Por comodidad, apuro o mera confianza en establecer una referencia que un lector promedio pueda comprender fácilmente, algunos reseñistas, e incluso la propia editorial, que en la banda publicitaria que rodea el volumen cita una frase de Le Monde (“Digno heredero de Truman Capote”), han vinculado el impactante libro Los asesinos de la luna, del cronista neoyorquino David Grann, con el icónico A sangre fría (1965), con el que el autor de Desayuno en Tiffany’s trascendió el periodismo narrativo para crear un género en sí mismo, en el que la documentación que sustenta la historia tiene tanta importancia como la mirada del autor que la lleva adelante.

Puestos a buscar semejanzas o, al menos, a hilar un poco más fino en la trama de comparaciones e influencias, Los asesinos de la luna se encuentra más cercano a otro texto menos conocido de Capote, Féretros tallados a mano, incluido en ese misceláneo e inevitable libro llamado Música para camaleones, publicado en 1980: el Mal haciéndose fuerte en una comunidad pequeña a través de una sucesión de crímenes, el trasfondo económico como detonador de las muertes y la obsesión de un investigador por hallar la verdad. Y, por supuesto, el oficio y la distancia del tiempo para convertir los sucesos reales en un libro.

Próspera comunidad

Como muchos pueblos originarios de Estados Unidos (y de cualquier parte de América, en realidad), la Nación Osage conoció la lucha, la culturización y la convivencia necesaria con el hombre blanco. Afincados en el condado de Osage (Oklahoma) desde la segunda mitad del siglo XIX, han mantenido intacta la raíz de sus tradiciones hasta nuestros días, con el idioma que pertenece a la rama dhegiha de las lenguas siux como emblema de pertenencia y unidad. En los primeros años del siglo XX se encontró petróleo en el territorio Osage, por lo que cada familia recibió una parcela con derechos de minería y, tras la explotación y consiguiente cotización en la bolsa, aquellos antiguos trashumantes ahora establecidos, que habían vivido en los valles de los ríos que cruzan Arkansas y Missouri, se convirtieron en prósperos propietarios con importantes cantidades de dinero en el banco. Los osage dejaron de andar a caballo o a pata para comprar lujosos automóviles; recurrieron a la contratación de empleados (muchos de ellos blancos) para las tareas domésticas y permitieron, a la vez, que forasteros llegados de diversos puntos del país se establecieran en la comunidad, donde abrieron almacenes, ferreterías, consultorios médicos y funerarias. Y con la prosperidad llegó la tragedia.

Crímenes

David Grann decide iniciar Los asesinos de la luna con el relato de las circunstancias que rodearon la desaparición y el asesinato de Anna Brown, una osage residente en el poblado Gray Horse, el 24 de mayo de 1921. A la muerte de Brown le seguirá el relato de otros crímenes perpetrados sobre pobladores osage, sin aparente conexión entre sí, al menos para las pachorrientas autoridades locales, que al poco tiempo se verán desbordabas por los acontecimientos. Si bien la documentación de la que dispone el autor es apabullante (diarios, actas notariales, transcripciones judiciales, manuscritos), no atosiga al lector, sino que lo sume en un engranaje novelístico para el que se toma su tiempo. Un hallazgo importante es el de seguir los escabrosos sucesos que se cuentan en la primera parte a partir de la mirada de Mollie Burkhart, hermana de la primera víctima y casada con un blanco establecido en la zona, que se convertirá en una pieza clave de la investigación.

El investigador, esa figura que unifica y adensa la trama en cualquier relato policial, que las convenciones del género han convertido en portador de diversos estereotipos, aparece en Los asesinos... cuando el libro ya ha recorrido un tercio de su extensión. La labor de Tom White (1881-1971) en el caso de los crímenes de la comunidad Osage (que pasaron a la historia con el nombre “Reinado del terror”) va de la mano de la creación y consolidación del Bureau of Investigation, inmediato predecesor del FBI (Federal Bureau of Investigation) y, por lo tanto, de la impronta de J Edgar Hoover (1895-1972), esa figura clave en la historia de Estados Unidos en el siglo XX, y que es, desde las sombras y a la distancia, uno de los protagonistas del libro de Grann.

La pesquisa de los crímenes osage (seguimientos, interrogatorios, encubrimientos, complots) es para Grann material de primera mano no sólo para contar la corrupción de una comunidad a manos de fuerzas adversas, sino para narrar la consolidación de las técnicas de investigación criminal que llevaron a que se profesionalizara el mecanismo con que las instituciones responsables de administrar justicia protegen a los ciudadanos. En ese sentido, Los asesinos de la luna adquiere una perturbadora vigencia al enfrentar la materia de su estudio con el concepto de criminalidad, que no es vista como un mero indicador de ruptura social sino como un complejo problema que subyace en cualquier sistema democrático.

Presente

David Grann no es ningún novato en las lides del periodismo narrativo. Esta pluma destacada del prestigioso The New Yorker ha escrito sobre temas tan diversos como las cárceles de Nueva York, la pesca del calamar gigante y la vida del explorador británico Percy Fawcett, quien en 1925 desapareció junto a su hijo mientras buscaba una antigua civilización en el Amazonas (materia de su primer libro, Z, la ciudad perdida, de 2009). En la última parte de Los asesinos de la luna, casi un siglo después de los asesinatos, Grann llega a Pawhuska, una ciudad de unos cuatro mil habitantes en el condado de Osage, para ver cuánto sobrevive de aquel terror en sus actuales moradores, muchos de ellos descendientes de aquellas víctimas. Descubre así que el tiempo no pasa de igual forma para todos, que no hay progreso que cure las heridas del pasado y que –como dijo en algún lugar el escritor Alberto Laiseca–, el Mal no muere, sólo se traslada.

Los asesinos de la luna. De David Grann. Barcelona, Penguin Random House, 2019. 366 páginas.