Si en el holocausto se conjugó lo peor del modernismo y el romanticismo que emergió en el siglo XX como una tenia negra anidada en las entrañas del siglo XIX, lo que pasó en Chernóbil es una catástrofe que anticipa el siglo XXI. En ella todo se encuentra cifrado: las atrocidades de la gestión, llevadas del modelo anátomo-político nazi al molde autodeformante de las sociedades de control; un avance destructivo sin rostro ni cuerpo; una nube de muerte que se había originado en una pequeña ciudad, casi provinciana, de la Unión Soviética (URSS), y de la que en pocos días ya se tomaría registro en el resto de Europa, Asia y Norteamérica. Un curso avanzado sobre la globalización y la ya no banalidad, sino inmaterialidad del mal.

Cuando en su demoledor libro Voces de Chernóbil (1997) Svetlana Alexiévich dice que el suceso producido tras la explosión del núcleo del reactor nuclear fue el hecho más importante del siglo XX, parece un poco exagerado frente al ya mencionado holocausto o la bomba de Hiroshima. Sin embargo, cuando medimos el suceso a escala planetaria –y no humana–, hay algo más oscuro que se cristaliza: “Chernóbil es ante todo una catástrofe del tiempo. Los radionúclidos diseminados por nuestra Tierra vivirán 50.000, 100.000, 200.000 años. Y más. Desde el punto de vista de la vida humana, son eternos. Entonces, ¿qué somos capaces de entender? ¿Está dentro de nuestras capacidades alcanzar y reconocer un sentido en este horror del que seguimos ignorándolo todo?”, se pregunta Alexiévich.

A las catástrofes sucedidas en nuestro tiempo las solemos medir en generaciones, en la capacidad de sanación de la memoria. Chernóbil habla en otro idioma: es el lenguaje telepático de la naturaleza, y cuando la naturaleza es la que habla, de repente todo cambia de escala. Al repasar las implicancias de aquel suceso, es difícil pensar qué podría haber sido de nosotros si no se hubiese evitado el estallido de la central atómica. La Tierra que conocemos es el resultado del trabajo (suicidio colectivo) de un montón de obreros, mineros, científicos, militares y civiles que resolvieron el problema a último momento, como un soldado que se arroja sobre una granada. Todos somos, lo sepamos o no, sobrevivientes de Chernóbil.

Historia coral

Captar la verdadera sensación de esto es algo que parece ser propio de la filosofía y la religión y no de la pura narrativa, y en este punto la miniserie de HBO triunfa: no es meramente cine catástrofe, sino una destilación a nivel emocional de algo más indecible.

El primero de los cinco capítulos parte de las confesiones y el suicidio de Valeri Legásov (Jared Harris), científico crucial en la resolución de la crisis del reactor y mártir de las verdades barridas bajo el tapete de la URSS. De ahí pasamos, casi como un agujero en el alambrado del tiempo, al momento de la explosión del cuarto reactor, con el impertérrito e intimidante Anatoli Diátlov (Paul Ritter) al mando de un grupo de científicos que no saben y no aceptan lo que acaba de suceder. A partir de la 1.23 de aquel 26 de abril de 1986, el creador Craig Mazin (escritor de The Hangover Part II y de Scary Movie 3 y 4; es decir, no necesariamente el hombre que nos imaginábamos para una serie como esta) irá componiendo una historia coral que, en la tradición de las series de David Simon (The Wire, Show Me a Hero), compone un friso completo de todos los implicados: desde las altas esferas de los apparátchik del partido comunista a los ciudadanos de Prípiat y granjeros de pueblos aledaños, pasando por bomberos, enfermeros, mineros, científicos, dosimetristas y liquidadores (descontaminadores). Salvo algún jerarca demasiado cínico y amenazante, no hay un verdadero villano, sino que todos parecen estar montados en los eslabones de una larga reacción en cadena provocada por la burocracia y el sistema de encubrimientos que intentan sostener el ya tambaleante poder de la URSS.

El enemigo invisible

En este sentido, la esencia del mal es equiparable a la dimensión del monstruo, “la cosa” radical de la serie. Y es que Chernobyl es de los productos cinematográficos/televisivos que más han sabido captar a ese monstruo desde su versión más inmaterial. Incluso en The Happening (M Night Shyamalan, 2007) las neurotoxinas emitidas por las plantas que provocan suicidios en masa parecen opacas, definibles, al lado de los efectos radiactivos de Chernobyl.

