El final de mayo llegó con el escándalo público causado por las cifras que dio a conocer el Ministerio de Desarrollo Social (Mides) y que confirmaron lo que ya se percibía a golpe de ojo: el número de personas que viven en la calle aumentó significativamente en los últimos tres años. Se trata, fundamentalmente, de hombres adultos, y casi siete de cada diez mencionan haber pasado por experiencias de institucionalización: estuvieron en la cárcel, en alguna institución psiquiátrica o bajo tutela del Estado siendo menores de edad.

La confirmación de esta situación sirvió, fundamentalmente, para que todo el mundo pudiera hablar del fracaso del Mides, como si de ese ministerio creado en condiciones de emergencia en un escenario devastado se pudiera esperar la solución definitiva a la exclusión que el sistema produce en forma incesante. Y es extraño el tipo de enojo que se produce ante la visión de gente que vive en la calle. No se sabe bien si se le reprocha al Mides la falta de soluciones para sacarlos del medio o si más bien se tramita la decepción porque tres períodos de gobierno progresista no lograron terminar con esa forma invasiva y obscena de la pobreza: la que se exhibe, impúdica, ante nuestros ojos.

No faltan quienes dicen que mientras se respete el derecho a vivir en la calle no hay solución posible. Que no quisimos la internación compulsiva, y así es que pasa lo que pasa: los que no quieren ir al refugio no van. Y ya es un lugar común burlarse de las declaraciones de Fabiana Goyeneche sobre los derechos de los que duermen al fresco, y otro lugar común consiste en recordar la intervención de Marina Arismendi en contra del abandono de sillones en la vereda. Pero el problema es que la internación compulsiva (esa que nos dejaría las calles limpias de indigentes y dignas de ser recorridas por los turistas que bajan de los cruceros) es únicamente una forma (abusiva) de esconder a ese montón de personas que no tienen un lugar en el mundo. O que tienen uno, pero es un no-lugar, un modo lacerante y ofensivo de estar en el espacio público gritándonos su desamparo, su poca salud, su desaseo, su radical separación de todo lo que creemos bueno y deseable.

Probablemente nadie piense, en verdad, que esto es un fracaso del Mides. Posiblemente hasta el más enfurecido de los indignados sepa que 2.000 personas abandonadas a su suerte son un fracaso colectivo, una vergüenza que compartimos por acción o por omisión.

La forma fácil de discutir esta afirmación consistiría en explicar que no todos tenemos la misma responsabilidad, y que algunos estamos demasiado ocupados en ganarnos la vida como podemos y en hacernos cargo de lo que nos toca, y que mal podríamos, además, ocuparnos de algo que la política pública no ha logrado resolver. Y que esa tarea, caramba, es de los que tienen cargos públicos, que a fin de cuentas para eso es que los pusimos ahí y les pagamos el sueldo.

No les falta razón, siempre y cuando consideremos que los asuntos públicos son algo que debe ser gestionado por un puñado de técnicos o profesionales rentados de la política. Pero también se podría pensar que no es tan así, y que la política es precisamente lo que nos interpela a todos en la preocupación por los asuntos colectivos. Y si admitimos esto último tenemos que admitir también que no hemos dedicado mucho esfuerzo compartido a pensar qué hacer, ya no con las personas expulsadas por el sistema, sino con el sistema mismo; con esa máquina implacable de triturar, exprimir y descartar masivamente seres y cosas.

Estamos en año de elecciones, y se sabe que las preguntas difíciles nunca se plantean cuando hay que salir a pelear los votos. Sin embargo, el único asunto crucial, me atrevería a decir, en estas elecciones es la posición a tomar frente a un sistema que nos lleva puestos sin que nada, o casi nada, le oponga resistencia. ¿Estamos todos de acuerdo en que el camino es seguir creciendo? ¿A qué le decimos “seguir creciendo”? ¿No hay ninguna relación entre esa abstracción que llamamos “crecimiento” y el aumento de lo que solemos ver como daños colaterales? ¿Deberíamos apostar a gestionar esos daños para que se noten lo menos posible? ¿No tenemos, realmente, ninguna queja sobre la forma en que estamos viviendo?

Parecen preguntas retóricas, pero yo me las hago en serio. A veces me cuesta discernir hasta qué punto las personas que me rodean, que tienen claras posiciones sobre asuntos de derechos humanos, o que están enfáticamente en contra de la corrupción, tienen verdadero interés en cambiar algo más que un nombre propio a la cabeza del gobierno. No sé para cuántos es realmente importante que se hayan construido miles y miles de apartamentos en condiciones ventajosísimas para los desarrolladores privados (a costa de los dineros públicos que estuvieron eximidos de pagar) y siga habiendo miles de personas hacinadas en pensiones y tugurios, o pasando la noche en los refugios, o amontonándose en las veredas. No sé cuántos tienen verdadero interés en saber qué camino hace cada preso que sale en libertad con 100 pesos para boletos y un par de direcciones anotadas en un papelito, por si las necesita. Cuántos tienen idea de lo que es, por ejemplo, el módulo 8 del Comcar. Cuántos se preguntan de qué viven, en verdad, las personas que ganan un salario mínimo. O las que ganan mucho más que un salario mínimo, pero gastan también mucho más que un salario para tener un techo sobre la cabeza. Cuántos creen que es razonable que el salario de un peón entre más de diez veces en el salario de un técnico en posición gerencial, y cuántos estarían dispuestos a retomar aquel viejo desafío vareliano y sentar a sus nenes en el mismo banco de escuela en que se sientan los nenes de los pobres.

Vamos a escuchar muchas promesas y muchas palabras huecas a lo largo de este año (más de las que escuchamos siempre, que no son pocas), pero seguramente nos quedaremos sin saber qué piensan nuestros actores políticos sobre estas cosas, cuya importancia no radica en que yo las haya mencionado acá, sino en que de ellas, de estas cosas –entre otras similares–, depende que haya tanta gente afeando el espacio público y perturbando nuestra buena conciencia.