El 30 de junio se celebran las elecciones primarias, más conocidas como las internas de los partidos políticos. Con ellas comienza el largo ciclo electoral que culminará en mayo de 2020 con las departamentales. Esta elección definirá las candidaturas únicas a la presidencia en cada partido y ordenará el tablero para la definición de las vicepresidencias.

Mencionado de esta manera, esta convocatoria parece más una formalidad que una definición real de apoyo popular a tal o cual modelo de país. Sin embargo, hay particularidades en esta instancia que, de manera no menor, cambian aspectos tradicionales de las instancias electorales anteriores. Cuando en 1999 el Frente Amplio (FA) proponía “El cambio a la uruguaya”, todos entendimos la gradualidad y moderación de la propuesta de la izquierda. A nadie en ese entonces se le ocurría (al menos no lo decía) que un reciente ex comandante en jefe del Ejército Nacional, en el marco de un escandaloso manejo de información sobre crímenes de lesa humanidad, terminara descaradamente encabezando una propuesta electoral como opción para presidir la República. Cuando todavía nos rechina la candidatura de billetera gorda que promueve nuevamente el novel Partido de la Gente, se coló en la foto de los precandidatos de uno de los partidos fundacionales un joven de billetera hipergorda que, a pesar de notorias diferencias con sus compañeros de partido, tiene grandes chances de quedar bien posicionado en el escenario político que se defina en estas internas.

Al menos cuatro aspectos influyen en este escenario: una tendencia global que ha golpeado los procesos de cambio en la región; la falta de transparencia en la financiación de los partidos políticos uruguayos; el fortalecimiento de fanatismos religiosos; y el tema de la inseguridad como estrategia electoral.

Vayamos por partes: en primer lugar, hablar de una tendencia global que ha golpeado los procesos de cambio en la región es hablar de un retroceso fundamentalmente en las orientaciones económicas, de las políticas sociales y de la agenda de derechos que han promovido, no sin errores, los gobiernos progresistas de América del Sur en las últimas décadas. Más que un retroceso es una reorientación y, a modo de ejemplo, basta ver cómo se reendeudó la Argentina de Mauricio Macri con el Fondo Monetario Internacional o cómo el fanatismo y el odio han sacudido al Brasil de Jair Bolsonaro (con pésimos indicadores económicos, además). Ni Macri ni Bolsonaro son grandes líderes de masa, ni siquiera aseguran una proyección de sus “proyectos de cambio”. Responden más bien a una estrategia del capitalismo global que pareciera querer “colocar las cosas en su lugar”: una América del Sur pobre, endeudada, sometida y reafirmando la desigualdad económica y social de sus habitantes. Las campañas de globos de colores, de obscenos ademanes de incitación al odio y al armamentismo, de promesas irresponsables como las de generar 100.000 puestos de trabajo por arte de magia o de otorgar medicamentos gratis a todos los jubilados mediante una fraudulenta tarjeta, producen la banalización de la política, que se reafirma y multiplica con las fake news, el atomice publicitario y las despreciables prácticas clientelistas heredadas de la vieja política.

En segundo lugar, quienes pensamos que hay que legislar sobre la financiación de los partidos políticos lo hacemos en el convencimiento de que hay que generar transparencia, fortalecer la democracia y condicionar la llegada de empresarios y multinacionales evangélicas que, a cambio de dinero, inciden en la agenda política nacional. Incidir en el debate de ideas es legítimo; hacerlo a cambio de dinero es corrupción. Sólo el Frente Amplio, con una lastimosa excepción, apoyó una iniciativa en este sentido. Quienes no acompañaron esta propuesta tienen más responsabilidad en esta situación que debilita a la democracia, favorece la corrupción y permite el aterrizaje de paracaidistas millonarios que no son sólo un problema para sus partidos sino para la democracia.

En tercer lugar, el fortalecimiento de discursos fanáticos religiosos en la derecha son resultado de la creciente incidencia de las multinacionales evangélicas que no sólo permean el Estado por medios de las ONG, sino que promueven liderazgos dentro de los partidos políticos. En el Partido Nacional (PN), mientras un precandidato es recomendado por los evangélicos como la mejor opción, otro impulsa una campaña contra la Ley Trans.

En cuarto lugar, la “inseguridad” como estrategia electoral. Nuevamente en esta campaña aparece este tema como insignia, y su uso irresponsable no busca abordar el problema en su complejidad, sino generar sensibilidad en la ciudadanía para obtener votos. Buscando un mejor posicionamiento en su interna partidaria, un viejo precandidato del PN, relegado reiteradas veces por la voluntad ciudadana, apela a una propuesta demagógica que tiene más chances de ser aprobada que su propia candidatura. Por suerte, muchos y muchas estamos respondiendo nuevamente con organización y propuesta a este atropello.

Estos cuatro aspectos son representados, a cabalidad o en parte, por los cinco precandidatos del principal partido de oposición uruguayo y que cuenta con chances de obtener el gobierno: el PN. Luis Lacalle Pou representa a la derecha tradicional disfrazada de renovación. Juan Sartori es la banalización de la política en extremo, es la antipolítica. Jorge Larrañaga, ciego por ser candidato, hipotecó el wilsonismo; su propuesta de reforma constitucional es reaccionaria. Los marginales Enrique Antía y Carlos Iafigliola representan la puerta de entrada a las multinacionales evangélicas: uno es el precandidato a apoyar por la iglesia Pare de Sufrir y el otro es el abanderado de la lucha contra la “ideología de género”. ¿Este partido es el vengador de la República al que aludiera Wilson Ferreira en su discurso ante la inminente disolución del Parlamento, el 27 de junio de 1973? En este ciclo electoral no sólo está en juego el proyecto de país –orientación económica, políticas sociales, agenda de derechos–, sino también la política como herramienta de transformación social y el propio sistema de partidos. Bueno sería que asuman con responsabilidad la disputa electoral y que, si les toca gobernar, las antorchas de los buenos blancos los iluminen, y también a nosotros.

Federico Sequeira es docente e investigador en políticas culturales en el Centro Universitario de la Región Este.