Siempre me he preguntado si puede ser o no un derecho el derecho a morir, para que por fin se habilite legalmente en nuestro país un “buen morir” o la eutanasia, sólo en los casos en que exista “una enfermedad incurable, con un desenlace fatal y previsible, que exista sufrimiento psíquico y físico, y una reiterada demanda a lo largo del tiempo por parte de un paciente que sea capaz de discernir y que no esté deprimido”.1

El artículo ataca principalmente el tema ético de la cuestión médica, pero poco desarrolla el trasfondo filosófico, que refleja la más humana de las cuestiones. Podemos invertir la pregunta y pensar, como dice Albert Camus en su libro El hombre rebelde, que “respirar es juzgar”. Que la persona se mantenga con vida es todo un juicio sobre la vida, aunque no seamos del todo conscientes. Invirtamos la cuestión: el asunto no es sólo por qué no poder decidir el punto final de nuestra vida cuando esta ya no es vida,2 sino por qué vivir, porque cada día, en realidad, le estamos diciendo sí a la vida por el mero hecho no sólo de continuar viviendo, sino de querer hacerlo. Hay allí una decisión implícita, que es todo un juicio sobre la vida, el juicio más importante que confirmamos a cada segundo, un contrato invisible con lo que vale la pena y porque vale la pena. Me pregunto entonces: ¿acaso no es uno de nuestros espacios de libertad, que afirmamos con nuestra existencia, la persistencia en la propia existencia, esto es, una siempre y renovada decisión por la vida?

Nos damos cuenta de que ese “contrato” imaginario debe poder ponerse en duda sólo cuando la vida está amenazada al punto de que ya no vale la pena para nosotros ser vivida. Allí nos abrimos paso a la posibilidad de una decisión que muchos, a partir de una base cultural judeo-cristiana, ni siquiera se plantean, en tanto que la vida supuestamente no nos pertenece, sino que pertenece a Dios.

Siempre me ha parecido, y no sólo ahora, que la pregunta fundamental que debemos hacernos todos, y hacérnosla en serio, es qué es vida para nosotros, a qué le llamamos vida y cuál es el límite de esa vida que vale la pena sostener y ser vivida. Y actuar en consecuencia, tanto frente a la muerte como frente a la vida. Siempre entiendo que mucho podemos y que hay que hacer todo lo posible para construir esa vida que valga la pena ser vivida, y a esa tarea nos debemos abocar durante toda la existencia, tanto individual como socialmente.

La facilitación de la eutanasia como recurso último ante situaciones límites de enfermedad y deterioro extremo contesta esa pregunta. No es una pregunta sólo por la muerte, es también una pregunta por la vida. ¿Qué clase de vida estoy dispuesto a vivir, hasta qué punto, en qué condiciones puedo seguir llamándole vida? Nietzsche decía algo muy interesante sobre esto: “Morir con orgullo cuando ya no es posible vivir con orgullo. La muerte elegida libremente, la muerte realizada a tiempo con lucidez y alegría, entre hijos y testigos: de modo que aún resulte posible una despedida real, a la que asista todavía aquel que se despide”.3

En pocas cosas somos libres los seres humanos. Lo cierto es que ya nacemos decididos. Todo ha sido decidido o casi todo se decide por nosotros. Estamos atravesados por condicionamientos físicos, psíquicos, culturales, sociales, etcétera (no es que no haya espacio para la libertad, ahora siempre en términos mucho más modestos que lo que imaginamos). ¿Por qué también dejarnos decidir la muerte en ciertas situaciones límites?

