Es probable que los arquitectos comunicacionales de la campaña electoral del presidente Sebastián Piñera nunca hayan imaginado que el eslogan “Tiempos mejores” –que ayudó al 55% de votación en las últimas elecciones presidenciales– podría a poco andar transformarse en “Tiempos difíciles”.

La esperanza contenida en la publicidad electoral fue la idea de que la derecha lograría un buen desempeño económico: más inversión, más crecimiento y más empleo. Pero eso no pasó: la economía creció 1,8% en el primer semestre de 2019 y es idéntica al criticado promedio de crecimiento de los cuatro años de la ex prresidenta Michelle Bachelet. En inversión extranjera directa, si bien 2018 cerró con un repunte de 28% respecto de 2017, en el primer trimestre de 2019 se registró una baja de 56%, el mayor retroceso en 16 años. Por su parte, el desempleo ha ido subiendo desde el 6,8% de 2017 a 7,1% en la última medición de 2019. Como si todo esto fuera poco, la guerra comercial entre China y Estados Unidos no permiten vislumbrar demasiadas mejorías en el corto plazo.

En este complicado escenario, los vientos de la popularidad del presidente tampoco soplan a favor: la encuesta del Centro de Estudios Públicos de hace unas semanas mostró una dramática caída en la aprobación del mandatario, desde 50% a 25% en un solo año, que lo pone –por primera vez desde que asumió en marzo de 2018– debajo del umbral de los 30 puntos.

Políticamente, el gobierno ha tenido más dificultades que las anticipadas para instalar y hacer andar las reformas clave de su programa. Como para cualquier gobierno, en el arte de gobernar se debe cruzar la variable de “relevancia” con la de “viabilidad política” para decidir dónde poner las fichas; pero el escenario se ha complejizado y, a un año y medio de gestión, aún no está claro cuáles son esas apuestas importantes y factibles que el gobierno va a priorizar.

El gobierno ha intentado empujar la reforma tributaria, de pensiones, laboral y de salud, pero se ha entrampado en los vericuetos legislativos de un Congreso controlado por la oposición. Mantener las fichas en empujar reformas legislativas no parece ser viable en el corto plazo ni políticamente rentable hacia el futuro.

Es por todo esto que el presidente, entendiendo la necesidad de nuevos aires, movió las piezas de su gabinete. Como era de esperar, puso el acento en el equipo económico y reforzó carteras que pueden reactivar la economía, como Obras Públicas. Lo más interesante, sin embargo, son las señales políticas que surgen del cambio en el elenco. La primera es que el presidente volvió a llamar a la cancha a figuras con las que se siente cómodo, que fueron sus ministros en su primera administración y con quienes juega de memoria: se necesita avanzar rápido.

La segunda fue más inesperada y también más ambiciosa: nombró como ministro de Desarrollo Social a Sebastián Sichel, una persona joven, ex demócrata cristiano, que no viene de la derecha y que había sido crítico del presidente en su primer mandato. La jugada devela la estrategia escogida por el gobierno para su segunda mitad: acercarse al centro y aumentar el rol del Estado en políticas públicas sociales.

Avanzar al centro y conquistar a la clase media

El gobierno está ahora en su segundo año de gobierno y sabe que es el “año D”. Debe retomar liderazgo, recuperar popularidad y avanzar en sus prioridades programáticas, y lo tiene que hacer ahora. De lo contrario, las elecciones municipales de 2020 y las parlamentarias y presidenciales de 2021 lo dejarán atrapado entre los intereses individuales de los potenciales candidatos y las presiones de los partidos.

La decisión de ampliarse hacia el centro es la única posibilidad de la derecha de tener una mayoría política con miras a las elecciones que vienen. Fichar a figuras cercanas a la Concertación como Sichel es inteligente porque hay una parte importante de la población que, viniendo de la centroizquierda, se ha alejado del progresismo y se está quedando sin espacio político que la acoja. La izquierda no parece ofrecer una opción atractiva para esos votantes: ha estado fracturada, atomizada, empantanada en microdisputas internas y salpicada por más de un escándalo. Ni la ex Concertación ni el Frente Amplio han logrado ejercer una oposición con contenido o propositiva, y se han visto más bien reactivas a la agenda que el gobierno intenta instalar. El progresismo tampoco ha logrado potenciar nuevos liderazgos para el sector.

Si bien el nuevo ministro de Desarrollo Social no es una figura de primera línea que vaya a atraer masas de votantes, el presidente lo llamó a liderar una cartera que ahora se considera estratégica. La repartición tenía tradicionalmente la misión de diseñar y evaluar las políticas públicas de combate a la pobreza en el país. Pero en los primeros meses de mandato, este gobierno amplió su función, y ahora abarca también el diseño de políticas para la clase media. Más aun, el presidente, en una medida sin precedentes, sumó a Desarrollo Social al Comité Político, el cerebro del gobierno y que hasta ahora sólo estaba integrado por los ministerios, como su nombre lo indica, políticos.

La estrella de Desarrollo Social es el plan Clase Media Protegida. Hasta el momento el programa no es más que la compilación, en una sola plataforma digital, de 70 programas ya disponibles para la clase media, pero que estaban repartidos en 11 ministerios. Sin embargo, ese simple hecho les facilitará la vida a millones de personas que hasta ahora peregrinaban por diferentes agencias gubernamentales y gastaban horas de papeleos para recibir sus beneficios.

El nuevo ministro, por supuesto, tendrá que hacer más que eso para implementar exitosamente el giro hacia la clase media. Gracias a la dramática reducción de la pobreza desde 68,5% en 1990 a 8,6% en 2017, la cantidad de población que se considera de clase media llega –dependiendo de cómo se contabilice– a entre 50% y 65% de la población.

La tarea es compleja no sólo por la cantidad de personas, sino también porque la clase media chilena es definida como tal sólo por su nivel de ingresos, pero es profundamente precaria: estos son grupos de la población que, enfrentados a un problema de salud, desempleo u otro evento inesperado, volverán a caer en la pobreza. Es por eso que más que nivel de ingresos, el gobierno debe asegurar aquello que el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo usa para definir a la clase media: seguridad económica. Esto implicará implementar políticas públicas estructurales, que incluyan esfuerzos de reducción de la escandalosa desigualdad, que no serán fáciles y cuyos resultados no serán visibles en el corto plazo.

Viviana Giacaman es cientista política y periodista. Dirige el área Calidad de la Democracia en la Fundación Chile 21.

Una versión más extensa de esta columna fue publicada originalmente en Nueva Sociedad.