas. Si bien algunas constituciones establecen explícitamente que no se deben llevar a cabo conjuntamente elecciones y consultas, consideramos que no es necesario modificar este punto pues sería costoso y engorroso para la Corte Electoral y además, de esta manera, se asegura la participación de la ciudadanía en el ejercicio de la democracia directa.

  5. Debería reglamentarse la propaganda de las iniciativas ciudadanas, estableciendo espacios en los medios de comunicación pública para su difusión y su debate. Es decir, todas las iniciativas ciudadanas deberían contar con un mínimo de posibilidades para plantear su propuesta de reforma constitucional o de derogación de una ley en los medios masivos de comunicación. Eso haría posible un piso de equidad entre las propuestas que surgen de organizaciones que tienen recursos económicos y políticos y aquellas que no lo tienen.

  6. En Uruguay las personas que ejercen el gobierno y las que integran el Parlamento tienen libertad para expresarse a favor o en contra ante una consulta popular. Y entendemos que esa libertad debe mantenerse. Sin embargo, debería reglamentarse las potestades de los diversos organismos del Estado ante una consulta; en particular, deberían limitarse a promover debates amplios y plurales, y prohibir la utilización de recursos y espacios estatales para favorecer a una de las partes.

  7. También habría que reglamentar la propaganda a favor y en contra tanto en los plebiscitos como en los referendos. Es decir, una vez aprobada la iniciativa ciudadana, ambas posturas deberían contar con espacios en los medios de comunicación públicos, en particular en la cadena de radio y televisión que utiliza el Poder Ejecutivo y que en algunos plebiscitos se habilitó por decisión del presidente. Debería ser obligatorio y no una potestad del Poder Ejecutivo.

Ante el malestar con la nueva pastera: más participación

También sería democratizador que el gobierno generara canales de información y de diálogo frente a la polémica instalación de una nueva pastera de la empresa finlandesa UPM. Desde hace meses, grupos de ciudadanos de diferentes partidos –o sin identidad política– cuestionan dicho proyecto con diversos argumentos. El gobierno, lejos de abrir los canales de debate, los obtura con respuestas técnicas o jurídicas poco precisas. Incluso se defiende el secreto, como si el Poder Ejecutivo fuera una empresa privada. De esa manera se alimentan las sospechas, sean o no justas. Los grupos, y en particular UPM2 No, en lugar de realizar acciones violentas –como sucede en otras latitudes– decidieron encauzar la protesta por vías jurídicas y realizar contraaudiencias. La canalización del conflicto por vías constructivas e institucionales tendría que ser valorada por los actores políticos, y el gobierno debería redoblar la apuesta y promover una democracia participativa. Entre otras acciones, el gobierno podría:

  1. Convocar a audiencias públicas y asambleas ciudadanas con intervención de políticos –y no centralmente o únicamente de técnicos–, en días y horarios consensuados entre representantes del gobierno y activistas, con una agenda negociada previamente por ambas partes y con gran difusión tanto de la convocatoria como de los resultados.

  2. Los partidos políticos tienen la posibilidad de escuchar en diversas comisiones parlamentarias a las personas que lideran los grupos contrarios a la instalación de UPM2 y podrían transmitir sus intervenciones por la televisión pública y por las redes sociales, de manera tal que la ciudadanía conozca los términos del contrato y sus implicancias.

  3. El presidente debería habilitar la cadena presidencial de radio y televisión para que tanto el Ejecutivo como quienes se oponen a UPM2 expliquen sus posturas.

El gobierno y los principales líderes de oposición entienden que UPM2 es una gran oportunidad de inversión y de trabajo para Uruguay; si es así, la apertura al diálogo no puede más que darle legitimidad al contrato.

La política es siempre conflicto, y también es capacidad de dialogar y de negociar. Toda decisión política puede afectar a un grupo, a una clase o a una ideología. En Uruguay y en la región, los políticos y, especialmente, los que hacen ciencia política, suelen alabar al sistema político uruguayo por su capacidad de generar diálogos y consensos entre diferentes sectores partidarios. Sin embargo, lo que no se dice es que cada vez hay más personas –especialmente jóvenes, pero también asalariados, pequeños comerciantes y sectores empobrecidos del agro– que no se sienten representadas por ningún partido y que, por lo tanto, quedan de hecho fuera de ese diálogo. Y no son precisamente personas que integren grupos de “derecha”, ni tienen una postura antiderechos. Lo que deberíamos alabar es que la protesta en Uruguay no se traduce, como en Argentina, en Francia, en Italia o en Grecia, en actos de violencia. La ciudadanía uruguaya apela a las movilizaciones pacíficas y a las vías legales. El gobierno y los partidos de izquierda deberían responder con la misma altura. Presiento, además, que les convendría hacerlo si no quieren seguir perdiendo legitimidad, si pretenden renovar la política y si buscan diferenciarse sustancialmente de la “derecha”.

Alicia Lissidini es doctora en Ciencia Política, profesora titular de Política Latinoamericana de la Escuela de Política y Gobierno de la Universidad Nacional de San Martín.

Esta nota es producto de la investigación “Democracia directa en Uruguay: apertura de agenda con restricciones”, que se publicará en el libro El diablo está en los detalles. Referéndum y poder político en América Latina, coordinado por Fernando Tuesta Soldevilla y Yanina Welp (Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima, 2019).