La novela epistolar, que constituye un verdadero subgénero dentro del sistema mayor llamado novela, dispone de un repertorio de reglas maleables a disposición del narrador (el carácter del destinatario, la generación o no de una respuesta, el lugar desde el que se escribe, el tono de lo que se expresa, la prosa del firmante, etcétera) que establece el núcleo inamovible del todo que representa el objeto de expresión: la carta. El siglo XIX, por establecer un corte temporal tan arbitrario como el que más, fue pródigo en novelas epistolares: desde Pepita Jiménez (1874), de Juan Valera, a Pobres gentes (1846), de Fiódor Dostoyevski; desde La estafeta romántica (1899), de Benito Pérez Galdós, a Drácula (1887), de Bram Stoker. La siguiente centuria no agotó el recurso, pues durante el siglo pasado aparecieron grandes ejemplos de novelas epistolares, de estilo y asunto tan variado como Papá Piernas Largas (1912), de Jean Webster, Carta a una desconocida (1922), de Stefan Zweig, 84, Charing Cross Road (1970), de Helene Hanff, y La caja negra (1987), de Amos Oz. Y cerrando el salto, para caer ya en el siglo en curso y dentro del calmo islote de la literatura vernácula, puede mencionarse esa divertida novela llamada El príncipe del azafrán (2005), de Hugo Fontana, integrada por las diez cartas que el desbordado Obdulio Ariel le dirige a su vecino.

La clave de la novela epistolar está en la condición de voyeur que adquiere el lector, pues en el pacto de lectura que establece el vínculo entre el autor de la carta y el destinatario se posa el ojo intruso de quien originalmente no debería estar leyendo la correspondencia. Sobre esa sensación de intrusión, de acceder sin ser invitado a un material restringido entre los otros, se asienta el mecanismo. Después, está en el arte del novelista lograr que el lector siga adelante con tal aberrante práctica.

Los hechos

Querido Diego, te abraza Quiela es una breve pero no leve novela epistolar que la escritora mexicana Elena Poniatowska publicó en 1978 y que la editorial española Impedimenta rescató en 2014 en una bella y cuidada edición (que recientemente relanzó). Las 13 cartas que componen el libro son enviadas desde París, entre octubre de 1921 y julio de 1922, por Angelina Beloff (nacida Angelina Petrovna Belova) a su esposo Diego Rivera, quien en ausencia, y desde su rol de destinatario idealizado por su corresponsal, y omnipresente en cada una de sus acciones, se convierte en el protagonista de la novela.

Los duros y fríos hechos biográficos dicen que el muralista mexicano conoció a la pintora Angelina Beloff durante un viaje a Brujas, en 1909, mientras ambos vivían en París. En 1911 se casaron y seis años después nació su hijo, Miguel Ángel Diego, que falleció por complicaciones pulmonares a los 14 meses. En 1921, Rivera se tomó el buque, primero hacia Italia y luego hacia México, dejando a Angelina en París, sumida en la miseria y rodeada de dolorosos recuerdos, entre los que nadaba la sombra fantasmal del niño muerto.

Vida de artistas

Elena Poniatowska construye en las cartas de Querido Diego... una desesperante historia de amor. Página tras página, a medida que las cartas cruzan el océano sin siquiera la sombra de una respuesta, Angelina idealiza y añora al hombre que la abandonó y en el que, si bien a la luz de los recuerdos compartidos se presenta como un sujeto bastante desagradable (sucio, gordo, vulgar y mal arreado), no deja de aletear la fuerza de un artista poderoso, que aún no había emprendido su obra mayor.

Un gran hallazgo en la composición de la estructura epistolar de la novela es la de no saturar al lector con precisos datos biográficos, pues se encuentra ante una obra de ficción, y aunque los hechos históricos (fechas, lugares, desplazamientos) son claves en el verosímil del asunto, todo está regido por el manto inmanente de la imaginación. Como la acción de la novela se centra en los nueve meses que ocupan el envío de las 13 cartas, no hay referencias a las posteriores carreras artísticas de Rivera y de Beloff, mientras que los datos biográficos de los dos personajes, fijados históricamente, adquieren espesor en la intimidad compartida, que, en el momento de la acción, ya no es tal. Es por eso que el personaje de Angelina, o Quiela, como firma sus cartas al hombre que ama, se vuelve tan querible y, al mismo tiempo, tan patético. Y, por ende, tan humano.

No hay entre Diego Rivera y Angelina Beloff la competencia propia que, aunque no se asuma como tal, existe como una pátina en el vínculo dentro de una pareja de artistas: en él hay olvido y distancia, en ella admiración y extrañamiento. En un pasaje de una carta, la presencia de Rivera en el impulso creativo de Angelina es tal que excede el confinamiento mental para volverse desborde físico: “Pensé que tu espíritu se había posesionado de mí, que este deseo febril de pintar provenía de ti y no quise perder un segundo de tu posesión. Me volví hasta gorda, Diego, me desbordaba, no cabía en el estudio, era alta como tú, combatía en contra de los espíritus –tú me dijiste alguna vez que tenías tratos con el diablo– y lo recordé en ese momento porque mi caja toráxica se expandió a tal grado que los pechos se me hincharon, los cachetes, la papada, era yo una sola llanta...”.

Por último, conviene destacar como un mérito adicional de la novela la construcción que Poniatowska realiza de la voz y el estilo escritural de Beloff, por medio de un conjunto de matices, giros y expresiones que se repiten y entrecruzan de una carta a la otra, en una densidad expresiva que vuelve más cercana y real a la firmante de las cartas. Aunque todo sea, desde luego y por sobre todo, literatura.

Querido Diego, te abraza Quiela, de Elena Poniatowska. Madrid, Impedimenta, 94 páginas.