La poesía de Hugo Achugar ha consolidado un estilo en base a inquietudes y búsquedas personales y a la relación con la tradición y sus contemporáneos, de los cuales ha sabido distinguirse. Su generación fue menos homogénea de lo que muchas veces se menciona, aunque hay un detalle que podría hacer coincidir a sus integrantes: la relación inversamente proporcional entre su vínculo con la generación del 45 y la influencia poética ejercida por esta. En el caso de Achugar, la relación fue más estrecha con el 900, con poetas de generaciones anteriores, como el argentino Juan Gelman, y, a poco de sus inicios y progresivamente, con un tipo de poesía que perfectamente podría ubicarlo junto a los poetas de la generación posterior, como la que se nucleó en torno a Ediciones de Uno. Lo cierto es que mientras que los poetas de su generación se volcaron a la poesía comprometida, al vínculo estrecho con lo canónico (Jorge Arbeleche), a cierto hermetismo o experimentación formal (Enrique Fierro, Clemente Padín), a lo neobarroco (Roberto Echavarren) o a la influencia de corrientes extraliterarias como las relacionadas con la psicología y las teorías queer (Cristina Peri Rossi), Achugar desarrolló una línea en consonancia con búsquedas de la región, presentes también en poetas como Juana Bignozzi y Diana Bellessi en Argentina, Gonzalo Millán y Raúl Zurita en Chile, cierta ironía distante de poetas como Roque Dalton y Rodrigo Lira, lejos de lo beatnik o el neobarroco de poetas referentes de esos años, como Severo Sarduy, Arturo Carrera u Osvaldo Lamborghini. Los caminos de su poesía anduvieron entre la contemplación y la reflexión, en la preferencia de una complejidad de segundo paso, es decir, con un verso claro, sin experimentaciones sintácticas pero con profundidad de sentido, jugando con la desconfianza, la falta de certezas, la melancolía y el permanente diálogo con el contexto inmediato. En Demoliciones, su último libro, las circunstancias personales parecen haber sacado al poeta de cierto lugar de calma, reflejada en el papel, pero las búsquedas y las obsesiones son las mismas y reafirman su obra como una de las más ricas de su generación.

En este caso, la tragedia personal parece ser la tónica del libro. Sin embargo, es posible ver cómo, a medida que se ingresa en el poemario, la muerte ajena, el duelo y la culpa van dejando paso a una profunda reflexión sobre el final de la vida en general. El psicoanalista francés Jean Allouch, en su libro La erótica del duelo en tiempos de la muerte a secas, dice que los duelos nos enfrentan a la muerte en general, principalmente a la propia, y en Demoliciones ese movimiento se da de forma nítida.

En la poesía de Achugar la muerte tuvo siempre un lugar latente, una constante pulsión. A diferencia de poetas de su generación, como Néstor Perlongher, o de una generación anterior, como Enrique Lihn y Héctor Viel Temperley, la muerte no aparecía de forma barroca o mística, sino más bien como divagaciones melancólicas, quizá con más relación con el modernismo que con sus contemporáneos. Sin embargo, en Demoliciones, ese vínculo contemplativo, ese paseo de flâneur por la muerte y sus pasadizos, se vuelve más carne, más tangible. Se abandona casi por completo el acercamiento elíptico y se vuelve una charla cara a cara, de igual a igual. A su vez, la muerte cobra una dimensión omnipresente, porque en una especie de paralelismo psicocósmico, en las primeras secciones del libro las imágenes dan cuenta de un lugar en camino a la destrucción y el apocalipsis en unos casos, y directamente a la putrefacción y descomposición en otros. Este tipo de relación más cercana a la muerte pudo leerse anteriormente en la obra de Achugar, principalmente en Hueso quevrado, su poemario de 2006 (ya que se mencionó a Viel Temperley, no pocos fragmentos de este libro de Achugar dialogan con Hospital Británico, del argentino), aunque en este caso motivado quizá por la sensación de cercanía, por cierta inminencia, y no tanto por el enfrentamiento directo.

Es destacable la forma en que, como se mencionó al principio de la nota, la relación con la muerte, su presencia y su incidencia, va cambiando, moviéndose de lugar. Como si las etapas de un duelo, la negación, la culpa, la rabia, la resignación, la tristeza también fueran estaciones del libro. Incluso con una posibilidad de luz o de optimismo sobre el final, donde, más allá de la pérdida y de lo inexorable del tiempo, se descubre que vivir es una experiencia bella, que el andamiaje del mundo sigue, que el sol salió nuevamente, que las raíces pelean con las baldosas para ver la luz, y que también lo vivido puede dejar en la boca un sabor agradable.

Demoliciones no es una obra aislada ni excepcional en la carrera poética de Achugar; se retoman tópicos, preocupaciones, incluso se dialoga con detalles gráficos y decisiones de edición de libros anteriores. Veamos dos ejemplos. En primer lugar, las biografías. En Los pasados del presente (2016), la biografía del poeta que figura en la contratapa es extensa y ocupa casi toda la página, dando cuenta de sus obras y hasta de su carrera académica; sin embargo, en esta última obra la biografía sólo se reduce a una mención a su primer libro y al dato de que en total su obra poética consta de 13 libros. El otro detalle son las páginas negras. Una sección del poemario Los pasados del presente tenía letras blancas sobre fondo negro. Esas poesías contaban con otra impronta, eran más crípticas, más confusas, pero no en cuanto a la comprensión, sino en la energía que parece dominar los versos; en definitiva, eran más densos, más asfixiantes. En Demoliciones todo el libro es de páginas negras, como si esa pulsión tanática que empezaba a bosquejarse en el libro anterior, como un cruel presagio, como la niebla en la película de John Carpenter, hubiese terminado por invadir todo.

A pesar de lo dicho, Demoliciones no es sólo un poemario sobre la muerte, el tiempo y la pérdida, pues, como se dijo ya, la poesía de Achugar se para desde la extrema presencia y la percepción del entorno. Un tipo de poesía que en su generación también desarrollaron poetas como Cristina Carneiro y Elías Uriarte, en la que quien escribe es una esponja, una antena que capta todo lo que sucede alrededor –cada señal, cada mensaje, cada energía– para volcarlo en la escritura. Sin intenciones didácticas, explicativas, documentales, pues la generación de Achugar, a pesar de ser menos homogénea de lo que aparenta, tuvo como denominador común la desconfianza de ese artefacto llamado poesía. Simplemente como una forma de estar, de habitar, de estar presente, incluso cuando la pérdida y la ausencia son tan grandes, la poesía de Achugar apuesta a estar, a dar la cara, a seguir viviendo, a pesar de que, como dijo en un poema Salvador Puig, a veces las palabras no entienden lo que pasa.

Demoliciones. Hugo Achugar. Yaugurú, 2019. 92 páginas.