Este año la Feria del Libro Infantil y Juvenil, en su 19ª edición (que se extiende hasta el domingo), alberga un stand dedicado a la prestigiosa editorial Libros del Zorro Rojo, que surgió hace 15 años en Barcelona de la mano de dos argentinos radicados allí, Fernando Diego García y Sebastián García Schnetzer, dedicada al libro ilustrado, en dos catálogos: infantil y juvenil-adulto. El viernes, García Schnetzer conversó con la diaria antes de ofrecer la charla “El arte de editar” en el marco de la feria, en la que defendió “una mirada animista que devuelva al libro su carácter único e irrepetible”, y aseguró que, ante el avasallamiento que significa la concentración de sellos en grandes grupos editoriales, “el desafío es la resistencia”, “mantener viva una idea sin claudicar ni transigir”. En los 15 años de trayectoria del sello que dirige –a la que califica de “difícil pero honrosa”–, los libros, que conforman un catálogo amplio y de calidad, se caracterizan por su singularidad y por un trabajo esmerado de edición que les ha permitido “instalarse con una personalidad propia”.

Libros del Zorro Rojo es una editorial muy bien posicionada en virtud de la calidad de su propuesta. ¿Cómo fueron los orígenes?

Es una editorial independiente que fundamos en Barcelona dos argentinos, Fernando Diego García y quien les habla, en 2004. Antiguamente trabajábamos como packagers: éramos un equipo autoral que dirigía proyectos y los vendía a diferentes editoriales; así conocí a Fernando, haciendo fotobiografías. Después nos radicamos en Barcelona y se dieron las condiciones para crear un pequeño sello, y con el tiempo fuimos construyendo una dirección que en España todavía no existía, sobre todo en lo que respecta a los libros ilustrados para adultos. Era un espacio que estaba vacío, si bien ahora han surgido otras editoriales que hacen este tipo de desarrollo. Empezamos a formar dos catálogos: en general, son infantil-juvenil y adulto, pero nosotros los dividimos diferente: por un lado, infantil; y, por otro, juvenil y adulto juntos. El primer libro que publicamos fue La metamorfosis [de Franz Kafka], ilustrado por Luis Scafatti. Era un libro raro: una obra para adultos ilustrada por un autor que no era un ilustrador sino un artista, un dibujante, pero encontró un público, y eso nos animó a seguir en esa línea. Fuimos alternando libros para jóvenes y adultos con otros que tenían que ver con el imaginario de los niños.

¿Qué los llevó a dedicarse al libro ilustrado?

No hay una explicación demasiado rotunda. Era un espacio a explorar que no tenía competencia, y estábamos convencidos de que había lectores. De hecho, había algunas experiencias en España: Galaxia Gutenberg había hecho algunos libros, de corte más artístico. Fue nuestro referente cuando llegamos. Pero eran libracos de un precio muy elevado, para un segmento muy específico; la Divina Comedia ilustrada por [Miquel] Barceló, en tres tomos, con un papel impresionante, un trabajo gráfico para todos los tiempos, para nosotros era un techo. Nuestra idea, entonces, era ir por ese camino intentando tener precios accesibles, sobre todo pensando en América, para que los libros no se quedaran en un único mercado. Era un espacio a explorar. Es muy difícil llegar al mundo del libro y encontrar dónde desarrollarse; uno puede hacerlo con algunas obras particulares y tendrá suerte o no, pero está todo hecho, más allá de las modas y de que afloraran algunas temáticas. En aquel momento empezaba a tener su auge la novela gráfica, se publicaba mucho cómic, pero no había libro ilustrado para adultos. De hecho, siempre decimos con Fernando que, de alguna manera, se construyó un público. Se asume como una obra diferente, porque el libro ilustrado es otra obra: participa un artista, un ilustrador que interpreta esa obra y la deconstruye, le suma su visión, por lo cual el resultado es diferente. Son libros que sirven para la relectura –una persona que ya leyó Rebelión en la granja [de George Orwell] puede tener una versión nueva, interpretada por Ralph Steadman–, también son libros más fáciles de abrazar por la juventud, que a veces es reacia a la lectura; y es un objeto que puede pensarse como regalo. Hay, pues, distintos niveles de aceptación de este tipo de obras. No obstante, hay mucha mitología en cuanto al boom del libro ilustrado: es más mediático que práctico. Es como la poesía, como el teatro: existen pero los volúmenes son pequeños si se los compara con otro tipo de desarrollos.

Implica un trabajo previo importante en pensar qué ilustrador es el indicado para cada texto.

