Tal parece que este año, nuevamente, asistiremos a un episodio de violencia urbana como pocos en nuestra ciudad. Los protagonistas son, increíblemente, universitarios recientemente graduados como doctores en Medicina. A quienes el Estado confía su capacidad y recursos para formar y velar por la salud y el bienestar de la población se los podrá ver, como cada 31 de julio, en las inmediaciones del Mercado del Puerto, desplegando un papel lamentable que, en contraposición con la noble tarea encomendada, desborda en actos obscenos de violencia hacia quienes, sin desearlo, son obligados a soportar una celebración fuera de todo sentido común.

¿Por qué hablo de violencia urbana? Para explicarlo voy a referirme principalmente a dos aspectos. En primer lugar, a lo más visible y evidente, el destrozo y maltrato que en cuestión de horas se produce en el entorno. Desde el equipamiento público vandalizado (papeleras, luminarias, bancos, plantas, etcétera) hasta servicios que se ven afectados, como la suspensión del transporte de bicicletas o de información turística –todos ellos sostenidos con el aporte de los vecinos–. Pero también la degradación de un entorno de valor turístico y patrimonial. Aún persisten lesiones en edificios históricos que datan de estos eventos en años anteriores. En la cooperativa donde resido, un edificio centenario con protección patrimonial, ya hemos tenido que financiar la restauración del portal de acceso dos veces en menos de diez años, fruto de las lesiones producidas por los desechos de huevo, harina, orina, vino y diversos alimentos depositados y degradados en la madera. Lo mismo ocurre con los revoques, las ventanas, las marquesinas y las celosías de muchos otros vecinos. Hablamos de problemas materiales, de valor muchas veces relevante, que han implicado el esfuerzo de muchos años de diversos actores, públicos y privados, nacionales y extranjeros, financiando obras que, más allá de la posibilidad de recuperarlas, no merecen este destrato.

Es violencia apreciar el desperdicio bárbaro de alimentos cuando a una cuadra la gente más necesitada hace fila para recibirlos en el Comedor Nº 1. Es más violento ver luego a esa gente recogiendo los desperdicios

Pero el segundo aspecto de esta violencia es el que más me preocupa y me resulta más alarmante, viendo sobre todo desde dónde se origina. Me refiero a la vulneración que esta “fiesta” implica a los derechos del otro. Vulneración que se traduce en violencia, en la medida en que cercena las capacidades de los demás. Es violencia no poder abrir tu negocio porque una horda de personas absolutamente intoxicadas de alcohol ocupan la puerta. Es violencia que tengas que mantener las cortinas, postigos y ventanas cerradas, privándote de la luz, para poder siquiera mantener una conversación dentro de tu espacio de trabajo o tu casa. Es violencia que te obliguen a escuchar música a alto volumen durante más de cinco horas, sintiendo vibrar pisos y aberturas. Es violencia que no puedas circular por la calle sin el riesgo de patinar en el huevo podrido, de caerte entre vidrios rotos, de recibir un baño de alcohol. Es violencia apreciar el desperdicio bárbaro de alimentos cuando a una cuadra la gente más necesitada hace fila para recibirlos en el Comedor Nº 1. Es más violento ver luego a esa gente recogiendo los desperdicios. Es violencia llegar con tus niños a casa (luego de un exilio obligado) y tener que pedirles a dos personas absolutamente enchastradas y alcoholizadas, luciendo remeras de “soy médico”, que dejen de orinar la puerta para poder entrar. Y más violento es que ni siquiera puedan reaccionar con un mínimo de pudor (espero al menos que no sean pediatras). Es violencia que luego de horas de ruido y mugre, las ratas se paseen por la puerta de tu casa, aunque sea en un primer piso, alteradas por la bacanal de desperdicios. Y lo es también la dedicación inútil de recursos para revertir todo esto; el olor desagradable que perdura por días, el agua mugrienta que ingresa a raudales bajo la puerta cuando la empresa de limpieza intenta en vano dejar las veredas limpias durante toda la madrugada. Es violencia que, con el argumento de estar trabajando, alguien de la organización ingrese a tu balcón para colgar elementos decorativos.

Es violencia que todo esto se repita, año a año, y que ninguna de las autoridades competentes se sienta llamada o incomodada para tomar cartas en el asunto. A pesar de que está todo filmado, nadie se siente interpelado para llevar esta cuestión a un mínimo de sentido común. Entonces, la Intendencia de Montevideo (IM) o la Defensoría del Vecino, ¿qué necesitan para comenzar por negar la autorización a tales festejos? ¿Es que no ven que, al hacerlo, al no opinar, lo están avalando por la vía de los hechos? ¿Ya no hay un patrimonio que proteger, un hábitat que cuidar? El argumento que manejan las autoridades para explicar que la autorización es la única vía de obtener recursos para poder enmendar los deterioros es, además de torpe, porque espera al desmán para luego actuar, absolutamente miope, porque mira muy parcialmente el problema, asumiendo que todo podrá ser revertido con dinero.

¿La Facultad de Medicina no se siente interpelada para hacer una manifestación pública y seria respecto del accionar de sus recién egresados? ¿No se están afectando las condiciones de salubridad de muchas personas, incluso de los propios participantes, con este evento? Porque además, a la luz de estos hechos, de este desinterés por el prójimo, dejan de parecer anómalos episodios como el del festejo con un cadáver o con alguna de sus partes, o incluso, la temida mala praxis.

Justificado con el cínico argumento del sacrificio, el esfuerzo y el legítimo derecho a celebrar, este colectivo les pasa por encima, sin miramientos y con cierta prepotencia, a todos los que cumplen en aquella zona con sus tareas cotidianas. Si todo el resto de los mortales, para hacer una fiesta, debe contratar un servicio, un local adecuado y atenerse a las reglamentaciones vigentes y a las más básicas normas de convivencia, ¿por qué los médicos pueden estar eximidos? ¿Es que no alcanza el esfuerzo que la sociedad también hace por su formación? ¿Les debemos algo?

Como universitario esperaría mucho más de la institución, pero sobre todo de los estudiantes. Podrían evitar el despilfarro de alimentos y, en vez de tirárselos encima, juntarlos y donarlos al Comedor Nº 1 ese mismo día, sin necesidad de molestar a nadie, sin mucha más organización. Podrían también pensar en invertir lo recaudado para la fiesta en obras para su facultad, que tan bien le harían, en retribución por todo lo recibido. Podrían, más que nada, pensar con sentido universitario al respecto, ese que contribuye a la construcción de ciudadanía, en lugar de seguir justificando lo injustificable. Podrían al menos, pidiendo mucho menos, tener un poco de vergüenza y, de insistir con su fiesta bárbara, hacerla a puertas cerradas.

Javier Márquez Scotti es arquitecto