Citamos otra vez un texto de Nietzsche, “El pensamiento de la muerte”, que nos ayuda a reflexionar: “¡Qué raro que esta única seguridad y comunidad no tenga casi poder alguno sobre las personas, y que de nada estén más lejos que de sentirse como la cofradía de la muerte! ¡Me hace feliz ver que los hombres no quieren en modo alguno pensar el pensamiento de la muerte! Me gustaría emprender algo que les hiciese cien veces más digno de ser pensado el pensamiento de la vida”.4

¿Cuál es el pensamiento que merece cien veces ser más pensado que el pensamiento de la muerte, si no el pensamiento de la vida? Pero no hay pensamiento de vida que no implique a su vez el pensamiento de la muerte, y hay un pensamiento de muerte que puede ser una afirmación de la vida, y ese puede ser la eutanasia, en la que un sujeto nos dice: “No quiero ni puedo vivir, pues esto ya no es vida, ayúdenme a bien morir”.5

Las preguntas que la eutanasia nos hace

La eutanasia nos pregunta, nada menos, por el límite de la vida que vale la pena ser vivida. Ya en su momento, Camus había dicho en El mito de Sísifo que la pregunta por el suicidio es la pregunta más importante, pues implica la pregunta de qué vida vale la pena de ser vivida.6 Quisiera instalar esta pregunta en esa muerte asistida por otros, pero a partir de la decisión propia (evitando asociarla con el suicidio en otras condiciones) que es la eutanasia.

Hoy se habla mucho de calidad de vida. Lo cierto es que no hay una medida universal para esto. Lo importante es cómo contesta cada cual esa pregunta. Un pequeño rasguño puede desestabilizar la vida de una persona, le puede hacer la vida tediosa e insoportable, y a veces grandes pérdidas son soportadas por las personas de una manera heroica y pasan a formar parte de una mejor manera de vivir. Hay que trabajar en este umbral de sufrimiento para ensancharlo en su interpretación, tratando de profundizar en todo lo posible la vida en favor de la vida.

Aunque siempre aparezca la cuestión de cómo hacer para soportar ese “ser para la muerte” que somos, como decía Heidegger, de cómo soportar una vida que se sabe que tiene un fin. El asunto es pensar si ese fin es natural o si también puede ser producto de una elección vital, la más difícil decisión que ha de tomar un ser humano: nada menos que querer ponerle fin a su propia existencia cuando esta se le hace insoportable por razones de salud, enfermedad, ante un desenlace fatal y previsible (y no habiendo cuestiones de salud mental que pongan en duda la autonomía de la decisión, teniendo en cuenta el contexto). El ser para la muerte puede ser un acicate para el buen vivir: “la conciencia de la finitud” nos pasa un mensaje a voces que no deberíamos acallar nunca: “Vive ahora, pues mañana estarás muerto”.

Ahora, esto es algo que no queremos ver, pues, como dice François de La Rochefoucauld, “ni el sol ni la muerte pueden mirarse fijamente”. La queremos olvidar, y la enfermedad, a partir de una situación límite, o la muerte de los otros nos la recuerdan. Lo cierto es que esa tal muerte nunca nos es ajena, su novedad llega con el nacimiento, pues la misma muerte es compañera de la vida en su duración, en forma de deterioro, de desgaste progresivo o envejecimiento. La muerte nos va llegando en pequeñas dosis en la vida misma, antes de llegar a la muerte definitiva. La vida toda es una preparación para la muerte.

¿Cómo soportar algo que se ve como desdicha: el hecho de ser consciente de su presencia y su amenaza mortal? El olvido momentáneo es una posibilidad. Spinoza decía que la sabiduría debería estar asociada al pensamiento de la vida, y no al de la muerte.

El olvido momentáneo, por cierto, es una posibilidad. Forman parte del olvido todos nuestros subterfugios o escondites, ilusiones necesarias que nos permitan olvidarnos momentáneamente de la muerte. Ya los antiguos hacían el ejercicio para la muerte (meleté thanatou), no porque quisieran torturarse a sí mismos, sino como un ejercicio para llevar una vida buena. Habilitaban el ejercicio de que el sujeto literalmente se imaginara muerto en un tiempo determinado, como forma de pensar la vida en toda su intensidad en el aquí y ahora.