El corazón de uranio que desprende el doble de radiación que la bomba de Hiroshima, pero en forma constante; las partículas de cesio que atraviesan el metal, el hormigón y la carne como una metralleta invisible; las cenizas que caen como suave nieve sobre los hijos de las personas que se juntan en el puente a ver la planta en llamas; todo es muerte, abriéndose paso con una indiferencia mineral.

La dimensión más lograda de este radical monstruoso se da en una escena no muy citada en las reseñas de la miniserie. Legásov y el ministro Boris Shcherbina (Stellan Skarsgård) están sobrevolando la planta y, desde su perspectiva, vemos lo que le sucede a un helicóptero que se acerca demasiado al centro de irradiación: simplemente se cae, pero sin que escuchemos una explosión, ni un desajuste mecánico ruidoso. Muy distinto a lo que cualquier director de la factura de Michael Bay o Roland Emmerich hubiera decidido en términos de edición de imagen y sonido, la caída del helicóptero es tan natural y casual como la de un pájaro al que, de golpe, se le para el corazón. Esta dimensión del horror que obra lento, sin aspavientos ni maldad, es de las más aterradoras que haya dado el cine.

Y esta idea del horror (uno que pasa del subgénero del horror corporal al cósmico en un chasquido de dedos) se corresponde con esa otra dimensión apacible de la que hablaron muchos de los supervivientes de Chernóbil: aun después de la catástrofe, las manzanas todavía se veían rojísimas, la leche blanca y la vegetación creciendo verde y frondosa como nunca, independiente a los campesinos evacuados. A la gente se la desalojaba, pero, a diferencia de las guerras, donde el mal era algo visible en la piel de los invasores, nadie podía entender que su casa ya no era su casa, que el cuerpo infectado de un amado era un minirreactor nuclear en potencia (“debe entender que su esposo ya no es su esposo”, se le dice en un momento a Liudmila, la mujer de un bombero hinchado y lleno de llagas y pústulas). Ese es el descalabro fundamental que sabe retratar la miniserie: ese momento en que tuvimos que empezar a desconfiar de nuestros propios ojos, de lo que asumimos como simple sentido común (de nuevo, Chernóbil adelantándose 33 años a nuestro tiempo).

A nivel actoral sería difícil pedir más: incluso se olvida la molesta caracterización de personajes hablando otro idioma que no es el original, no sólo por sus impecables actuaciones, sino también por las características físicas del casting (la cualidad batracia del rostro de Harris, la filosa disposición ósea del rostro de Skarsgård, los cachetes desinflados de Emily Watson, incluso la fugaz aparición de Barry Keoghan y esos ojos tan celestes y alejados uno del otro que de golpe se vuelven completamente eslavos). Y a nivel de personajes, Chernobyl confirma esto que venimos sospechando hace tiempo, de que las series son tan buenas como la dimensión de sus personajes secundarios. Y en este último producto de HBO hasta el más fugaz tiene su momento, como el avasallante y fascinante líder de los mineros, el soldado de la guerra de Afganistán que exige matar a todos los perros sin hacerlos sufrir o la campesina que sintetiza, en un monólogo de un minuto, un siglo de sufrimientos.

Y más allá de la representación demonizante del aparato burocrático que representa Chernobyl, algo queda claro: la URSS debe ser el único lugar donde podría haber sucedido una catástrofe de esa naturaleza, pero también el único pueblo que podría haberlo detenido.

Todo lo que podemos aprender con Chernóbil no sirve tanto para medir los responsables del pasado, sino para entender las implicancias de nuestro futuro. Así como Svetlana Alexiévich decía que Chernóbil era una catástrofe del tiempo, en su corazón de uranio ya se contaba lo que sucede hoy en día con el calentamiento global. Cambian los actores, cambian los gobiernos, pero todavía, como aquellas familias en el puente que ven con ojos plácidos las llamas de la distante planta, no nos hemos dado cuenta de la bomba de tiempo en la que estamos sentados.

Chernobyl, dirigida por Johan Renck. Con Jared Harris, Stellan Skarsgard y Emily Watson. HBO (disponible en HBO Go, y con repeticiones en los servicios de cable que cuentan con el paquete de HBO). 2019.