Hay que saber la sintonía fina. Una cosa es acompañar un texto con imágenes, y otra es interpretarlo con imágenes. Por eso es importante encontrar una relación entre el escritor, la obra y el artista que la interpreta; no es que cualquier persona puede hacer cualquier obra. Me acuerdo de un caso con Carlos Nine, un hombre de una personalidad volcánica y un artista magnífico, a quien fuimos a ofrecerle un proyecto de determinadas características y terminamos haciendo otro porque él nos convenció de que para él era otra cosa, y eso se ve en los resultados [ilustró Barbazul, de Charles Perrault, y 99 fábulas fantásticas, de Ambrose Bierce]. Una cosa es tener un ilustrador contratado para hacer una tarea, y otra es involucrarlo sentimentalmente, porque en ese caso lo que sucede es de una gran profundidad. Hay que asumir ciertos riesgos, hay que ser muy sensible a los materiales y a las personas. En nuestro catálogo hay de todo, hay cosas mejores y peores, pero tuvieron un buen resultado aquellas cuyas piezas se encastraron y generaron una nueva geometría virtuosa. Por ejemplo, Charles Bukowski y Robert Crumb; ahí se conectaron dos personalidades y lo que surgió es algo muy poderoso. Nosotros hicimos algunos rescates de libros, como Salomé [de Oscar Wilde], ilustrado por Aubrey Beardsley; había una obra y dos personalidades que se complementaban y que dieron un libro único. Esas cosas existen y cuando suceden se nota, es algo que tiene peso, tiene volumen, tiene luz. Hay algunas cosas que son azarosas, pero en algunos casos hay artistas que son ideales para determinados textos. Pat Andrea era ideal para hacer Alicia en el país de las maravillas [de Lewis Carroll] o para ilustrar Las flores del mal [de Charles Baudelaire]; Enrique Breccia es ideal para los textos de aventura; Santiago Caruso es ideal para las obras simbolistas decimonónicas.

¿Cómo funciona esto en el catálogo infantil?

En el catálogo infantil hemos hecho algunas cosas que creemos valiosas, por ahí raras. Hemos utilizado autores del canon adulto –José Saramago, Eduardo Galeano, Julio Cortázar, Gioconda Belli–, textos breves que cuando les cambiabas el formato, el dispositivo, los transformabas en un álbum y, al ser ilustrado por un especialista en ilustración infantil, se generaba una pieza extrañamente interesante, porque era un texto que había sido escrito para adultos pero que interpelaba a los niños. Ahí había cierto misterio interesante. El discurso del oso, de Cortázar, ilustrado por Emilio Urberuaga, es una linda pieza con una búsqueda singular. Estaba publicado en Historias de cronopios y de famas y se transformó en un álbum infantil.

En el transcurso de estos 15 años la editorial se posicionó en un lugar destacado, de prestigio, con un sello que la distingue.

Podríamos decir que sí, de una manera mágica. Nuestro proceder nunca fue muy ortodoxo, algo que digo con cierta contradicción. Quizá nos habría ido mejor si hubiéramos conocido ciertas reglas que tienen que ver con la edición profesional, criterios en la edición que hacen que la cosa funciona mejor comercialmente. Como nosotros no tenemos colecciones, los libros siempre son objetos singulares, piezas únicas. Es una parte medio filosófica de nuestra impronta estética, tiene que ver con que cada libro tiene su energía, dice algo que no dice otro, las ilustraciones tienen determinadas características formales, cromáticas. Cuando uno diseña una cubierta o decide cómo es una tipografía o cómo colocar las imágenes, el propio libro tiene su entidad, por eso es difícil generar colecciones que van encorsetando y pasteurizando. Eso ayuda en la comercialización, pero le va cortando las aristas singulares a la obra. Convivimos con eso: libros de diferente tamaño que no entran en los estantes, que se confunden porque es un ilustrado pero tiene que ir en poesía; Alicia..., que es para adultos pero lo ponen en infantil. Hay cierto caos que va generando identidad pero no es del todo práctico. También tener dos catálogos, uno infantil y otro juvenil y adulto, ambos ilustrados, lleva a que de repente Las flores del mal aparezca en la sección infantil... La singularidad le aporta a cada libro lo máximo que puede dar. Eso complejiza el trabajo, porque una cosa es manejarse con colecciones en las que uno ya tiene el diseño armado, y otra es, con cada libro, ponerse a pensar cómo va a ser. Lo hacemos con gusto pero sabemos que duplica y triplica el trabajo. Aunque me cuesta verlo tan claramente, nos dicen que los libros de Zorro Rojo se individualizan; hay algo, que no sabemos exactamente qué es, que los vuelve un conjunto. De hecho, en algún momento nos catalogaron como una librería; nos lo decían como una crítica, pero por ahí no está mal: son muchas voces y está bien que la singularidad de cada voz tenga su forma de expresión.

El catálogo es amplísimo e impresionante en su calidad.

El porcentaje de buenos autores y buenos ilustradores es grande. Autores contemporáneos como Paul Auster o [Haruki] Murakami; clásicos de todos los tiempos como [Robert Louis] Stevenson o [Joseph] Conrad; libros de rescate del 900, como los libros que ilustraron Harry Clarke o Arthur Rackham; novelas gráficas sobre cine, como El acorazado Potemkin [de Serguéi Eisenstein] o Alas del deseo, de Wim Wenders; hemos rescatado Orbis sensualium pictus, que es un libro de 1670. El conjunto es bastante sólido. En el catálogo infantil tenemos clásicos como Toni Ungerer, hemos recuperado libros antiguos, de los 60 y los 70, junto a desarrollos actuales, siempre intentando no quedarnos con la anécdota humorística, sino que sean libros que permitan el diálogo. Cuentos para niños no tan buenos, de Jacques Prévert, por ejemplo, es muy recomendable para hablar de cosas; es un libro de los años 60, muy inteligente. Nos interesa no quedarnos sólo con un ámbito de diversión y pasatiempo, sino que se pueda decir alguna cosa más, que se pueda dialogar.