“Carpe diem”, decía Horacio, vive el momento, pues ¿qué harías si te pensaras muerto en un breve tiempo, cómo sería tu vida, cómo te transformaría esta idea? Por ejemplo, puedes decir: haría lo importante, no perdería el tiempo, porque no es que el tiempo no sea mucho, sino que perdemos mucho el tiempo, como nos dice Séneca. La inminencia de la muerte nos recuerda la necesidad de la plenitud de la vida. Cada día, cada segundo, debemos hacerle honor a esta vida, que, a pesar de toda su muerte, sigue siendo vida. Por esto la pregunta más importante es, valga la redundancia, siempre la pregunta por lo importante que la muerte inminente nos recuerda. Cada brote, cada flor, cada tarde de sol, cada gesto de amor, cada acto de reconocimiento hacia el otro, de gratitud, de esperanza nos recuerdan que hay una vida que vale la pena ser vivida, pero también cada dolor, cada pérdida, cada sufrimiento nos recuerdan que hay muerte que convive con la vida y, a pesar de ello, vale también la pena ser vivida. La vida vale la pena ser vivida, así y todo, con toda su muerte y sus desgracias, no sólo a partir de sus grandes batallas y justificaciones, sino ante las más sencillas, íntimas y cercanas de sus convicciones. Mas en este punto de convivencia, esta tensión y este equilibrio que se rompen ante situaciones límites de desesperación y dolor ante una muerte inminente, en las que el sufrimiento cuestiona la vida, nos preguntamos si ya no es hora y no debe habilitarse el derecho a morir. Claro que hemos de vivir como si fuéramos a morir, cosa más que cierta. Pero el límite de esa vida también está en manos del sujeto para poder sostener una vida hasta el límite en que ella puede ser sostenida. La decisión por la muerte es la más radical de las libertades.

Quiero finalmente apelar al arte para finalizar, pensando en un cuadro que, aunque no vinculado específicamente con el tema y más allá de sus evocaciones religiosas, me hace pensar en la eutanasia. Me refiero al cuadro San Sebastián curado por los Ángeles, de Pedro Pablo Rubens. Sebastián está atado, está atravesado por flechas de un sufrimiento sin retorno. No puede salir de esta situación y la padece en su más extremo límite. En el cuadro de Rubens, Sebastián es rescatado por los ángeles. Quiero creer que esos que lo rescatan no simbolizan los mensajeros de ningún dios, sino la misma voluntad humana que nos permite liberarnos de un sufrimiento sin salida. Pues, como dice Eurípides, quién sabe si en esa situación “la vida sea la muerte y la muerte sea la vida”. Si es así, bienvenida la eutanasia y también el suicidio asistido como fortaleza no sólo del buen morir, sino también del buen vivir que nos rescata de un sufrimiento insoportable y sin esperanza. Si nuestra vida requiere de salvación, encontrémosle una: la más humana de todas.

Andrea Díaz Genis es doctora en Filosofía y profesora titular de Filosofía de la Educación de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, de la Universidad de la República.


  1. Ver https://lento.ladiaria.com.uy/articulo/2019/5/formas-del-morir/

  2. Para nosotros es importante distinguir bien la eutanasia, por razones de enfermedad en su límite de dolor e insostenibilidad, del suicidio, por otras razones. 

  3. Nietzsche: El crepúsculo de los ídolos, 1973: 116. 

  4. Nietzsche: La gaya ciencia, 2011, 106. 

  5. A los efectos de una muerte digna, estarían implicados en esta súplica tanto la eutanasia realizada por el médico o el personal de salud a solicitud del paciente como el suicidio asistido. No podemos abundar ahora en esta distinción, pero me parece que este artículo defiende ambas posibilidades dentro del concepto de buen morir por razones humanitarias. 

  6. Dice Camus: “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía”.